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Cuando pienso el mar en términos literarios, pienso en la infinidad de textos que lo tienen como escenario o como protagonista desde Homero hasta ahora. Y entonces me pregunto en qué consiste su magnetismo. Me inicié en las aventuras marinas a partir de Sandokán. Cuando mi padre me lo regaló empecé a fascinarme también con otros libros de la saga el héroe que libraba una lucha constante con el colonialismo británico. A partir de Salgari llegué a Stevenson y me perdí en La Isla del Tesoro. Y más tarde, Melville y su Moby Dick, que era más que una novela, y de las mejores, más complejas y profundas, resultaba un tratado de metafísica y un prematuro análisis del poder del facismo. Poco después accedí a Conrad y entonces el modo de contar peripecias se volvió moroso, interior y de una desesperación acuciante. Este itinerario, para empezar.

Navegaciones de biblioteca, se me dirá. Pero a lo que voy es hacia el misterio, cuestión que he intentado rozar en anotaciones anteriores acá en la mesa del Náutico, el parador de playa, observando las variaciones de color del cielo y el agua, los cambios cromáticos que, lentos, se van apoderando de la mirada que intenta apoderarse de la sucesión de estados anímicos. Como cada vez que intento seguir fijo el paso de uno a otro, del cielo azul al nublado, del gris tormenta a un tono más oscuro e intimidante y, de pronto, cuando creí que seguía ese cambio el paisaje, para mi sorpresa, había cambiado, y como despertando de un estado hipnótico, me encontraba ya en el final del tránsito, envuelto en la tormenta, y me perdí la minucia del pasaje que me había propuesto seguir en su trayecto.

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Llovizna y el gris del cielo parece fundirse con la arena que se oscurece. Pero no es la meteorología la que puede determinar el estado de ánimo, y puede hundirlo a uno en un mar de lágrimas. Me quedo pensando, mientras observo el mar desde la mesa del parador, qué se quiere decir cuando se dice “mar de lágrimas”. La asociación entre el uno y las otras no es casual si se piensa en el gusto de dos aguas. A veces, en determinadas situaciones, hay quienes pueden hundirse en este sentimiento trágico como quien, en alta mar, en un naufragio, se hunde sin salvavidas en una realidad turbulenta “Salid sin duelo, lágrimas corriendo”, escribió Garcilaso en una de sus églogas. El desconsuelo lírico amoroso era en su tiempo equiparable a un torrente lacrimoso. Las lágrimas, de modo indistinto pueden ser debidas a un bombardeo como a la pérdida de un ser querido. Pero no son sólo estas las causas. Llora un chico llamando a su madre y parte el corazón. Las lágrimas de la inmersión en un sufrimiento oceánico, pueden también dar cuenta de una vida.

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A Eduardo Serrano, más popular como Fatiga, bordeando casi los ochenta, se lo considera la memoria de esta playa. Y desde fines de los sesenta es el dueño y primer salvavidas del balneario “Luna roja”, que alude a un fenómeno astronómico que se produce durante un eclipse lunar total o cuando la luna se ve de color rojizo por la presencia de partículas en el cielo.

No se sabe si la memoria de Fatiga es prodigiosa o de que hay recuerdos que no se borran por más que uno se empeñe, como aquella mañana de primavera del 78. Cada vez que la sueña, esa mañana le deviene pesadilla. Y el sobresalto le dura hasta que despierta y unos instantes más. Fue en una mañana azul, limpia, luminosa y la playa desierta porque todavía no había llegado la avalancha turística. Eran las primeras horas del día y Fatiga estaba mateando en la puerta del balneario. Daba gusto ese momento. Hasta que un tipo le gritó de no muy lejos: Vení, que hay uno en el agua. Fatiga no es de hablar mucho. Conversa lento, pausado, y es más de prestar atención, la misma atención silenciosa con que estudia las mareas. Y se acuerda bien de cómo fue lo que pasó. Lejos, pero no tan lejos, pasando la rompiente, flotaba lo que parecía un cuerpo. Fati se tiró al mar y nadó hacia esa figura. Consiguió manotear el cuerpo y arrastrarlo hacia la playa. Al cuerpo le habían cortado las manos, seguro para impedir la identificación. El resto lo tenía devastado por los peces. Pertenecía a un joven del que aún se ignoraba el origen. Pero no hacía falta ser ni muy enterado ni perspicaz para sospechar como había ido a aparecer flotando en esta costa. Cuando el periodista del pasquín pueblerino quiso investigar el asunto, el comisario lo apretó: no le convenía hacer ruido. El cuerpo fue enterrado en el camposanto como NN. Y pasaron los años hasta que, en democracia, lo recuperó el equipo de antropología forense. Se trataba de Santiago Villanueva (foto), un joven militante peronista, y la reconstrucción la rescató en una crónica minuciosa Claudia Inés Kolaja en “De médanos, mar y vuelos”.

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En una de esas, esta historia podrá ser también la novela de un hombre de mar como las que leíamos de pibes. Un salvavidas, bien puesto el nombre a su arte –quizás lo es: hombre de mar. Pero cómo escribirla. Está demasiado cerca, no tenemos esa distancia que los buenos narradores piden tener para no incurrir en el efectismo. Por eso, vale la crónica, el registro testimonial. También, tal vez, sea tarde para ponernos lacrimosos, pero no para pensarla y pensarnos, opina. Desde acá, ponerse a pensar qué nos pasó. Ver dónde estamos parados. Y cómo seguir. Pero tal vez no sea tarde para enderezar el rumbo, dice Fatiga. Y como el sol pega fuerte en este día, se manda hacia el agua, toma envión y se clava en la primera ola como quien se sumerge en una lectura.