La insistencia del paisaje del sertao en la literatura brasileña bien podría compararse a la centralidad que, en nuestras letras, tiene la pampa, también llamada a lo largo de todo el siglo XIX y hasta la actualidad el “desierto”. El sertao cumple casi esa misma función, con sus matices: no necesariamente es una planicie que se extiende hasta donde alcanza la vista, pero sí es una región desprovista, estrictamente, semiárida, calurosa, que ocupa gran parte del nordeste de Brasil. Recorrer los caminos nordestinos, yendo del centro, Minas Gerais, a Bahia, por ejemplo, inclusive hoy, es la prueba más determinante de su inmensidad, de su carácter magnético, de la sensación de que detrás de esos pueblos separados por kilómetros, rodeados y atravesados por la nada, miles de historias de padecimiento, hambre y derrotada épica han de encontrarse. Y es que nadie puede ser héroe teniendo que pasar por ese calor, con esa sed que se impone de solo ver el cielo abandonarse a la tierra caliente: ninguno de los cinco personajes del clásico de Graciliano Ramos, Vidas secas, aparecido por primera vez en 1938 y circulando ahora en nuestras librerías (edición española de Las Afueras con prólogo de Mariana Travacio y epílogo de Antonio Jiménez Morato; hay también una reciente edición argentina de Mil Botellas), logra algo concreto o hace algo que dignifique su humanidad. Que es el rol de lo heroico desde la Antigüedad, claro: mostrar con el valiente protagonista las posibilidades de lo humano. Ni Fabiano, ni señora Vitória, ni sus dos hijos, ni la perra Baleia (Ballena) se humanizan en esta historia. Muestran, mejor, el límite mismo de lo vivo en un lugar y un momento en donde apenas se puede vivir. Son cosas que respiran, comen si tienen suerte, beben si hay algo de agua, cuya única épica es lo más sencillo, lo más difícil de todo: sobrevivir.

 

La familia del libro arranca llegando a un lugar en donde existe la chance de cuidar un campo y lo abandona en la última entrada, mostrando el carácter cíclico de la vida y trabajo de los habitantes del sertao o sertón: en el medio, el lector comienza a conocer a los personajes, sus sueños frustrados, la violencia de la que forman parte y también propagan, las injusticias que hacen al corazón de sus ingresos y la represión injustificada de la policía, los “soldados de amarillo” de la novela. Cada capítulo parte de un personaje o una escena, y el contraste entre lo que desean o creen y la realidad evita el sentimentalismo para mostrar, con una prosa tan seca como estas vidas, qué pasa con estas criaturas sueltas en la nada y tan llenas de silencio. El narrador en tercera persona subraya siempre que puede que ni Fabiano ni los niños ni su mujer logran poner en palabras lo que sienten o les pasa. Apenas gruñen.

La novela es tanto una historia concisa como una recolección de cuentos con personajes recurrentes: por un lado, puede leerse de corrido, pero cada capítulo, por su brevedad, puede leerse por separado sin necesariamente “relacionarlo” con cualquier otro. Ramos hace así algo de difícil factura: cada capítulo funciona en secuencia o separado, contando en cada uno de ellos lo necesario para entender toda la historia. Como todo, el logro responde a una necesidad: luego de pasar casi un año en prisión durante la presidencia de Getúlio Vargas en 1936, sin ninguna causa firme y solamente encerrado por su adscripción al comunismo, Graciliano arranca el año 1937 de vuelta en la calle, sin nada y con pocas chances de conseguir algún ingreso que le permita ganar el pan. Silviano Santiago, en la novela-ensayo-diario En libertad, de 1981, reconstruye ese momento para oponerlo a las Memorias de la cárcel escritas por el propio Ramos: en un tono que cruza literatura y estudio literario, Santiago imagina cómo habrán sido las crónicas imposibles de un Graciliano Ramos que ahora tocaba fondo de verdad. Que sólo tenía su cuerpo al salir, como los personajes de Vidas secas, y que por eso insiste una y otra vez: “No siento mi cuerpo. No quiero sentirlo por ahora”.

