Lola tiene 70 años y una casa de fin de semana en Navares de las Cuevas, un pueblo castellano y diminuto, a 130 km de Madrid, adonde siempre vacaciona con su familia. El destino quiso que me encontrase trabajando allí como agente de desarrollo local y que ella reconozca mi acento argentino después de pedir un café con leche en el bar, uno de los tantos que sobreviven a la despoblación rural de la España más vaciada. Me miró a los ojos y me dijo, casi como una confesión en el medio de la nada: “¿Eres argentina?; ¿sabías que mi padre era el chofer de Perón?”.

Debo reconocer que capturó toda mi atención con su comentario, esa mujer morena, menuda y con mirada sensata consiguió por un momento que me desviase del proyecto de repoblación rural que me había llevado hasta allí, y que centrara todo mi interés en ese pedazo de Historia con el que jugaba entre sus manos. “¿Ah, sí?”, le pregunté repentinamente cautivada. “¿En Puerta de Hierro, cuando estuvo exiliado en España?”, atiné a interrogarla como quien no quiere la cosa, aunque ya para entonces estaba enferma de curiosidad. Asintió orgullosa y a continuación me tiró ese pedacito de Historia que se estaba pasando de una mano a la otra. Fue como si me dijera: ¿Quieres que te cuente?, atájala antes de que se te escurra entre las manos.

--¿Cómo llegó tu padre, Lucas López, a ser el chofer de un personaje como Perón durante trece años?

--Respondió a un anuncio del periódico, se presentó en el piso de la Calle del Doctor Arce, en Madrid, adonde vivía Perón con Isabel, allí por el año 1961. Mi padre era un hombre de pueblo, que se había sacado el carnet de conducir hacía poco tiempo, para tener más oportunidades laborales. Cuando llegó a la entrevista lo recibió el mismo Perón, él se encargaba de la selección de todo el personal. Le preguntó si tenía experiencia profesional como chofer, pero mi padre no la tenía, entonces fue sincero y se lo dijo: “Mire, General, para qué voy a engañarle, experiencia de este tipo no tengo, pero aprendo rápido, eso sí”. Entonces Perón le miró a los ojos y le contestó que valoraba su sinceridad, que algo en él le había transmitido confianza. “Vamos a vivir esta experiencia juntos”, le dijo, y lo contrató en el acto.

--¿Cómo recuerdas la relación de tu padre con Perón?

--Única. Lo sé porque fui testigo directa, pasábamos muchas horas en Puerta de Hierro con mi hermano. Perón le decía a mi padre que nos llevara cuando no teníamos que ir al colegio, y por eso sé que la relación de esos dos hombres era de una complicidad increíble, se entendían con solo mirarse. Teníamos una habitación para nosotros en aquella casa, pasábamos los veranos allí. Cuando íbamos con mi madre y mi hermano, Perón le decía a mi madre: “María, usted aquí es una invitada, ni se le ocurra ponerse a limpiar o a ayudar al servicio, no quiero verla entre cacerolas si entro a la cocina”. Era un tío de lo más autónomo, no quería que nadie le ayudase en casi nada, las chicas del servicio no podían ni servirle un café, porque se lo hacía él solo y hasta se fregaba su taza. Mi padre estuvo durante la construcción de la casa de Puerta de Hierro, o La Quinta 17 de octubre (como la llamó Perón), ya era su chofer antes de que la casa estuviese terminada. Así que veía cómo Perón le llevaba pasteles y termos con café a los obreros: en medio de la jornada de trabajo los hacía parar para que desayunaran, era obligatorio, él mismo les servía el café, y luego ya podían continuar con la faena.

--Un chofer no es una figura menor en el esquema de poder de este tipo de personalidades, resulta estratégico porque maneja mucha información. ¿Consideras que Perón eran tan generoso con tu padre por una razón genuina o porque necesitaba de su incondicionalidad a toda costa?

--Era genuino. Hay cosas que no se pueden fingir, mi padre era una tumba, un hombre muy discreto, nunca nos reveló nada del General, y eso Perón lo sabía, se tenían una confianza recíproca. Cuando mi padre le pidió un adelanto para comprarse una casa en Vallecas (un barrio humilde de Madrid), el sitio donde crecimos, Perón le dio las 25.000 pesetas que le pidió y mi padre, naturalmente, le dijo que se lo fuese descontando del sueldo cada mes. Cuando abrió el sobre con su sueldo se dio cuenta de que Perón no le había descontado nada, entonces mi padre se lo señaló: “General usted no suele equivocarse con estas cosas, y aquí está el sueldo íntegro, no me ha descontado nada”. A lo que Perón le contestó que no había nada que descontar, que estaba correcto. Otro de los tantos regalos que recibimos de él: ese hombre creía de verdad en el ascenso de la clase trabajadora. No creo que nunca le haya pedido nada inapropiado a cambio, porque mi padre era muy honesto y tampoco se hubiese sentido cómodo haciendo algo fuera de lugar. Aprendió muchas cosas con Perón.


