Mar del Plata cumplió el 10 de febrero pasado 151 años de su fundación. En los hechos, fue un decreto del gobierno bonaerense, quien en el verano de 1874 reconocía la existencia del territorio adquirido por el comerciante y estanciero Patricio Peralta Ramos. Recién una década más tarde llegarían los turistas gracias a la inauguración de la estación de tren, primer servicio en verano de 1886. Mientras que promediando el siglo XX la ciudad tornaría al perfil más popular que la define hoy. Su historia se puede leer al derecho. Pero también al revés: a través de todos los lugares que hicieron a su semblante y ya no existen más. Mar del Plata o Plata del Mar. La ciudad de las mil leyendas.

El Hotel Bristol y el Paseo General Paz, sus primeras dos construcciones colosales (lujo y coquetería para el segmento ABC1 del pre-peronismo) fueron sustituidas desde hace casi una centuria por la Rambla Casino, Plaza Colón y y los alrededores del final de la peatonal San Martín. Ese solo recorrido sintetiza un rasgo inmanente de la historia de Mar del Plata: la leyenda de urbe sobre el mar en el sur de los océanos que se fue escribiendo sobre sí misma. Ruina sobre ruinas: absolutamente nada queda de todo aquello que se ve en las primerísimas postales.

Decenas de lugares que hicieron a su identidad local en esa trama expansiva (como la que teje toda población en zona turística) ya no existen más. La Feliz, La Perla del Atlántico, fue avanzando por encima de sus restos. Haciendo de sí misma un gran cementerio de concreto. Desde el Estadio San Martín donde se estrenaron los torneos de verano y Diego Maradona hizo sus dos primeros goles en Primera. Hasta el Bristol, catedral del box que fue anfitrión del primer combate por un título argentino fuera de Buenos Aires.

Quizás sea cierto que existen tantas Mar del Plata como personas imaginándola. Pero hay un lugar que la sintetiza mejor que todos los demás: el puerto y sus alrededores. Desde los lobos marinos para la postal hasta los miles que hombrean en los barcos y dársenas. Desde la banquina para picar alguna fritanga hasta el astillero donde se reparan las embarcaciones. Y, entorno a eso, un barrio que se expande más allá del centro, aunque lo influye: cuando sopla el viento sudeste, desde allí sopla el característico olor a pescado que gusta a muchos y disgusta a otros tantos.

El puerto es un punto de encuentro muy poderoso entre la expansión de la Mar del Plata turística, que se arrima hasta allí (y se interrumpe para continuar de Punta Mogotes hacia el sur), y la industrial, sostenida por un populoso barrio pesquero. Magallanes, Elcano, Gaboto, 12 de Octubre: los nombres de sus calles principales huelen a agua salada. La zona del puerto marca el “acá” y el “allá” como ningún otro hito marplatense. Hasta ahí, se mece la Mar del Plata convencional con sus distintas costaneras. Luego aparece el barrio del puerto como transición, y recién después las playas rumbo a Mogotes, Chapadmalal y el viejo balneario El Marquesado, ya cerca de la frontera con el vecino partido de General Alvarado.

Mar del Plata, la única dizque metrópolis de la costa argentina, explotó gracias a todo lo que pudo sacarle al mar. Desde el turismo hasta la pesca. Y derivados. Ni Puerto Madryn, ni Comodoro Rivadavia, mucho menos Bahía Blanca. Como apéndice del eje playa-puerto, luego se sumó una industria menor a esas dos, aunque en su tiempo relevante: la del pulóver. Y la primera por la que la ciudad fue consagrada “capital de” (la segunda: el surf). Curiosamente —o no—, el eje de los locales de pulóveres en la capital de tales es sobre la otra avenida que conecta lo céntrico con lo portuario más allá de las costaneras: la Juan B. Justo.

El barrio del puerto, como toda Mar del Plata, se erige también sobre el cemento de hoy, de ayer y de antes de ayer. La Juan B. Justo, justo, puede dar fe de ello: desde Ferimar (la primera “saladita” masiva en el interior del país) hasta el Superdomo donde se intercalaban Soda Stéreo y Los Redondos, además de memorables faenas del basquet argentino en la víspera de la Generación Dorada. También la Manzana de los Circos. Y, a pocas cuadras de allí, la insólita cancha abandonada de Aldosivi en medio de una cantera. El Tiburón, insignia del puerto, tensa con Alvarado, del barrio Matadero, también con su estadio extinto: el San Martín de Avenida Champagnat.

El que aún sobrevive en el puerto pese a los avances de Mar del Plata y de Plata del Mar es el Jesús que no es Jesús: una estructura de 30 metros al final de la Escollera donde muchos van verano a verano a rezarle, agradecerle o, simplemente, observarlo como tal. Muchos turistas suelen creer que se trata de un Cristo Redentor de brazos abiertos, como el de Río de Janeiro pero más a mano. Los locales, especialmente los trabajadores del mar, lo conocen mejor: es en verdad San Salvador, patrono de los pescadores.