Los cuentos de Samanta Schweblin palpitan en los cuerpos de sus lectores con la inquietante sutileza de lo que incomoda cuando se mezclan lo real con lo extraño. Es una escritora que se atreve a meter el dedo en la llaga de lo raro y que desmonta los lugares comunes de la “normalidad”. Una mujer, “anclada siempre en el mismo lugar”, salta al agua desde la punta de un muelle con piedras atadas a su cintura, un intento de suicidio similar al de la escritora británica Virginia Woolf. Otra mujer recibe el llamado de una amiga, que tiene la necesidad de reconstruir aquella noche fatídica en la que su hijo, obsesionado con pintar caballos, se cayó de una cornisa en Hurlingham. La incomunicación familiar es un silencio hundido en el fondo de la garganta para ese joven que recuerda su infancia en el Bolsón y lo que pasó luego de que se tragó una pila. Para no aburrirse en sus vacaciones, dos hermanas se meten por las noches en la casa de una poeta maldita y alcohólica a la que cuidan y protegen, aunque no puedan evitar la tragedia que se avecina. Una mujer ayuda a una anciana desconocida y termina envuelta en una vorágine de violencia inesperada.

Los seis relatos que integran El buen mal --que llegará a las librerías en marzo-- confirman a Schweblin como una de las mejores cuentistas de la lengua castellana. La narradora argentina mira con una intensa atención que le permite captar los matices más deliciosos de un detalle, de una atmósfera o de una frase, y tiene una manera de narrar donde tensa las cuerdas del miedo y retuerce las sensaciones como si fuera una perspicaz malabarista siempre dispuesta a desafiar la ley de la gravedad. La escritora, que nació en Buenos Aires en 1978 y vive en Berlín desde 2012, publicó en 2002 su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio, con el que ganó el primer premio del Fondo Nacional de las Artes. Su segundo libro de relatos Pájaros en la boca (2009) obtuvo el premio Casa de las Américas en Cuba. Desde entonces continuó cosechando más premios: el Narrativa Breve Ribera del Duero con los cuentos de Siete casas vacías, libro por el que también sumó el National Book Award de literatura traducida; el Shirley Jackson por su novela corta Distancia de rescate, que fue llevada al cine en 2021 por la cineasta peruana Claudia Llosa; el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso en 2022 por el conjunto de su obra y el premio Konex de Platino 2024 en la categoría cuento.

La autora de la novela Kentukis, que integra la lista de los libros de ciencia ficción más influyentes de los últimos diez años de la revista Book riot, cuenta desde Berlín que este año tendrá muchos viajes por la salida de los cuentos de El buen mal en España y Latinoamérica. En agosto se publicarán muchas traducciones juntas, incluida al inglés, que después del español es la más demandante con la presencia de los autores. “Aún no sé cómo se acomodarán todas las fechas, pero seguro será un año en el que me toque alejarme bastante de mi escritorio, mi lugar favorito del mundo”, confiesa Schweblin.

-¿Por qué lo raro siempre es más cierto, como se plantea desde el epígrafe de Silvina Ocampo?

-Lo raro descoloca, nos obliga a volver a mirar. Como esos momentos donde uno dice, “a ver a ver, un momentito”, y vuelve a mirar porque acaba de mirar sin ver, y de pronto intuye que ha visto algo fuera de lugar, anormal, imposible. Entonces nos alarmamos, “¿qué vi?” Hay una frase de Simon Weil que adoro, y dice: La atención absoluta, sin mezcla, es oración. Cada vez que prestamos verdadera atención destruimos una parte del mal que hay en nosotros. ¿No es espectacular? Además, si lo normativo y lo esperable es solo un promedio de las cosas, un acuerdo social, entonces hay más ficción ahí que en lo raro y en lo único, donde podríamos encontrar una carga de verdad más profunda sobre quienes somos realmente.