De la necesidad se hizo virtud, entonces: lo único que alcanza a hacer Ramos en ese enero de 1937 es recordar la oferta de un amigo y traductor argentino, Benjamín de Garay, que le sugirió, inclusive antes de entrar a prisión, que probara escribiendo cuentos para después recopilarlos en un libro. Que así, de alguna manera, no tenía que esperar a que salga el volumen completo para ir ganando algo de dinero. “Garay le pide que envíe textos con color regional y llenos de pintoresquismos, así quizás pueda colocarlos en la redacción de La Prensa, anota Antonio Jiménez Morato en el epílogo de esta edición, “Historia pública de una novela”. Ramos comienza a escribir estos cuentos urgido por la necesidad, pensando en esta forma tan distintiva que también conecta su trabajo con la literatura popular, desde los sueltos hasta los pulp que en ese momento circulaban con fuerza en USA: historias que podían leerse en apenas un momento, con un estilo que iba al hueso, que evitaba toda floritura. El primero, “Baleia”, dedicado a la perra, cuenta el momento más terrible de toda la historia: la difícil decisión de matar al quinto personaje de ese grupo de “vivientes”, enfermo, quien en el primer capítulo-cuento había capturado para su familia, de la que formaba parte desde que nació, un cuy para comer la noche en que llegaron al rancho abandonado. Y es que Vidas secas no es pintoresquismo: el sertao está, desnudo, como un entorno del que no se puede salir entero, como si fuese el infierno por el que uno de los niños pregunta en algún momento del libro. La perra, sacrificada, es una mancha para Fabiano y los demás. Así como el loro de señora Vitória que se menciona ya comido en “Mudanza”, en uno de esos momentos de hambre extrema, dejando así una jaula que parece recriminar a los personajes por querer llegar al próximo día. No es regionalismo lo que escribe Ramos: es, como en México lo hizo Rulfo, como en Perú lo hizo Vallejo, otro escritor encarcelado; lo que hizo Ramos es escribir desde la pobreza. Lejos de toda (amable, pintoresca, regionalista) representación.

 

NADIE SALE VIVO DE AQUÍ

Graciliano Ramos es un escritor que funciona como pivote entre la Generación del 22, la del modernismo brasileño, cuya búsqueda estética queda plasmada en Macunaíma (1928) de Mario de Andrade, y la aparición de esa novela total que fue y sigue siendo Grande sertao: veredas (1956) de João Guimarães Rosa. Antes de llegar a Vidas secas, Ramos había publicado tres libros: Caétes (1933), Sao Bernardo (1934) y Angústia (1936), el cual apareció en el período que pasa en la cárcel y cuya edición fue atropellada, terminada por amigos y con la insatisfacción por parte del autor de no haberla podido corregir más. Ramos venía de la política y se había volcado a la literatura, el periodismo y la enseñanza de forma un poco casual, a fuerza de estilo, nunca mejor dicho: sus informes como empleado público, como prefecto en Palmeira dos Índios, en el estado de Alagoas, llaman la atención de colegas escritores, como Augusto Frederico Schmidt, que lo impulsan a escribir literatura. Había algo en esos textos que escapaba a la prosa burocrática.

El autor de Vidas secas parece fruto de su obra: en cada momento de su biografía, uno se topa con la desgracia y con un anhelo de igual fuerza por seguir adelante. Hijo mayor de una familia numerosa, Graciliano pierde tres hermanos y un sobrino víctimas de una plaga de peste bubónica. En 1915 se casa con su primera mujer, con la cual tiene cuatro hijos, pero que fallece a los cinco años de las nupcias. Ingresa a trabajar para el Estado, pero renuncia para concentrarse en su profesión de escritor, la cual se ve súbitamente asaltada por los diez meses y diez días que pasa en prisión luego de la Intentona Comunista a finales de 1935. Acusado por su militancia (que él siempre reconoció más cerca del escritorio que del fusil), pasa casi todo 1936 preso, y es allí en donde escribe las Memorias de la cárcel que aparecerían póstumas por muy poco, en el mismo año de su muerte a causa de un cáncer de pulmón, en 1953. Es casi inmediato relacionar la crítica a las fuerzas de seguridad de Memorias… con lo que pasa en Vidas secas, crítica concentrada en el “soldado amarillo” de la novela, quien encarcela y tortura a Fabiano sin ninguna causa. Memorias de la cárcel es un testimonio tan duro de la represión ilegal que su huella puede encontrarse luego en En libertad, de Santiago, en la adaptación al cine homónima de 1984 o hasta en el retrato de la cárcel y tortura en el filme nominado al Oscar Ainda estou aqui (2024), en donde la historia de mitad de la década del 30 parece repetirse en la dictadura de los 60-70.

Graciliano Ramos conoció, en su momento, a un joven médico que estaba ingresando en el mundo de la escritura con sus primeros textos presentados a concursos. Vota en contra de uno de sus manuscritos en un certamen y tiene la dicha de encontrarse luego con él, en 1944, antes de que aparezca el primer libro del joven, para decirle qué le había gustado y qué no de su texto. El joven escritor acepta todo, las recomendaciones, las observaciones, y publica en 1946 Sagarana, muchos dicen, su primer gran libro. Ramos considera que le gustaría leer la novela que ese muchacho podría llegar a publicar. Tres años después de su muerte, João Guimaraes Rosa publicaría Grande sertão: veredas, novela que reinterpreta ese mismo paisaje en la obra cúlmine de la literatura brasileña del siglo XX, un monólogo de Riobaldo, un ex jagunço (figura cercana al malevo tipo Juan Moreira), que habla todo lo que no hablan los personajes de Vidas secas, usando términos de aquí y de allá de Brasil, como si fuese un Macunaíma puesto en discurso, hasta el punto de que intercala formas dialógicas de las más diversas con neologismos y una sintaxis más cercana a la poesía que a la prosa. Y es que la primera palabra de Riobaldo, ese primer neologismo fundante de la novela, sintetiza lo que la ascética prosa de Ramos dice sin decir todo el tiempo en las páginas de Vidas secas: el sertao no es otra cosa que una “nonada” inevitable.

