¿Un escritor puede transmitir los conocimientos precisos de escritura y entregar herramientas genuinas a sus alumnos? La pregunta -recurrente en el ámbito académico y en los circuitos críticos- cobra un matiz singular cuando se evoca la figura de Alberto Laiseca. Sus talleres, dictados en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, parecían a simple vista el clásico espacio de corrección de textos. Pero en la práctica se convertían en un ritual, donde la corrección en vivo tenía representación dramática y el humor desbocado se mezclaba con la disciplina más férrea. De ese clima -mezcla de epifanía colectiva y aventura solitaria- emergía una convicción singular: sí, la literatura puede transmitirse, pero no a través de reglas o fórmulas, sino en ese gesto de invitación que un maestro ofrece para que cada alumno hurgue en sus propias desmesuras.

En ese clima surgió Laiseca, el Maestro: Un retrato íntimo, un libro cuya naturaleza coral y polifónica muestra la experiencia de formar parte de ese círculo de devoción. “Coral”, porque sus páginas recogen múltiples voces -ex alumnos, amigos cercanos, familiares-; y “polifónica”, porque cada relato, testimonio, carta o foto compone un mosaico que abarca las tantas dimensiones de Laiseca: su faceta de narrador desmedido, de mago esotérico, de hombre lleno de contradicciones y, sobre todo, de maestro que dejó una estela imborrable en quienes pasaron por su taller.

El volumen, que no llega a las doscientas páginas pero concentra un notable caudal de documentación (testimonios orales, fotos inéditas), se publica bajo la firma colectiva “Chanchín”. Son varios escritores que, desde distintas procedencias y con trayectorias propias, convergieron en torno al “Conde Láisek”, como solían llamarlo con cariño. Ellos no solo han escarbado en recortes y actas de nacimiento para componer una suerte de biografía, sino que han volcado sus vivencias directas en el taller. Este es el aporte fundamental del libro: no limitarse a contar una vida, no trazar derroteros cronológicos como hitos de esa vida digna de contarse. Si no, antes bien, lo notable de un libro hoy sobre Laiseca es que hace latir el pulso de esa transferencia literaria de maestro a discípulos. Ese efecto destaca a este volumen entre las biografías más convencionales.

El libro se sumerge en los testimonios de quienes lo han vivido: Laiseca suspendiendo un texto para recalcar una palabra repetida, sugiriendo lecturas inesperadas y hasta montando escenas teatrales en plena clase. El lector entiende pronto que la transmisión ocurría no porque existiera un método rígido, sino por la fuerza contagiosa de un maestro empeñado en descifrar la potencialidad de cada discípulo.

Este abordaje conecta de inmediato con la infancia y adolescencia de Laiseca, tal como el libro la reconstruye en su primer capítulo. El municipio de Camilo Aldao, en Córdoba, donde nació el autor, aparece como un escenario rural y algo asfixiante, con sirvientas que contaban cuentos de terror y un padre médico que tras enviudar, se volvió una figura dura y solitaria. Ese niño que recortaba historietas y construía ejércitos de papel en el patio acabaría desenvolviendo, décadas después, un imaginario plagado de monstruos e historias al borde del delirio.

Más adelante, las páginas se adentran en la juventud de Laiseca. Sus estudios de Ingeniería Química en Santa Fe chocaron con la necesidad imperiosa de escribir, de leer a Ayn Rand o a Hesse y de sumergirse en universos que le prometían la libertad que no encontraba en las pensiones compartidas. El libro describe, a través de voces y recuerdos de antiguos amigos, la precariedad de sus días: cambio constante de habitaciones, trabajos temporales en cosechas, un “mundo real” que lo contradecía.

No tarda el relato en situar a Lai -como lo llamaban- en la bohemia porteña de fines de los sesenta y principios de los setenta. Allí, el bar Moderno y el grupo “Opium” preparan las bases para que el autor diseñe el proyecto de la Novela Total.

Los capítulos intermedios retratan la faceta más cruda de Laiseca: el hombre que, en los años setenta y ochenta, se debatía entre escribir compulsivamente y ganarse el pan en trabajos precarios. El libro lo muestra corrigiendo galeras en el diario La Razón, peregrinando con su valija de manuscritos y recortes. Aun así, nunca deja de producir: avanza en sus relatos breves, en los esbozos de Los sorias la monumental novela que se publicaría por fin en 1998, en ensayos y poemas chinos que escribe con meticulosidad.

