Donald Trump compartió un video hecho con inteligencia artificial donde se lo ve disfrutando unas vacaciones en un resort al estilo Dubái con Benjamin Netanyahu, mientras Elon Musk arroja dólares por el aire y saborea platos gourmet... en una Franja de Gaza reconvertida para el turismo y vaciada de gazatíes. Basta recordar las imágenes de ese pueblo arrasado por bombas que mataron miles y miles de criaturas, y adultos y adultas, para convenir que la humanidad está atravesando los límites que distinguen a lo que conocemos como civilización, de la lisa y llana barbarie. Trump propone expulsar a los palestinos gazatíes para construir una “Costa Azul” en la ribera sur del Mediterráneo. Esto es: la destrucción de una nación en favor del solaz divertimento de los poderosos.

Mirar ese video genera un estupor tan enorme que la garganta se hace nudo en las puertas de la palabra. Uno se pregunta: “¿Qué somos?”. “¿Cuál es el estatuto de la persona humana sobre esta tierra?”. Se agolpan pensamientos, nombres, referencias universales: la Carta de la ONU, los Derechos Humanos, Auschwitz, la Unesco, la ex Esma, los múltiples genocidios que atraviesan la historia universal.

El odio es un dato originario en la criatura humana. Por eso hay diques --dice Freud--para contener ese irracional impulso agresivo: la moral, la vergüenza, el asco, la compasión. Pero ¿hasta cuándo tales barreras seguirán siendo una chance de poner algún límite al desvarío asesino? ¿Qué destino le espera a nuestra descendencia si el sentido común queda cooptado por esta desquiciada empresa antihumana? Porque estamos hablando de la propuesta de un presidente elegido de manera democrática en la primera potencia del planeta y a la que la mayoría de las naciones de Occidente obedece de manera casi automática.

Las imágenes muestran al mandamás malbailando con una odalisca muy sensual en la misma tierra hoy regada de sangre que albergaba corazones, sueños, caricias, trabajo, abrazos, una cultura, una lengua. Se ve una estatua de oro con la figura del magnate enclavada donde antes había escuelas, hospitales, hogares, bibliotecas. Esto significa: destrucción, aniquilación, exterminio. Y gozar de ello. Eso es el video: gozar del exterminio. Algo así como la actual definición de la crueldad.

Buscar refugio en las palabras suele proveer cierto cauce a la desazón y al atropello. Para dar un cauce a la indignación mediante la palabra, uno busca libros y textos que testimonien que un cuerpo hablante no solo alberga impulsos primarios de satisfacción como los animales en la selva. O como el bebé antes de incorporar la cultura con sus prohibiciones.

Julieta Calmels --subsecretaria de Salud Mental en la provincia de Buenos Aires-- dice en el reciente libro El Goce de la crueldad (Ediciones Continente) que “la consideración del otro no como semejante, sino objeto, cosa, (...) vacía el rol de exterioridad, terceridad que organiza el 'entre todos', lo que en una jerga más propia del psicoanálisis llamamos lugar simbólico de la ley”. A esto nos estamos enfrentando: el exterminio del 'entre todos', la destrucción de la ley que funda la civilización.

Se está derrumbando esa norma que nos obliga a ceder cierta porción de nuestros antojos para así, estar en condiciones de gozar de los indispensables beneficios de la vida en común. Aquí es donde encontramos la insensata deriva que mal orienta a estas personas milmillonarias seguidas por millones de personas nada millonarias. La abolición de la ley es un sinsalida para todo ser hablante. Al comentar un pasaje de Los Hermanos Karamazov de Dostoievski, Lacan recuerda la ingenua suposición según la cual “si Dios no existe, entonces todo está permitido”. Para ese psicoanalista que nos enseñó a leer a Freud, se trata de lo contrario. Dice Lacan: “bien sabemos los analistas que si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”[1]. Es decir: la eliminación de la Ley --la instancia simbólica del Padre y de la Patria-- conduce a un monstruoso sin salida. Es el mismo encierro que nos reduce a la mera condición de objetos o cosas. Por más resorts, rascacielos, playas, countries y lugares exclusivos que construyan en base a la exclusión, ese hombre el rico, hétero y blanco --un sujeto nazifascista-- necesitará descargar el odio de sí sobre algún enemigo a inventar. En última instancia, ese enemigo a exterminar no habita en otro lado más que en nosotros mismos. Borges parece tomar la misma perspectiva cuando en su estremecedor cuento Deutches Requiem hace decir al verdugo: “Ante mis ojos no era un hombre, ni siquiera un judío: se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable”. De esta manera, un pueblo puede ser el espejo de la zona más detestada en el alma de un sádico gobernante.

Solo la política --ese arte de reunir voluntades en pos de un objetivo amoroso común-- podrá revertir la ominosa pendiente por la que la humanidad parece estar derrapando.

 

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.