-Han pasado más de veinte años desde que publicaste los cuentos de “El núcleo del disturbio”. ¿Qué era lo “raro” para la Samanta que tenía poco más de veinte años cuando escribía los relatos de su primer libro? ¿Qué es lo “raro” para la escritora de hoy?

-Siempre hubo una atracción hacia ese espacio. A veces me pregunto si la explicación no será tan simple como un problema de personalidad, de andar siempre tan distraída que cuando regreso a la realidad a veces me descoloca, me asusta por un segundo porque malinterpreté algo que vi o entendí o escuché. Incluso a veces algunas ideas salen de ahí, de ese ruido que me provoca semejante estado de distracción. Aunque una psicoanalista muy viva me dijo una vez en mi adolescencia: “Samanta, quizá no es que sos tan distraída, quizá lo que te pasa es que te concentrás demasiado en cosas en las que nadie más está prestando atención”. Teoría que, por supuesto, me gusta mucho más.

En el corazón de Hurlingham

- “Un animal fabuloso” podría pensarse como un homenaje a tu lugar de origen, donde transcurrió tu infancia y donde transcurre una parte importante de tus cuentos. ¿La distancia geográfica, el hecho de que estés instalada en Berlín desde 2012, te acercó más afectivamente a Hurlingham?

-Puede ser, sabés que no lo había pensado antes pero quizá sí hay algo de esa distancia con Buenos Aires que me acerca ahora a Hurlingham. También hay algo de mi vida personal, y es que mi familia se mudó por completo de Buenos Aires a Lago Puelo, en Chubut. Desde entonces paso muchos meses por año con ellos, porque además me resulta un lugar espectacular para escribir, y en cambio paso menos por Buenos Aires. Hurlingham sigue ocupando toda mi infancia y mi adolescencia; es el barrio en el que empecé a escribir y a tomarme en serio la escritura. Ahora cambió mucho, como gran parte del conurbano bonaerense se volvió más pobre y más peligroso; pero en mi infancia era un barrio en que, por ejemplo, era de lo más normal para una nena de diez años andar sola por la calle jugando con los vecinos, recuerdo esa sensación de libertad. Y también había algo de ese Hurlingham que tiene mucho que ver en la geografía de mis dos primeros libros; era un barrio de ciudad, con su supermercado, su farmacia, sus dos semáforos, pero también era un barrio que lindaba con zonas más rurales, entonces también tenías la ruta sin luces, las vacas, las gallinas, los potreros, los grandes descampados sin casas. Era una mezcla rara donde el campo parecía tocar los límites de la ciudad, y ese espacio sigue siendo un lugar geográfico al que vuelvo en muchas de mis historias.

-“Yo no quería ser madre, nunca me había interesado”, dice uno de los personajes de “Un animal fabuloso”. ¿Coincidís con lo que plantea esta mujer?

-No sé si diría que nunca me interesó, porque recuerdo haberme hecho muchas veces la pregunta. Aunque quizá me la hacía solo por la presión social y familiar. Podría haber sido madre, sí, pero creo que un “podría” no basta para semejante emprendimiento. Elegí ser otras cosas y puedo decir con toda sinceridad que no me arrepiento para nada.

La locura como válvula de escape

-¿Por qué cada vez con mayor frecuencia las escritoras incluyen en sus historias, ya sean novelas o cuentos, mujeres que no quieren ser madres o madres que desmitifican la maternidad?

-Si de verdad la literatura es también un espejo de la realidad que nos rodea, me extraña que no veamos estos temas aún más. De hecho, no creo que en mis historias este sea un tema central, solo son reflejos del tipo de mujeres que me rodean, el tipo de preguntas que nos convocan estos días. Leemos ficción hacia adelante, como una suerte de ensayo sobre el presente para ver hacia dónde vamos. Después de siglos con el tema de la maternidad atada a estereotipos únicos y sobre todo masculinos, de pronto hay un espacio para pensar y ensayar otras posibilidades. Casi que me parecería extraño si este tema no estuviera reflejándose por todas partes.

