Desde El Cairo al oasis de Siwa, las nueve horas de monótono asfalto a través del Sahara se deshacen en la arena. El único obstáculo, cincuenta camellos marrones que se resisten a liberar la ruta. A la izquierda, la frontera incierta con Libia: a los cuatro lados, planicies de arena y piedra casi sin arbustos, donde el escorpión vive un año entre una comida y la siguiente –hidratados con la sangre de su única presa-- y se ocultan bajo la arena eludiendo el sol. El 96% de Egipto es esto: Sahara. Y Siwa es una esquina nororiental de este desierto del tamaño de EE.UU. 

Al bajar del auto para tomar un puñado de arena y dejarlo caer de a poco –“estoy modificando el Sahara” dice un verso de Borges-- el aire del cenit quema los pulmones. Este desierto mudo refracta el 90% de la energía solar que recibe: al caminarlo, el sol ataca desde el suelo entrando por las botamangas y se expande por el cuerpo.

La ruta no tiene casi curvas: serían una insensatez en esta nada sin obstáculos donde la mirada deriva abatida, sin algo que enfocar. Muy al fondo de esta recta soporífera –en aislamiento radical-- aparece un manchón, el oasis del millón de palmeras datileras y ojos de agua. Sus 23.000 habitantes de linaje milenario son bereberes de lengua tamazight, más ligados al Magreb norafricano –Libia, Argelia, Marruecos-- que a la civilización del Nilo que devino árabe.

Entrar al frescor

A un oasis se entra de repente, sin transición: uno se sumerge en la densidad de palmeras apretujadas allí donde hay cierta humedad bajo la arena. En los bordes de Siwa hay una avanzada arbórea en formación militar, guerreros en posición defensiva. La otra metáfora bélica para este género de paisaje –que separa dos dimensiones opuestas-- es la fortaleza: los árboles protegen del invasor y uno entra al oasis como por un boquete en la muralla de troncos. Afuera, la sequedad absoluta. Adentro, agua. Mucha: dulce y salada, siempre calentita. Este castillo palmeril delimita la vida de la muerte.

Tras el primer anillo de palmeras brota el pueblo de casas bajas color desierto, hechas de él. Tras el verde umbral, se vive en otro tiempo. Y por contraste, la reaparición de la vida y el frescor del agua crean un ambiente festivo en el letargo del auto. Aun llegando con aire acondicionado –sin penurias--, atravesar el oasis abre un éxtasis sensorial.

Centenares de miles de viajeros han entrado aquí a caballo o en caravana de camellos hasta hace un siglo: desensillar en Siwa tras una ardiente travesía era uno de los rostros de la felicidad para el hombre del Medio Oriente.

Oasis –palabra griega y latina-- es el significante de “lugar verde con agua en el desierto”. Pero significaba más. Era la salvación de la muerte más lenta, terrible y convulsionante que existe: de sed.

Llegar era el bálsamo de no morir. Y había profundas razones para este incierto viaje. Lo testimonió Heródoto hace 2500 años: "En el oasis de Siwa hay un templo de Zeus-Amón donde se dice que el dios se manifiesta a los hombres y les da respuesta a sus preguntas." Quedan sus ruinas, buena parte en pie.

Por el laberinto siwense transitan triciclos motorizados con cabina sin techo –algunos manejados por niños de 8 años-- levantando arena, incluso en las pocas calles asfaltadas. Muchas casas de dos pisos son de kershef, una mezcla de piedra caliza, arcilla y sal. Algunas tienen incrustados fósiles de conchas marinas, de cuando todo esto fue el fondo del Mediterráneo.

Los hombres visten en su mayoría túnica blanca de manga larga –incluso niños-- y las mujeres –todas salvo las niñas— sus abayas oscuras con bordados de colores y la cabeza cubierta con largos pañuelos. Algunas usan velo parcial y las menos, total.

Un oasis sahariano no es el pequeño ojo de agua con palmeras del imaginario popular, sino un asentamiento con habitantes donde, a veces, llegan viajeros. Este mide 80 km de largo por 20 de ancho. Tiene dos lagos salados y otras fuentes de agua dulce: casi al nivel del mar, el líquido brota de las entrañas.

Este es el paradigma del oasis sahariano, en parte por su legendario templo del oráculo de Zeus-Amón, un sincretismo que identifica a ese dios griego y con el otro egipcio. A sus ruinas se llega por un camino de tierra en las afueras, entre palmeras. Varios muros se mantienen en pie. También su entrada con pórtico, un monumento como un grueso obelisco trunco y la sala ya sin techo donde Alejandro Magno fue ungido faraón en el 331 a.C tras conquistar el Nilo fundando veinte Alejandrías.

Por aquel tiempo, este oráculo ya era antiguo y célebre por la agudeza de sus profecías, aunque quien hablaba era un sacerdote oculto. Heródoto relata la historia del rey persa Cambises II: viajó a Siwa en el 524 a.C. a consultar su destino. Durante la travesía su ejército se perdió en el desierto y muchos murieron de sed. Luego recibió del oráculo respuestas no esperadas. Lleno de ira, se dice que mató a un sacerdote (al “mensajero”).

