"Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo". La frase es del filósofo Frédric Jamenson, considerado el padre de la posmodernidad, y fue retomada en múltiples oportunidades. Justo antes de la pandemia, a las puertas del giro tecnológico autoritario que viven varias sociedades, lo retomó su par británico Mark Fisher.
En su libro "Realismo capitalista", se vale de ella para sintetizar la creciente capacidad de este patrón de acumulación, ahora a través de los smartphones, de meterse en la conciencia y la subjetividad de las personas y moldearlas a voluntad.
Si nos cuesta imaginar el fin, ni siquiera del capitalismo, sino de esta economía de la atención, que vende muchas veces puro humo e ilusiones, no es sólo por falta de imaginación sino probablemente por exceso de experiencia.
Internet, la wold wide web, de allí las tres W al inicio de cada dominio, "red alrededor del mundo" en su traducción al castellano, fue primero soñada, luego creada y finalmente gestionada, en sus lejanos orígenes a principios de los noventa, como un espacio de libertad académica, de creación e investigación en comunidad a través de la conexión, que hasta entonces no existía, capaz de borrar distancias y fronteras.
De a poco, fueron surgiendo allí u ocupando posiciones las primeras corporaciones, modificando su arquitectura descentralizada, corrigiendo algoritmos, en un proceso de ensayo y error cada vez más acelerado.
Una vez más, hay que darle el crédito a Pedro Saborido. Allá por 2007 o 2008, mucho antes de que se acuñara el acrónimo GAFAN, el programa "Peter Capusotto y sus videos" alumbró a "Quique y Horacio, los dueños de la internet". Eran dos muchachos del conurbano que, desde la trastienda de un negocio, manipulaban la opinión pública global y hacían negocios multimillonarios.
Hoy, casi dos décadas más tarde, todos sabemos que Quique y Horacio se llaman en realidad Google, Apple, Facebook (ahora Meta), Amazon y Netflix, y que hay otras similares que protegen todavía su identidad. Las criptomonedas, de las que intentamos hacer un curso acelerado desde hace ya casi quince días, siguieron exactamente la misma trayectoria que la propia internet.
Originalmente pensadas como una herramienta autogestiva, descentralizada, con aspiraciones liberales o libertarias, en teoría a salvo de la injerencia y los manejos de los bancos centrales (esa manía de desconfiar del estado), termina convirtiéndose exactamante en lo opuesto, un universo hiperespeculativo, en muchos casos al servicio de la economía ilegal (el negro es sólo un color), que es la que suele pagar mejores dividendos.
Algo de todo esto pudo palparse el martes pasado en el Anexo A de la Cámara de Diputados de la nación. Allí, convocados por el presidente de la comisión de Comunicaciones e Informática, el cordobés Pablo Carro (UxP), expusieron con paciencia pedagógica y estratégica los principales expertos del sector.
Un dato relevante es que la preocupación por la estafa de $Libra que todos coincidieron en calificar como inédita por involucrar a un presidente en funciones, como por comprender los "fundamentals" de ese universo, atraviesa a todas las fuerzas políticas, con la única excepción de LLA.
Para explicar la gravedad del suceso, mejor apelar a una analogía. Los periodistas detectamos rápidamente cuando una nota no tiene una sola fuente en on, cuando un párrafo es copiado y pegado, porque su tono no es el del resto de la nota, y otras señales que nos invitan a desconfiar del pescado podrido.
Eso es exactamente lo que manifestaron respecto de $Libra los expertos consultados: Santiago Siri, presidente de The Democracy OS Foundation, Emilce Garzón, periodista especializada en cultura digital, Guido Zatloukal, presidente de la Fundación Blockchain Argentina, Maximiliano Firtman, programador, docente y periodista especializado en inteligencia artificial y sistemas Ponzi, Laureano Bielsa, abogado especializado en finanzas, relaciones internacionales y criptoactivos, Fernando Molina, ingeniero especializado en sistemas, management y analytics y Mariano Biocca, director ejecutivo de la Cámara Argentina de Fintech.
Tras escucharlos, queda definitivamente sepultada la disyuntiva entre ladrones y estúpidos, porque esas dos categorías no son excluyentes. Luego, los legos en la materia comenzamos a dimensionar el nivel de audacia o descaro para despojar a pequeños inversores, muchos de ellos votantes de LLA además, de sus ahorros.
Ocurre que la desconfianza, como el miedo, no es sonsa. Atrás quedó la cándida idea de una moneda cuyo valor es regulado por la comunidad y cuyas transacciones se hacen a la vista de todos.
Si bien ese era el espíritu original con que Satoshi Nakamoto escribió los protocolos con los que después se desarrolló Bitcoin, hace casi diecisiete años, hubo, como ocurrió con la propia web, un espíritu más fuerte y no tan bien intencionado. En el capitalismo financiero tecnológico, que algunos llaman tecnofeudalismo, hay una regla invariable: el pez grande se come al pez chico.
Dos grandes empresas controlan ya el cinco por ciento de las tenencias y van camino a convertirse en el banco central de hecho de bitcoin. Una es Blackrock, a cuyo CEO, Larry Fink, Milei ofendió con su discurso homofóbico en Davos. La otra es Microstrategy, un gigante del manejo de datos.
El afán de lucro y especulación se extiende tanto o más rápido que el coronavirus, y su vacuna no aparece todavía. Entonces, no es tan inverosimil que, como en un capítulo de Black Mirror o de Years and Years (cada tanto conviene volver a esa joyita de anticipación de la BBC), que un presidente se involucre en una estafa y deje los dedos pegados por todos lados.
Allá en los lejanos noventa, cuando Sociales de la UBA aún funcionaba en la calle Marcelo T de Alver, un docente anónimo se atrevió a corregir a Lenin. "La fase superior del capitalismo no es el imperialismo, es la mafia". Es hora de resignificar sus palabras.