“El pueblo de los americanos no es susceptible de ninguna forma de civilización. No tiene ningún estímulo, pues carece de afectos y de pasiones. Los americanos no sienten amor, y por eso no son fecundos. Casi no hablan, no se hacen caricias, no se preocupan de nada y son perezosos. Incapaces de gobernarse, están condenados a la extinción”, escribió Immanuel Kant, considerado la mayor inteligencia de su época.

Marcel Mauss o Emile Durkheim -uno de los dos, no me acuerdo cuál- leía la Crítica de la Razón Pura en un iglú durante sus investigaciones etnográficas en el Ártico. Más literal -y obvio- yo leí la Historia de la Amazonia en la Amazonia y la Historia de la Antártida en la Antártida.

Podría definirse a la Amazonia como la imposibilidad –o la refutación- de la Crítica de la Razón Pura. Y a la Antártida como su corroboración.

Paulo Leminsky escribió Catatau, donde narra las aventuras imaginarias de Descartes en Brasil, con la idea del extravío de la razón occidental ante el barroco sensual de los trópicos, al que llama “laberinto de engaños deleitables”. Tópico abundante en la narrativa latinoamericana, Leminsky entendió que el descalabro del choque cultural sucede sobre todo en los cuerpos y en la lengua y lo lleva a cumbres que solo Lezama Lima pudo alcanzar.

Una búsqueda algo similar, al hurgar en los pliegues de la lengua castellana, fue intentada por Leopoldo Lugones entre nosotros, solo que su época lo volvía ilegible.

Cuando se hartan de padecer las formidables palizas que sus maridos les propinan cada tanto, algunas mujeres de Papúa Nueva Guinea suelen vengarse de un modo paradójicamente eficaz: se cortan un dedo de un hachazo en medio de la aldea y a la vista de todos. No hay peor desdoro para un marido así señalado; el desprecio que esa mutilación vuelve explícito no tiene ya vuelta atrás. Muchos de ellos, arrepentidos, inconsolables, se echan a llorar de rodillas, suplicando clemencia. Triunfantes, las mujeres los ignoran con altivez mientras exhiben orgullosas sus muñones sangrientos.

El más famoso entre los primeros europeos en radicarse en las islas Fiji tuvo la precaución de llamarse Charles Savage –Carlos el Salvaje. Era sueco y había sobrevivido a un naufragio del que apenas alcanzó a rescatar su mosquete y un barril de pólvora. Para salvarse de ser devorado ofreció sus servicios a un jefe tribal que aprovechó su capacidad militar en las guerras que sostenía con otros grupos de la región. Savage se hizo construir un recinto portátil que lo protegía de las flechas contrarias en el que era llevado en andas al campo de batalla desde donde, parapetado como un francotirador, abatía enemigos a conveniente distancia. Con el tiempo formó una cuadrilla de mercenarios con armas de fuego que consolidaron el poder de los reyezuelos de turno.

1941. Prisionero en un campo de “refugiados coloniales” en Poitiers, Leopold Senghor leyó a Goethe. Hubo de aprender el alemán para ello. Fue, dice, “una verdadera conversión”. Hasta entonces, confiesa, había navegado en las lavas del volcán de la negritud redescubierta (inventada por él) en la que, furiosos y nostálgicos, los “Nuevos Negros” que buscaban reencontrar su identidad en Francia se lanzaban al fervor del vudú y el trance místico. La búsqueda del Grial de la Negritud los llevaba a ver aliados plausibles en los alemanes; las tesis de Leo Frobenius, el gran africanista germano que no sin escándalo para su época consideraba hermanas el alma negra y el alma aria, eran su inspiración.

Pero había una trampa allí que a Senghor se le develó al caer Francia, leyendo a Goethe en un campo de refugiados. Su coincidencia con el culto de la sangre y el mito, afirma, lo volvía cómplice involuntario de su propia desgracia. Es decir, víctima culpable. Goethe fue, en ese sentido, con su don de claridad prístina, el guía reparador. “Nos dio a entender los peligros de la soledad cultural, del repliegue sobre sí mismo, del chamuyo sobre la nación y la raza”, reflexiona. A nosotros, los “Nuevos Negros”, refiere agradecido, nos recordaba que “Cada cual ha de ser griego. A su modo. Pero debe serlo”.

El secreto del sabor de la mortadela procede del porcentaje de no declarada carne de caballo que contiene. Su preferencia entre las clases populares ha de continuar el hábito mapuche de comer carne de yegua, más dulzona que la de vaca. Como es sabido, los cabecitas negras son aquellos que poseen una no siempre admitida sangre indígena en las venas.

El grano de pimienta que se te revienta entre los dientes cuando masticás un sánguche de mortadela es peronista.

Guillermo Patricio Kelly tenía relaciones con su hija, que fue novia de Piglia. Lo cuenta el propio Piglia en un reportaje publicado en forma póstuma. Como Kelly era amigo de Sábato, que conocía la situación, inspirado en su caso incluyó una relación incestuosa en Sobre héroes y tumbas en la figura de su protagonista, Alejandra Vidal Olmos.

