La música no te deja pensar y el baile marea los pensamientos. Solo hay que dejarse llevar por el movimiento; abandonar la melancolía. Viene luego la caminata en una calle oscura; ellas delante, de tacos y entrando al bar de la esquina donde canta tangos un tipo rubio, muy apuesto, levemente calvo que luego se torna en chica mientras toma a una de ellas por la cintura y alguien le pide un tema de Depeche Mode que la ahora mujer canta suave como si lo conociera desde siempre. Arriba una luna de neón a la que le falta un pedazo cuelga junto a una publicidad en chapa de naranjada. Hace frío. No hay nada más que despertar para entender que la vida es un telón puesto delante de todo lo que uno sueña y se lamenta y se vuelve a lamentar que todo sea así, pero solo hasta que caemos de nuevo a la Tierra y nos conformamos rápidamente, porque ese otro mundo está lejos y lo olvidamos al nacer. Vamos a mear y nos miramos al espejo y ya casi, casi en segundos algo nos hace olvidar lo que estuvimos soñando; en el mundo donde estuvimos sumergidos y éramos tan felices y raros que todo era más amable y olía bien el lugar, las ropas, la noche entera que tenía un cielo negro sin acechanza alguna. 

La figura de mi padre me arranca de un tirón de todo aquello. Entra apurado, manchado de aceite y se aparece justo en el momento culminante de mi hipnosis. Me extirpa del mundo abisal con su torpeza y su pregunta que hace sin esperar respuesta sobre no sé qué música estuvo sonando toda la noche en mi pieza y yo que parecía como muerto sin despertar.

–Te estás drogando de nuevo -me asegura con su cara de zorro mirando para otro lado-. Estás como esos cuices que uno ilumina con la chata y se meten en el medio de las vizcachas o las liebres como si las protegieran.

Cuando intento entender qué es lo que me está diciendo ya ha desaparecido, dejando detrás como un Belcebú criollo, un intenso olor a azufre y a lubricante de máquinas. Lo que había estado sonando toda la noche era Depeche Mode, pero yo no sabía que era Depeche Mode. Ni quienes eran Alba y Jorgela de quienes aún recordaba sus nombres y que se habían esfumado cuando abrí los ojos. 

Un café recién hecho y a la estación de nafta, a despachar y no pensar en nada. Un autómata entre coches y algún cliente que te habla de algo sin importancia y uno asiente mientras que con la varillita mide cuánto falta para que ese motor del coche estallase, reseco en alguna calle de pobres entre pobres. Yo era inmutable con clientes y no clientes. Supuse que algo me había rozado y ocupaba el lugar energético de un monje del Tibet, de un peregrino mediúmnico, de un ente entre el bosque de sonidos que no distraían ni me hacían daño. Era apenas un alguien que cumplía mientras pensaba en largos desiertos, en caballadas, pasturas, mujeres y mar o río que me estaban esperando y yo qué carajos hacía ahí perdiendo el tiempo mientras que en otra dimensión se producían cosas, filmes intrigantes y movimientos de la vida real. Estaba intoxicado con vapores y conversaciones, era eso seguramente. Por suerte me esperaban los libros en mi casa, ahí nomás a cinco cuadras. Cuando vuelvo, mi padre está mirando tele: una entrevista con un tal Borges.

-Che este….-y hace una seña de llevarse algo a la boca, gesto inconfundible del que piensa que al otro varón le gustan los varones. Nunca lo oí elevar la voz ni putear, todo un milagro. Menos aún usar estos gestos.

-Andás en malas compañías -le digo-. Los viejos del club deben ser. No podés desconfiar así de esta pobre gente que se dedica a escribir -,le recrimino sin ganas, solo para acicatearlo. No muerde el anzuelo, solo recita.

-Hace una hora que está dele hablar del varón criollo y de la guapeza y los duelos y los cuchillos...me parece que le gustan demasiado esas cosas al punto de enamorarse del gauchaje. Aquel que habla mucho de algo a veces es la otra cara de la moneda: parece gustarle demasiado todo lo que dice de los guapos y estoy seguro que hasta se los imagina desnudos.

Cuando le pido que me aclare hace un gesto con la cabeza como un asno que no soporta la brida y se la quiere sacar moviéndose. Se levanta, toma el martillo con el que seguro está formateando algo exótico y sale al patio. Me siento en su lugar solo para ver el final de la nota, la cara como en babia del tal Borges, la mirada de velos, la sonrisa sobrenatural de los que tienen un paño en los ojos. Mi padre regresa por algo que dejara al fuego

-Es un pobre ciego -lo azuzo-. Me mira sorprendido y acomoda el termo bajo su axila.

-No importa. Espero no seas como él, que escribas bien y que las mujeres como las que vinieron hace un rato no te falten nunca. Dos señoritas muy pero muy lindas -alarga-. Una dijo llamarse Alba, como el amanecer y la otra dijo que era Jorge pero en versión de mujer… ¡Ah. Jorgela! , ya me acordé, culmina tocándose la sien. No las dejés ir… ¡Si eran propiamente un sueño! Y aléjate de estos tipos -,afirma señalando con la barbilla al tal Borges-. Ví que tenés libros de él. ¿De qué hablan?

-De mujeres -contesto yo enigmático. Justo en ese instante suena el timbre y mi viejo con voz de gato manso recita:

-Son ellas, las preciosuras, las que soñaste anoche, campeón. No las dejés escapar. No seas nunca como ese viejo ciego de la televisión al que le gustan los cuchilleros.

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