-Ahí, ¡los cóndores! -señala una chica de calzas multicolores y pelo rosa, dando saltitos y batiendo palma.

-Son jotes: tienen las puntas de las alas blancas y son más pequeños -corrige Amanda.

La chica parece contrariada. Levanta su mochila del piso y se mueve hasta unas rocas donde se sienta y consulta su celular.

-Hay tres clases de jotes. Ese tiene alrededor de 1,40 m de envergadura. Más o menos de este tamaño. Amanda extiende sus brazos en una línea horizontal.

-Parecés el hombre de Vitruvio. Sarita la mira sonriente.

-¿Vitruvio?

-El de Leonardo da Vinci. Sarita saca una libretita del bolsillo de su campera de trekking y dibuja un hombre con las piernas y brazos abiertos, inserto en un círculo. Se lo muestra a su compañera y guarda la libreta.

Se escuchan exclamaciones:

-¡Un cóndor, un cóndor! Allá abajo, en el borde de la sombra, contra el paredón de piedra.

Amanda permanece con los labios apretados y espera que el ave, en su vuelo, muestre su espalda blanca.

-Este sí: unos tres metros de envergadura, las remeras separadas, el collar blanco. Un eximio planeador.

-Claro, acá hay corrientes de aire en régimen turbulento, vórtices que le permiten volar en círculos y planear por efecto Bernoulli. 

Sin apartar sus ojos de las siluetas oscuras recortadas en un cielo despojado de nubes, Sarita advierte: -Ahí hay uno marrón, parece más chico.

-Es la cría, está mejorando la técnica de vuelo guiado por los adultos.

El ave desaparece en el fondo de la quebrada, donde el río serpentea entre cascadas. Amanda deja sus prismáticos y saca el mate de la mochila. Lo prepara y le ofrece el primero a Sarita.

-¡Pela! ¿Qué cebás, mujer?

-Mate cordobés, agua hirviendo y bien dulce. Esboza una sonrisa a modo de disculpa. Hurga en su mochila y le ofrece a Sarita un paquetito.

-¿Un alfajorcito de maicena? Estoy intentando dejar las harinas.

-Una capia, las compré en la ruta, son especiales, casi tan buenas como las que hacía mi nona en Inriville. Amanda abre con cuidado el celofán, la masa suave se deshace en su boca, el dulce de leche completa el placer.

Algunos pájaros merodean en el lugar a la búsqueda de miguitas.

-Qué hermoso el cardenal -aporta un hombre menudo, de tez morena, de unos cincuenta.

Sarita busca la mirada de Amanda y esta aclara en voz apenas audible:

-Una loica: pecho rojo, ceja blanca, dorso oscuro. Amanda dispara su cámara varias veces.

Jotes y cóndores regalan sus vuelos acrobáticos a los paseantes acomodados en las explanadas naturales de piedras y arbustos bajos.

-Mirá un gaucho serrano.

-¿Dónde? ¿Cuál? Sarita intenta identificar a alguna de las personas a su alrededor.

-Ahí -señala Amanda apuntando a una piedra oscura, cercana al borde del balcón norte, delimitado por una gruesa cerca de troncos. –Filetes blancos en remeras internas, timoneras centrales oscuras.

Sarita mira a su compañera, desorientada.

-Ahí, es parecido al hornero-, apuntando su Nikon hacia el lugar.

-Son casi las tres, hora de irnos.

Deben desandar los seis kilómetros que recorrieron antes para llegar a la quebrada.

-Otras dos horas y media. Pero si vinimos hasta acá, vamos a poder volver.

Seguro, ahora decir que este recorrido es de “dificultad media”, como decía el cartel en la oficina del guardaparque, es faltar a la verdad.

-Bueno, media, normal, promedio: es difícil clasificar algo con esas palabras.

-Vamos, Amanda, seguimos filosofando frente al hogar.

Una montaña rusa de arenisca y pedregullo. Los flancos de piedra áspera dejan ver en sus grietas suculentas y arbustos achaparrados. En la segunda subida, el sol desde el oeste ilumina el tronco colorado de unos arbolitos bajos.

-¡Qué belleza esto! -Sarita arremete con su celular y dispara varias veces sobre el bosque, mientras se repone del esfuerzo inicial.

-Tabaquillo, de la familia de los arrayanes -aclara Amanda con su habitual tono monocorde. Saca una lámina suave y delgada de la corteza de uno de los troncos más gruesos. -¿Ves? es como una hoja de tabaco.

El cielo le da permiso a un cóndor adulto para que les dedique un último vuelo. Las mujeres desandan el camino deteniéndose para recoger algunas piedras que después se repartirán en macetas y estantes. Cada tanto, un poste indica la parada: 9, 8, 7.

Llegan a la 7, junto al aviso sobre presencia de pumas y serpientes. Sarita está agitada, no tiene el estado atlético de Amanda, más delgada y entrenada. Se detienen por unos minutos. Varios turistas las sobrepasan.

-Sentate un rato, no hay apuro.

-Apenas hicimos tres paradas. Son nueve: el estacionamiento estaba en la parada uno. 6 kilómetros, nueve paradas, tres paradas son dos kilómetros. Faltan 4 km todavía. Sigamos.

Siguen caminando, algunas pendientes son más suaves, otras tienen escalones más altos, algunos naturales y otros construidos con piedras.

-Mirá este pedazo de mármol, Sarita. ¡Qué blancura! Dispara con su Nikon varias veces.

-En su origen fue piedra caliza de los fondos marinos. Todo esto era un inmenso mar y los caparazones marinos quedaron comprimidos hasta que los movimientos de las placas tectónicas los trajeron a la superficie.

A mitad del recorrido, el camino se convierte en un sendero ancho entre pajonales rubios peinados por la brisa leve.

-Saquemos una selfie con este fondo de pajas doradas.

-Coriones, son coriones. Se usan para techar y para hacer hornos de barro.

-Sacame una foto. Desde la cintura, que se vea el fondo de paj… perdón, de coriones, y parte del cielo. No me saques la panza.

-¿Me das la cámara o saco con mi celu?

-Con tu celu está bien.

Mientras sacan fotos, otras personas las sobrepasan y les sonríen. En la siguiente parada que Sarita requiere, ven al guardaparque más atrás, que también se detiene. Cuando arrancan nuevamente el hombre también lo hace. Se paran un momento más adelante solo para comprobar sus especulaciones.

-Es para no invadirnos, qué considerado.

-Pero también para asegurarse que no quede nadie. Debemos ser las últimas.

Llegan al estacionamiento cuando el sol ya se esconde tras los cerros. Antes de subir al auto, toman un poco de agua y relajan las piernas.

Ya en la posada, le piden a Martina un té y se recompensan con una torta de tomate, con crema y frutos secos, una más de las exquisiteces que prepara Desiré en la cocina.

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