-¿La locura te asusta, como se dice en uno de los cuentos? ¿Hay una especie de “entrenamiento” de la mirada para ver mejor aquellas cosas que se suelen escapar en una primera instancia?

-No me asusta, hay locuras y locuras, por supuesto, pero la locura que me interesa no es más que ese comportamiento fuera de las etiquetas que socialmente acordamos como lo normal y lo posible. Me parece de hecho un espacio donde suelen suceder las cosas más interesantes. Si este mundo es una pava hirviendo, la locura es la válvula de escape, y puede que te moleste el chillido, pero sin la válvula explotaríamos todos. La locura está en el humor, en pensar fuera de la estructura, en las pataletas, en el arte que molesta, en animarse a decir lo que no se dice, en arriesgarse a cambiar el lenguaje, en ir a contra corriente. Y sí creo que hay un entrenamiento, que es algo en lo que se puede trabajar. Susan Sontag decía que la adultez “viene con una reducción brutal del espacio de nuestras fronteras”, día a día nos reducimos, estirás los brazos y las paredes de tus límites están tan cerca que podés tocar los ladrillos. Sontag hablaba de la responsabilidad incluso social, no solo individual, de ejercitar ese esfuerzo sobre los propios límites, decía que “la sola respuesta de nuestra rutina diaria del día a día lo va achicando todo, y la ficción es una máquina de ampliación de sentimientos y empatías”.

-Otra cuestión que no es nueva tiene que ver con la muerte. En varios cuentos aparece como un tema central, por ejemplo: “toco por dentro a mi padre, y lo dejo ir”. Tengo la impresión de que en "El buen mal" la muerte está vista más desde quienes acompañan y que por eso es enunciada de un modo singular que podría resumirse así: “morir es también poder soltar a los seres que amamos”. ¿Cómo ves este asunto de la muerte?

-Ah, me encanta tu reflexión. No fue una búsqueda consciente, pero terminado el libro me di cuenta de hasta qué punto estas historias hablan muchísimo sobre los cuidados del otro. Cómo se cuida realmente, cuánto es posible proteger, salvar, curar, de qué dependen verdaderamente estas fuerzas y qué ocurre si renunciás a ellas o incluso todo lo contrario, si te aferrás más de lo que deberías. Qué ocurre con esta “cultura del cuidado” cuando se le infringe a alguien que no la pidió, o cuando alguien la necesita y no la recibe. Y es verdad que hay en el libro una impronta fuerte de la muerte, pero no como una instancia terminal, sino como esos umbrales tan amenazantes u oscuros por lo que a veces nos da miedo pasar, pero hay que atravesarlos si queremos cerrar etapas, pasados o ideas, y poner al fin los pies sobre lo que sigue.

Fuera de todo control racional

-Hay una frase que dice la poeta Pitis, que “nadie aprende del miedo”. ¿Qué aprendiste sobre cómo narrar el miedo? ¿Qué estrategias fuiste utilizando para poder transmitir esa tensión y adrenalina que genera el miedo, especialmente en ciertos tramos de “La mujer de Atlántida”, con esas dos hermanas combatiendo el aburrimiento de una manera muy especial: metiéndose en las casas de la gente?