> Fragmentos  de diferentes cuentos de Vidas secas

BESTIAS

En la enrojecida llanura los árboles juás extendían dos manchas verdes. Los desdichados habían caminado el día entero, estaban cansados y hambrientos. Lo habitual era que agauntasen un poco, pero como habían descansado mucho en la arena del río seco, habían avanzado sus más de tres buenas leguas de viaje. Desde hacía horas buscaban una sombra. El follaje de los juás apareció a lo lejos, a través de los arbustos desnudos de la catinga pelada.

Se arrastraron hacia allí, lentos, señora Vitória con el hijo menor arrebujado en los riñones y el baúl de cartón sobre la cabeza; Fabiano sombrío, tambaleante, la alforja en bandolera, la jícara colgada de una correa sujeta al cinturón, el trabuco de chispa al hombro. El niño mayor y la perra Baleia iban detrás.

Los juás se acercaban, retrocedían, desaparecían. El niño mayor se puso a llorar, se sentó en el suelo.

-Vamos, maldito condenado- le gritó el padre.

Como no le hizo caso lo golpeó con la vaina de la faca de ponta. Pero el pequeño pataleó asustado, luego se calmó, se tumbó, cerró los ojos. Fabiano le dio unos cuantos golpes más y esperó a que se levantara. Al ver que no lo hacía, miró alrededor, enfadado, maldiciendo por lo bajo.

La catinga se extendía, de un rojo indeciso salpicado por las manchas blancas que eran huesos. El vuelo negro de los buitres trazaba círculos en lo alto alrededor de los animales moribundos.

-Camina, excomulgado.

El mocoso no se movió, y Fabiano quiso matarlo. Tenía el corazón hinchado, quería responsabilizar a alguien de su desgracia. La sequía le parecía un hecho necesario, y la obstinación del niño le irritaba. Desde luego aquel pequeño obstáculo no tenía la culpa, pero dificultaba la marcha, y el vaquero necesitaba llegar, no sabía a dónde.

Habían abandonado los senderos, llenos de espinas y guijarros, hacía horas que caminaban sobre la orilla del río, el barro seco y agrietado que les escaldaba los pies.

Por la mente atribulada del sertanejo pasó la idea de abandonar al hijo en aquel páramo. Pensó en los buitres, en los huesos, se rascó la barba roja y sucia, sin terminar de decidirse, miró en derredor suyo. Señora Vitória señaló vagamente en una dirección apuntando con la barbilla y dio a entender con unos sonidos guturales que estaban cerca. Fabiano guardó la faca en su vaina, la ató al cinturón, se agachó, cogió al chico por la muñeca, que se encogía, con las rodillas contra el estómago, frío como un muerto. Entonces la rabia desapareció y Fabiano sintió pena. Era imposible abandonar al angelito a las bestias del monte. Entregó el trabuco a señora Vitória, se colocó el hijo al cuello, se levantó, agarró los bracitos que caían sobre el pecho, flojos, delgados como palillos. Señora Vitória aprobó el arreglo, emitió una vez más esa interjección gutural, señaló hacia los invisibles juás.

Y el viaje continuó, más lento, más penoso, en completo silencio.

Fragmento de “Mudanza”, manuscrito fechado el 16 de julio de 1937.

APENAS UN CAMPESINO

Fabiano marchó desorientado, entró en la cárcel, escuchó sin entender una acusación espantosa y no se defendió.

-Pues está claro -dijo el cabo-. Desvístase, paisano.

Fabiano cayó de rodillas, repetidas veces una hoja de machete le golpeó en el pecho, otra en la espalda.

Entonces se abrió una puerta, le dieron un empujón con el que lo arrojaron a las tinieblas del calabozo. La llave tintineó en la cerradura, y Fabiano se levantó aturdido, se tambaleó, se sentó en un rincón, gruñendo.

-¡Hum! ¡Hum!

¿Por qué habían hecho eso? Eso era lo que no alcanzaba entender. Persona de buena conducta, sí señor, nunca lo habían detenido. De repente, un escándalo sin motivo. Estaba tan alterado que ni siquiera podía creer que hubiese sucedido esta desgracia. Todos se le habían echado encima, de sopetón, como unos condenados. No había tenido forma de ofrecer resistencia.

-Bueno, bueno.

