La Santa Marta que cumple 500 años el mes de julio, padece de una dificultad para reconocer la negrura de su población. No basta que desde su misma fundación hispana en 1525, arribaran en condición de esclavitud los primeros negros traídos por el conquistador sevillano Rodrigo de Bastidas, que en 1529 destruyeran la incipiente ciudad en una de las primeras sublevaciones negras del continente, que trabajaran forzadamente en hatos y grandes haciendas de la provincia, que conformaran palenques como el de La Ramada, Masinga, y Guachaca, que a finales del siglo XIX llegaran del archipiélago caribeño negros a trabajar en el puerto marítimo y en la construcción de la línea férrea, en la Zona Bananera hasta las primeras décadas del siglo XX, así como en la permanente migración negra producto de desplazamientos forzados de otras zonas del Caribe colombiano. Pero incluso desconociendo todas estas evidencias históricas, solo se necesita observar a las personas que aquí vivimos para concluir lo evidente: nuestra negrura. No obstante, Santa Marta se imagina no-negra debido a un profundo sesgo colorista, promovido por los gramáticos del mestizaje y a un trauma colonial, marcado por la necesidad de alejarse de la negritud.
La historiadora Aline Helg ha argumentado cómo en el contexto colombiano, a diferencia de Cuba, Brasil y los Estados Unidos, los colombianos de ascendencia africana “mezclada”, no se identifican con sus orígenes africanos y ni con la negrura. En el caso de Santa Marta es realmente escandaloso. De acuerdo con DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) el 97% de la población no se identifica etno/racialmente. En otras palabras, si existiese la casilla blanco-mestizo, este 97 % se inclinaría por ella.
En la primera década del siglo XX, mi tatarabuelo vino de Cuba a Barranquilla. Su nombre, Albino Hernández, quien luchó junto al general Antonio Maceo por la Independencia de la isla, solía contarme mi abuelo Rafael Hernández mientras me hacía ponerle boleros y guarachas cubanas. Mi afrosamariedad, como la de muchos otros samarios tiene esta dimensión gran-caribeña, que no nos reduce a la nación colombiana, al tejer vínculos con Jamaica, Barbados, Curazao, Puerto Rico y Cuba. En el Caribe todos venimos de algún lugar, le escuche decir a la especialista cubana en historia del arte caribeño, Yolanda Wood. Producto de este inmanente movimiento, nuestra identidad es fluida, acuosa, transnacional y se encuentra ahí, latiendo en los barrios de la ciudad. La conciencia negra, en cambio, es más compleja. La negrura es algo muy difícil de definir, pero si es algo que se experimenta. La puedes vivir como condena o liberación. Las vidas negras trascurren en esta tensión dialéctica. Hago referencia a vidas negras, porque ni la subjetividad, ni la etnia, ni el pueblo, ni la comunidad pueden contener a las vidas negras. Todas estas nociones nos remiten a un cierto grado de autorreconocimiento que no todas las vidas negras lo detentan, como es el caso del Caribe colombiano.
Las vidas negras padecen de una violencia sistemática de larga duración, que se remite a los tiempos de la colonización y que ha tenido un impacto devastador en sus geografías y en sus ontologías. Por eso nuestras negruras son opacas. Una opacidad latente para visiones de lo negro que apelan a cuerpos con mayor concentración de melanina, con prácticas comunitarias y con una ancestralidad ligada a un territorio rural. En otras palabras, desde la dimensión indigenista como el Estado concibe la etnicidad y lo negro. El otro rasgo de nuestra negrura opaca, la experimentamos en nuestra ciudad, donde en el imaginario urbano lo negro se sectoriza en los barrios de Cristo Rey y Pescaito, cómo si se tratara de excepcionalidades. Esta negación de la negrura es producto de la herida colonial infringida y funciona como una suerte de mecanismo de defensa, al ignorar y lucir indiferente ante episodios de racismo. Para las vidas negras con menos melanina, el autorreconocimiento como negros genera incertidumbre. En parte, por una suerte de pureza de lo negro que te mira con desconfianza, por tu tono de piel y por no haber padecido las mismas violencias.