Los relatos mitológicos de la mulánima y el cacuy suponen relaciones incestuosas entre hermanos. Abusando hasta la obviedad del psicoanálisis, Canal Feijóo y Abregú Virreira, dos santiagueños que de tan parecidos resultaron rivales, arriesgaron interpretaciones algo falaces sobre el segundo. Pájaro nocturno similar a una lechucita, raramente visto u oído, el cacuy es un humano abandonado por su hermana y amante en la cima de un árbol del que no puede bajar. Del despecho, canta su llanto hasta convertirse en ave. Miles de vasijas desenterradas por los hermanos Wagner, pertenecientes a la que llamaron Civilización Chaco-Santiagueña, origen fantasioso de la humanidad, esgrimen en sus cuellos unos enormes ojos llorosos a los costados de picos de búho. He visto urnas funerarias exactamente iguales en Ecuador, de donde provenían los indígenas esclavizados traídos a Santiago del Estero por los españoles del siglo XVI.

“En París se tuvo noticias de un rico burgués que, por una extraña depravación del gusto, disfrutaba de los excrementos infantiles. Utilizaba, además, una cuchara de oro para comerlos. No es este el único ejemplo de tendencia tan curiosa. Bouillon llevaba siempre consigo una cajita de oro que no contenía tabaco, sino excrementos humanos”. Con este tipo de informaciones está tramado el libro Escatología y Civilización, de un tal John Gregory Bourke, escrito hacia fines del siglo XIX.

Recojo al azar algunas de las muchas curiosidades, al límite de lo tolerable, que consigna: “Los negros de Guinea comían carne fétida de búfalo y de elefante, con miles de gusanos, y tan hedionda como una carroña. Después comían tripas crudas de perro, sin hervir ni asar”. Un par de páginas más tarde recoge una costumbre ritual de los Dayak que consiste en comer gran cantidad de cosas inverosímiles: “pájaros cocidos con todas las plumas, huevos tan pasados que están negros, fruta podrida, pescados hediondos y próximos a la descomposición; además, su bebida tiene el aspecto y la consistencia de leche cuajada, y en ella están mezclados pimienta y otros ingredientes. Esta bebida les provoca náuseas y ellos la ingieran más por deber que porque les apetezca”. Evidentemente, razona Bourke, “cuanto más desagradable, repulsivo, antinatural y nauseabundo es un rito, tanto más purificador es su carácter, por razones obvias”. Toda la teoría antropológica de Mary Douglas desarrollada en Pureza y peligro podría resumirse en esa frase.

También refiere una distracción con la que los marineros del Beagle, en el cual paseaba su curiosidad Charles Darwin, amenizaban el tiempo muerto durante sus navegaciones: solían atar un trozo de carne a un piolín que tragaban y regurgitaban una docena de veces por el simple placer de degustar su sabor. A menudo compartían con los demás ese manjar como si fuera una cebadura de mate.

Sebastián Caboto tuvo noticias de unos indios “que de las rodillas para abajo tienen los pies de avestruz”. El jesuita razonable Luis Ramírez atribuye esa anomalía a la costumbre de cercenarse un dedo cada vez que moría un hijo. El Padre Guevara agrega que, en rigor, no serían hombres, “pues en la cabeza tienen cuernos, no muy pronunciados, pero que se perciben a conveniente distancia”.

Algunos grupos indígenas del Gran Chaco solían enterrar a sus muertos de pie, con la cabeza afuera, “la cual queman colocando sobre la misma abundante leña”, refiere Lázaro Flury.

Ciertos nativos de Papúa entierran a sus muertos cabeza abajo. A otros se los comen: cuando están en avanzado estado de putrefacción recogen el miasma en unos recipientes y hacen una sopa verdosa. Con la carne preparan un curanto. Que, según testimonios, sabe a cerdo.

Facundo Quiroga fue enterrado de pie, amurado entre dos paredes de una bóveda, para evitar la profanación de su cadáver. En el pastito que crece en la tumba del Tigre de los Llanos a la entrada del cementerio de la Recoleta siempre hay dos gatos atigrados medio adormilados bostezándole al sol.

El obispo Diego de Landa, aquel que quemó los libros mayas para extirpar la idolatría, aguzó su furia al enterarse de los sacrificios humanos que aún practicaban sus feligreses. En particular, le repugnaba el degüello de niños con cuchillos de obsidiana, a los que también arrancaban el corazón. Como fruto de la evangelización, a partir de la labor esforzada del obispo los mayas conversos dejaron de abrir gargantas y pechos. Ahora los crucificaban. A veces, incluso, dentro de las propias iglesias.

Sarmiento, que ansiaba liquidar los restos de toda cultura indígena junto a sus portadores, propuso el juego de palín o chueca, una especie de hockey mapuche, como ejercicio físico para implementar en las escuelas.

Escatología, incesto y canibalismo son algunos de los límites que esbozamos ante la que creemos nuestra diametral alteridad inconcebible. Naturalmente, esos límites no son infranqueables. La rara metáfora de la viga en el ojo acude presta en las ocasiones en que creemos estar ante un Otro inasimilable.