-El miedo es un estado que me fascina. Es casi hipnótico, hasta diría trascendental por más místico que suene, en el sentido de que te pone fuera de todo control racional. Estás con la piel viva, tan asustada que a veces hasta se suspenden tus prejuicios y lo único que querés es entender qué tan peligroso es el monstruo que estás mirando a los ojos. Hay algo de atención absoluta, de espera abierta. No importa si estoy leyendo o escribiendo, siempre avanzo buscando este espacio porque hay algo en mí que ahí se despabila y se enciende, es difícil de explicar. Pero para volver a tu pregunta de las estrategias, sé que si de verdad quiero marcarle al lector un momento en un texto, tengo que intentar ir hacia ese lugar. No se trata del miedo en sí mismo, quiero decir, sentir miedo porque sí, andar regocijándose de terror en terror, no sé si eso me interesaría tanto. Lo que busco es la atención que se abre cuando se entra en el espacio del miedo. Imaginate que querés contarle un secreto a un amigo, en la vorágine de las ocho de la mañana de la estación Retiro: ¿creés que tu amigo te prestaría atención? Ahora imaginate que, de pronto, todos los pasajeros, los guardas de seguridad, los boleteros, los vendedores, todos, desaparecen, salvo vos y tu amigo, y con un gesto le das a entender que ese alucinante silencio tiene que ver con lo que le estás por decir. ¿Te prestaría atención? Ese es el estado al que me refiero. Quizá ni siquiera sea algo tan grandilocuente, sino la simple sensación de que hay un otro dispuesto a apartarse un momento de sus propios pensamientos, y prestarte verdadera atención. No encuentro milagro más hermoso.

-Después de leer “El buen mal” queda una pregunta flotando en el aire: ¿Qué es lo normal? ¿Por qué seguimos aferrados a esa construcción de “normalidad”? Pareciera que tus cuentos estuvieran escritos para poner en entredicho ese vetusto concepto de “normalidad”, que en ciertos sentidos sigue funcionando.

-Claro que la etiqueta sigue funcionando, el concepto de normalidad es nuestra ficción más efectiva. La trampa dice que hay un punto intermedio entre vos y yo, un promedio aceptable que vendría a ser “lo normal”, pero la realidad es que lo único real somos vos y yo, con todo esto raro y único que somos.

-En el último cuento del libro aparece con mucha fuerza la violencia, el odio, el rencor del victimario. ¿Qué es lo que engendra ese tipo de violencia?

-Ese cuento me está dando una sorpresa que sigue creciendo, y es que ya van varios lectores que lo marcan como un cuento sobre la era mileísta, lo cual no estaba para nada en mis intenciones cuando lo escribí. Nunca se me hubiera ocurrido escribir algo específicamente en este sentido. Pero es claramente un cuento sobre la violencia de una invasión dentro de la propia casa. Alguien que, sin cruzar tan rápido la línea de lo ilegal, se mete a tu casa como si viniera a ayudarte, y una vez dentro se transforma en una amenaza en formas en las que antes no habíamos pensado. Para algunos lectores, la asociación con estos primeros años del nuevo gobierno argentino no debe ser azarosa.

"No creo en el odio como herramienta de gobierno"

-¿Cómo estás viviendo los ataques a distintas personalidades de la cultura argentina, como Lali Espósito, Cecilia Roth y María Becerra, por parte del presidente Javier Milei? ¿Por qué le molestan los artistas, las mujeres, las lesbianas, trans, los gays, todo el inmenso y diverso colectivo lgtbiq+?

-Me resulta incomprensible la manera en que Javier Milei piensa y se comunica, sobre todo porque, revisando tu lista, queda claro que directa o indirectamente, está atacando a más de la mitad de los cuarenta y siete millones de argentinos. Es decir, a los ciudadanos que debería proteger y representar. Pero en lugar de eso, alimenta el enfrentamiento, el desprecio y la persecución de quienes piensan distinto. Su obsesión con denigrar a artistas, escritores, mujeres y el colectivo LGTBIQ+ revela no solo intolerancia, sino también un intento peligroso de silenciar voces fundamentales para la cultura y la sociedad. Estoy en contra de cualquier política personalista y autoritaria. No creo en el odio como herramienta de gobierno ni en la censura, directa o indirecta, como forma de control. Y tampoco creo que ese tipo de discurso tenga futuro en un país donde la cultura ha sido, y seguirá siendo, un espacio de resistencia.