Siglos después, a Alejandro el oráculo le reveló que era hijo de Zeus-Amon: un ser divino, legítimo faraón de Egipto.​ Plutarco el griego cuenta en su obra Vidas paralelas el viaje de Alejandro: enfatiza el rol de esta visita en la consolidación de su imagen sagrada, algo que lo impactó en lo más íntimo y en el reconocimiento popular. Se consolidó como líder predestinado a gobernar el mundo, desde el país de los dátiles al país de los inciensos. Desde Siwa se lanzó a terminar la conquista del mundo conocido de su tiempo: en gran parte, lo logró.

Al mar de dunas

El oasis tiene geografía diversa: una travesía en 4x4 se interna por un erg, un vasto sector de dunas gigantes: la desesperación por treparlas. Al hundir las manos en las finísimas arenas, se descubre que no hay nada más puro, límpido y homogéneo que un desierto de dunas cuya aparente infinitud enloquecía a los caravaneros antes de matarlos de sed. Desde una cima de 150 metros al atardecer, el horizonte es un tempestuoso océano dorado de olas con su cresta petrificada.

La travesía sube y baja: desde lo alto de otra duna muy empinada, se ve abajo un ojo de agua circular sin un solo árbol, semioculto en un anfiteatro de arenas. Este es el oasis de las fantasías literarias, el espejismo sucesivo que vio el aventurero moribundo que --esta vez sí-- encuentra agua y se salva.

Siwa depara el surrealismo de flotar sin moverse en una laguna azul de transparencia perfecta, cavada en una salina. Hay que entrar con cuidado de no hundir la cabeza: el altísimo nivel de sal –que hace flotar los cuerpos-- arde los ojos. Al sumergirse hasta el cuello, la densidad del agua empuja hacia arriba: se podría flotar atado de pies y manos. Lo más placentero: recostarse con las manos entrelazadas en la nuca y flotar como en una cama de agua, sin hacer nada de nada: el agua mantiene el balance del cuerpo sin el menor vaivén. El colchón de una cama sólida ofrece cierta resistencia: devuelve presión. Aquí no: se levita como sin gravedad. Al rato ya no se siente el cuerpo: uno podría leer un libro o dormir. 

La montaña de los muertos

A la distancia, la Montaña de los Muertos parece una pirámide carcomida por el tiempo: es una formación natural agujerada por el hombre, una necrópolis con un millar de tumbas desde la época ptolemaica –la de los líderes griegos que heredaron a Alejandro-- hasta fines de la era romana en Egipto (siglo III d.C.). Esta cápsula del tiempo estuvo sellada hasta su descubrimiento en 1944 cuando los habitantes de Siwa se escondieron en la montaña: tropas alemanas, italianas y británicas se disputaron esta parte del Sahara.

En Egipto las tumbas se recorren por dentro: son socavones, rampas que bajan en túnel a la cámara funeraria con decoración de frescos cubriendo cada centímetro de techo y pared. En esta montaña hay varias así. Como la de Si-Amun, un hombre acaso griego, rico comerciante que dejó sus creencias plasmadas en arte pictórico. Murió hacia el año 300 a.C. y su nombre significa Hombre de Amón. 

En la tumba hay escenas como la ceremonia del pesaje del corazón durante el viaje al más allá. Y el juicio de Osiris evaluando al viajero rumbo a la otra vida. Más adelante brilla el dios Anubis, mitad hombre, mitad chacal. Y Horus, el hombre halcón, ambos asociados a la momificación. La diosa Nut vuela en el techo por un cielo con estrellas y constelaciones. También hay escenas del señor Si-Amun en el reino de este mundo: cazando o en actividades agrícolas, y en pródigos banquetes. 

Los coloridos dibujos como de ayer combinan estilos griegos con egipcios en un reflejo sincrético: cuando Alejandro llegó a Egipto hace 2.355 años, los faraones tenían 2.769 años de historia: imposible borrarlos de un plumazo. Era tan potente esa civilización, que para terminar de conquistarla Alejandro debió convertirse en egipcio, como si el colonizado fuese él. Lo extraño es que la cultura siwense --dominada por griegos, romanos, árabes y otomanos-- fue cambiando, pero no diluyó su identidad. 

Siwa fue habitado hace diez milenios, mucho antes de la primera dinastía faraónica. En el año 1233 su población se redujo a 40 aldeanos. Pero se multiplicaron en su pequeño paraíso. Gracias a su remota ubicación y al más intrincado de los laberintos --el desierto-- Siwa mantuvo un grado significativo de independencia y singularidad. Por ejemplo, hasta el siglo XIX existieron matrimonios entre hombres como algo natural de esa cultura. Ya lo dijo Augusto Monterroso: "Siwa es lo menos egipcio que hay en Egipto".