Se pasó las manos por la espalda y el pecho, estaba molido, los ojos azules le brillaban como ojos de gato. Le habían golpeado y encerrado de veras. Pero era un caso tan extraño que unos instantes después sacudió la cabeza, dudando, a pesar de las magulladuras.

Vaya, el soldado amarillo… Sí, había uno de amarillo, una criatura desgraciada a la que él, Fabiano, habría descompuesto de un guantazo. No había acabado con él por culpa de los hombres que mandaban. Escupió con desprecio:

-Cabrón, cerdo, mierda de persona.

Y, por más que se obligase, no se convencía de que el soldado de amarillo representara el gobierno. El gobierno, distante y perfecto, no podía equivocarse. El soldado amarillo estaba ahí mismo, al otro lado de la reja, era débil y malvado, apostaba con los campesinos y luego se burlaba de ellos. El gobierno no debería consentir tales bajezas.

Y a fin de cuentas, ¿para qué servían los soldados amarillos? Dio una patada a la pared, gritó con rabia. ¿Para qué servían los soldados amarillos? Los demás pasos se resolvieron, el carcelero se acercó a la reja, y Fabiano se calmó:

-Bueno, bueno. No pasa nada, tranquilo.

Pasaban muchas cosas. No podía explicarlas, pero pasaban. Que le preguntasen a señor Tomás del molino, que leía libros y sabía por dónde soplaba el viento. Señor Tomás del molino podría contar aquella historia. Él, Fabiano, un bruto, no iba a contar nada. Solo quería volver junto a señora Vitória, acostarse en la cama de varas. ¿Por qué intimidaban a un hombre que solo quería descansar? Que les buscaran las vueltas a otros.

-¡No!

Todo estaba mal.

Fragmento de “Cárcel”, manuscrito fechado el 21 de junio de 1937

HABRÁ QUE MATAR LOS PERROS

La perra Baleia estaba a punto de morir. Había adelgazado, el pelo se le había caído por varios sitios, le sobresalían las costillas sobre la piel rosácea, donde supuraban y sangraban manchas oscuras, cubiertas de moscas. Las llagas de la boca y la hinchazón de los labios le dificultaban comer y beber.

Por eso Fabiano había imaginado que padecía un inicio de hidrofobia y le había atado al cuello un rosario de mazorcas quemadas. Pero Baleia, siempre de mal en peor, se frotaba contra las estacas del corral o se metía entre los matorrales, impaciente, espantaba a los mosquitos sacudiendo las orejas marchitas, agitando la cola peluda y corta, gruesa en la base, llena de rizos, parecida a la cola de una serpiente de cascabel.

Entonces, Fabiano decidió sacrificarla. Buscó el trabuco de chispa, lo vació, limpió el cañón con el cepillo y se puso a cargarla bien para que la perra no sufriera mucho.

Señora Vitória se encerró en el cuartito, arrastrando consigo a los asustados niños, que adivinaban la fatalidad y no se cansaban de repetir la misma pregunta:

-¿Va a encargarse de Baleia?

Habían visto el plomo y la pólvora, los gestos de Fabiano los angustiaban, les hacían sospechar que Baleia corría peligro.

Era un miembro más de la familia: los tres jugaban juntos, en realidad no había diferencias, se revolcaban en la arena del río y en el esponjoso estiércol que este arrastraba y que amenazaba incluso con anegar el redil de las cabras.

Querían mover la tarabilla para abrir la puerta, pero señora Vitória los llevó al lecho de varas, los tumbó e intentó taparles las orejas: sujetó la cabeza del mayor entre los muslos y puso las manos sobre las orejas del segundo. Al ver que los pequeños se resistían, agarró con más fuerza y trató de someterlos, resoplando enérgica.

También a ella le apesadumbraba, pero se resignaba: la decisión de Fabiano era necesaria y justa, por supuesto. Pobre Baleia.

Los niños empezaron a gritar y dar puntapiés. Y como señora Vitória había relajado los músculos, se le escapó el más crecido y dejó escapar una maldición:

–Trasto del demonio.

En su lucha por volver a sujetar al hijo rebelde, se enojó de verdad. Sinvergüenza. Lanzó un coscorrón al cráneo envuelto de la manta roja y la falda estampada.

Poco a poco, el enfado disminuyó, y señora Vitória, acunando a los niños, comenzó a sentir asco por la perra enferma, chasqueó la lengua y comenzó a insultarla. Animal repugnante, lleno de espumarajos. No era conveniente dejar una perra rabiosa suelta en casa. Pero comprendió que estaba siendo demasiado severa, pensó que sería difícil que Baleia se volviera agresiva, y lamentó que el marido no hubiera esperado un día más para ver si era realmente necesario sacrificarla.

 

Fragmento de “Baleia”, manuscrito fechado el 4 de mayo de 1937.