En la década de 1990, Laiseca alcanza cierta consolidación al “profesionalizar” su taller literario en el Rojas. El libro describe aquel espacio saturado de humo, donde los alumnos se amontonaban y salían maravillados. En paralelo, se narra la gestación de Los sorias. No fue un éxito masivo, pero sí un suceso que lo catapultó al rango de autor “de culto”.

Una sección clave del libro describe la explosión mediática de Laiseca en los 2000, cuando se convierte en el narrador del ciclo Cuentos de terror, emitido por I-Sat. Es la era del escritor bigotudo que muchos conocen, aunque no hayan leído una sola de sus novelas. El retrato que hace el colectivo Chanchín de esta etapa combina la fascinación de un hombre que ama contar historias con la sorpresa de ser reconocido en la calle por gente que ignora su obra literaria, pero lo identifica con esos relatos nocturnos. Lejos de desairarse, Laiseca aprovechó ese contexto para expandir su performance: también actuó en películas como El artista o Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, de Gastón Duprat y Mariano Cohn, donde sumó su bigote manchado de nicotina a escenas de humor ácido y mirada delirante.

En los capítulos finales, la obra adquiere un tono más confesional. Vemos a un Laiseca que, con la salud diezmada, se traslada a Camilo Aldao para recibir un curioso homenaje: la “Medalla de Cuero’e Sapo”, con la que bromeaba desde su niñez. Ese reconocimiento lo emociona, aunque se halle cansado y reticente a socializar. Pronto, las páginas nos cuentan de su fractura de cadera, del ingreso en un geriátrico, del paulatino deterioro físico que lo obliga a depender de otros. Resultan conmovedores los testimonios de su hija Julieta, de amigos que lo asistían, de antiguos discípulos que aún iban a visitarlo para compartir cigarros a escondidas.

Finalmente, un epílogo breve y de gran carga emotiva narra la muerte de Laiseca en el Hospital Británico, acompañado de muy poca gente, y la posterior decisión de su hija hizo esparcir sus cenizas en el Tigre, escenario de tantas ficciones argentinas. Pero en particular sus cenizas están en ese rio que simbolizaba para él un refugio de felicidad. El lector asiste, así, a un cierre casi mítico: el autor que hablaba de figuras que causaban terror y pirámides se disuelve en la corriente con absoluta sobriedad, sin parafernalias, como un rito que encierra a la vez la épica de sus sueños y el costado austero de su vida real.

A lo largo del volumen, los autores que firman como “Chanchín” (entre quienes se cuentan narradores tan disímiles como Rusi Millán Pastori, Sebastián Pandolfelli, Guillermo Naveira, Natalia Rodríguez Simón o el caso más notorio de Selva Almada), ofrecen su testimonio y, a la vez, una labor de edición que va más allá de la simple recopilación de datos. No hay listados ni firman capítulos con nombre propio, pero se advierten las voces entrelazadas, el calor afectivo de quien habla desde la experiencia directa. El libro, así, revela un matiz fundamental: Laiseca no fue solo “el autor de Los sorias” o el “narrador de I-Sat”, sino el motor de un entramado creativo, una especie de patriarca excéntrico cuyo taller se volvió una microcomunidad donde el fervor literario dio origen a escritores de muy diversos estilos.

Vale una mención adicional a la presencia de Selva Almada, consagrada internacionalmente y, sin embargo, deudora de ese “susto y humor” que Laiseca fomentaba en sus talleres. Su prosa depurada parece alejada del horror laisequiano, pero en el libro ella misma admite cuánto la marcó la audacia que el Maestro le inculcó.

Lejos de negar la soledad irreductible del creador, el libro demuestra que un taller, si de veras es un espacio de libertad, alienta la expansión de cada individualidad. Y esa quizá sea la mayor enseñanza que Laiseca legó a sus discípulos: la creencia en una literatura como experiencia “entre amigos”, donde la corrección no aplasta, sino que libera.