En Santa Marta, nuestra negrura asalta, aparece, adquiere “visibilidad” o se hace explícita dependiendo de los espacios y las prácticas: espacios laborales, centros comerciales, restaurantes, universidades, escuelas, barrios o cuando haces algo por fuera de una “norma”. “Ahí va ese negrx, se le salió el negrx, mataron al negrx”. Porque la negrura como condena se fija desde afuera, te interpela, te lacera, es una sedimentación histórica de prácticas de indignidad desplegada por instituciones y por personas que se imaginan blancas o habitando la blancura como el ideal de lo humano.
La mayoría de la conciencia negra en la ciudad, como lo hemos reflexionado en las dos versiones de la semana antirracista y descolonial en la Universidad del Magdalena, es que no surge necesariamente de una relación con un territorio rural, ni fue transmitida de manera consciente por nuestros parientes. Llegamos a la conciencia negra por la vía de la racialización y desde allí hemos asumido la reconstrucción de nuestra ontogénesis, como un paso indispensable para la liberación y nuestra agencia política. Pero debido a la efervescencia que ha suscitado el quinto centenario, es importante precisar que las demandas de las vidas negras no se reducen a un asunto de reconocimiento, si no de exigencias de reparación histórica, las cuales requieren, en primer lugar, reconocer la historia de la colonización sin blanquearla.
En enero el alcalde de
Santa Marta viajó a Sevilla acompañado de dos indígenas arhuacos para la firma
del "Hermanamiento entre las ciudades de Sevilla (España) y Santa Marta
(Colombia)", auspiciados por el Banco de Desarrollo de América Latina y del
Caribe (CAF). En el acto protocolario se habló de lazos históricos y
culturales, pero no de las consecuencias catastróficas de la colonización, sin
referencias al genocidio, la esclavización, la evangelización forzada y la expoliación
sistemática. Estas ausencias muestran el profundo desinterés de asumir responsabilidades
históricas del colonialismo español sobre las poblaciones indígenas y las negras.
Como si esto ya no fuese problemático, recientemente el alcalde declaró con
orgullo patrio, “madre patrio” quiero decir, la visita de la princesa Leonor de
Borbón en el buque Escuela
Juan Sebastián de Elcano a Santa Marta. Esto ha exacerbado una hispanofilia
cargada de promesas de cooperación encaminadas a solucionar los problemas de
saneamiento básico y de inversión apostándole al potencial turístico de la ciudad.
El 14 de mayo de 2025, como aquel año de 1525 ,volverá una embarcación española del
otro lado de Atlántico. Ya no liderada por un empresario privado de la
conquista -en los términos de la historiadora Margarita Garrido-, que en el
contexto colonial se refiere a una persona que extrae beneficios monetarios del
despojo de oro, perlas y del comercio de esclavos cómo Rodrigo de Bastidas. Sino
por una representación de la monarquía con otro portafolio de negocios
extractivistas. Mientras tanto, el derecho a la ciudad se reduce cada
vez más para el grueso de las capas populares, y las palabras de Derek Walcott
pronunciadas al recoger el Premio Nobel de literatura en 1992, adquieren
desconcertante vigencia: Lamentablemente para venderse, el Caribe
fomenta los deleites de la estupidez, de la vacuidad brillante; se promociona
como un lugar ideal para aquellos que huyen del invierno y de la seriedad que
florece en una cultura de cuatro estaciones. Así, ¿cómo podría existir gente
allí, en el sentido real de la palabra?
* Profesor-Investigador del Programa de Antropología de la Universidad del Magdalena, Colombia. Organizador de la Primera Jornada Internacional de Pensamiento Afrocaribeño Descolonial, celebrada en la UNAM en marzo de 2016, y del Primer Encuentro Internacional sobre Pensamiento Crítico en el Caribe Insular, en septiembre de 2016, en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC, UNAM).