Piero, El Bello ostentaba su belleza por el mundo con un desparpajo descomunal. Caían a su paso las doncellas, embelesadas con su fragancia, con su porte varonil de mancebo en celo, se arrojaban a sus pies desmayadas de pasión por su simple presencia, como si fuera él un ente del otro mundo, de algún mundo divino en donde existían seres magníficos que se jactaban de no poseer ninguna de las imperfecciones de la Humanidad…
Sus ojos marítimos escudriñaban algo siempre, mucho más allá del horizonte, lejos, lejos, en donde nadie nunca pudiera llegar a imaginar qué es lo que había.
Nunca estaba conforme con lo que hacía o tenía. Siempre le faltaba algo más.
De todas las doncellas que se desmayaban a su paso, tanto por su belleza impresionante, como por su galantería, no le interesaba ninguna.
Tampoco le interesaba ninguno de los muchachos que lo rodeaban, quizás para ver si en el tumulto de mujeres ellos también agarraban algo, algo que Piero descartara, quizás para ver si en una de ésas, harto de tantas mujeres, le empezaba a dar pelota a los muchachos.
Pero Piero no le daba pelota a nadie, ni a los chicos ni a las chicas.
¿Sería zoofílico, che?
Piero estaba más allá de todas y de todos.
Parecía, realmente, un ente del otro mundo.
¿De cuál mundo?
No se sabía.
No estábamos muy seguros.
En la fauna variopinta del pueblo su figura colosal hacía desastres. Hubo varios suicidados y suicidadas que dejaban como última despedida una larga carta de amor en su nombre.
Pero él no amaba a nadie, a nadie.
Tan sólo se amaba a sí mismo.
O no.
No lo sabíamos en realidad.
No tenía ese egocentrismo impune que tienen tantos, ni ese narcisismo acérrimo con el que muchos parecen haber nacido.
Piero El Bello se paseaba por el mundo con una osadía descomunal porque, hablando muy en criollo, todo le chupaba un huevo…
Él siempre estuvo más allá del bien y del mal, más allá de las pasiones humanas, más allá de cualquier adjetivo calificativo usual que se pudiera adjudicar a cualquier persona.
No parecía pertenecer a este mundo.
Tampoco sabíamos si en realidad pertenecía a algún otro, como a veces sabe rumorearse sobre otros entes existentes por doquier: gnomos, brujas, duendes, hadas, magos, ogros, elfos y algún que otro orco que nunca falta…
No parecía tampoco pertenecer a algún reino sobrenatural de ésos que abundan por ahí.
Más bien parecía muy terrestre, casi tan humano como cualquiera de nosotros mismos, tenía las mismas necesidades, se enojaba a veces, mucho, quizá con razón quizá sin ella, pero tenía un carácter de la puta madre.
Un lenguaje soez como de camionero que no le hacía ninguna bulla ni a su ostentada belleza magnífica ni a su galantería gallarda de mancebo en celo.
Todo junto en él era una maravilla.
Caían desmayados a su paso todos: las mujeres y los hombres, las chicas y los muchachos, los viejos y las viejas, las señoras y señores de edad madura también.
Todo en él sorprendía, desde la mañana hasta la noche.
Todos los días nos sorprendía.
Siempre tenía algún chascarrillo jocoso que te obligaba a la risa.
Además de su belleza impresionante no parecía tener ningún otro don.
No tenía un cerebro muy amplio.
Sus muy pocas luces a veces se oscurecían de pronto, con alguna que otra pregunta o discusión medianamente erudita.
No era necesario que fuera tan erudita la conversación, vos te dabas cuenta porque él se quedaba inmediatamente callado y ya no tenía nada más para decir.
De todos modos, para hablar no lo quería nadie, ni los chicos ni las chicas.
Lo querían para otra cosa.
Pero, como dije antes, él no le daba pelota a nadie ni a nada.
Sus grandes ojos marítimos escudriñaban al fondo del horizonte buscando incansablemente ver algo que ya nadie lograba ver.
Sus grandes ojos marítimos descansaban siempre en un punto indescifrable del infinito buscando siempre algo más, algo que estaba más allá de todo y de todos, algo que nadie lograba llegar a ver ni tampoco a imaginar.
Era en la búsqueda eterna de ese algo indescifrable que sabía ocultarse más allá del horizonte infinito de pampa líquida, era en esa búsqueda eterna en donde él era feliz, sin darle pelota a nadie, sin buscar ninguna otra cosa que ese punto indescifrable en el horizonte inmenso de la laguna, remando siempre, solo como loco malo, en el centro de la cuenca buscando ese punto de paz, ese punto de paz inmensa a la que tan sólo él tenía acceso, en ese lugar, en ese tiempo…