--¿Cómo cuáles?

--La puntualidad perfecta, militar, porque Perón era un militar las 24 horas. De por sí mi padre era puntual, pero con el General lo llevó al extremo, luego lo aplicaba en casa y mi hermano y yo lo sufríamos en carne propia (se ríe). Perón quería llevárselo a Argentina a su vuelta, para que se hiciera cargo de la flota de choferes de casa de gobierno, de la gestión de ese servicio; y mi padre tuvo ese dilema: lo calibró, lo reflexionó, pero finalmente decidió quedarse en España; la otra opción hubiese supuesto el traslado de la familia también. Creo que finalmente hizo bien en permanecer aquí, porque menudo follón se armó luego en Argentina, no sé qué hubiese sido de nosotros.

--¿Qué parte recuerdas más complicada del trabajo de tu padre?

-Vivieron dos intentos de atentado juntos, en dos oportunidades quisieron atentar contra Perón y mi padre estaba con él. Pero no quiso comentar mucho en casa, lo comentó muy por encima, para no preocupar a mi madre. La relación de mi padre con Perón iba más allá de un vínculo de trabajo, así que estaba dispuesto a pasar por cualquier adversidad con él; eran amigos y confidentes, su mano derecha para muchas cosas, por eso insistió tanto el General en llevárselo a Argentina cuando regresó del exilio. Se trataban de usted y mi padre siempre le llamó “mi General”.

--¿Cómo lo recuerdas tú a Perón, qué observabas de su día a día?

--No lo puedo juzgar como político porque yo tenía siete años cuando le conocí, pero recuerdo a un gran ser humano; la gente del servicio, por ejemplo, lo quería mucho, era muy respetuoso con todos. Recuerdo, también, que se había casado con Isabelita porque Franco se lo exigió, era una condición para otorgarle el asilo. No podía dejar de asilarlo después de la ayuda argentina durante la posguerra, aunque no le hacía gracia tenerlo aquí, según escuchaba que se comentaba en Puerta de Hierro. Cuando Franco se enteraba de que Puerta de Hierro era un hervidero de personalidades políticas que desfilaban día y noche por allí, le mandaba notas a Perón, a través de terceras personas, para que él se marchase algunos días a Marbella y descomprimiera aquello. Claro, es que Perón tenía allí una suerte de base de inteligencia o como se le quisiera llamar, desde donde se pergeñaban estrategias para su vuelta. Franco no lo quería, le tenía antipatía, se sentía inquieto por los movimientos políticos que se estaban gestando en Puerta de Hierro (porque él no tenía ningún control sobre eso), y Perón a veces le hacía caso y se marchaba unos días, pero no siempre.

--¿Cómo recuerdas su relación con Isabelita? ¿Tuviste trato con ella?

--Creo que su gran amor fue Evita, porque recuerdo su retrato inmenso ocupando una pared completa de la casa, una pintura preciosa, en la entrada de la vivienda, de ahí subían unas escaleras de caracol hasta el despacho de Perón, donde se pasaba la mayor parte del día entre llamadas, entrevistas, etc. Cuando llegó el cuerpo de Evita le habilitaron una habitación y la tuvieron expuesta, llegó dos años antes de que Perón regresara por primera vez a su país, en el año 1972. En esa oportunidad, mi padre tuvo que llevarlo en el maletero (baúl) del coche, escondido, hasta el aeropuerto. Volviendo a Evita, recuerdo que las chicas del servicio entraban todos los días a limpiar la habitación donde estaba expuesta; yo no me animé a entrar nunca. Con Isabelita tenían una relación de pareja muy fría, solían comer y dormir por separado, era una relación muy rara. Ella conmigo era muy maja, me llevaba de compras, me hacía regalos, me invitaba a merendar en las confiterías de moda. Era una persona simple, pero de buen corazón. Ese matrimonio no tenía hijos y mi hermano y yo éramos como esos hijos que no habían tenido, los hijos del chofer éramos los niños mimados de la casa. Isabelita pasaba muchas horas con López Rega; en Puerta de Hierro también escuché que entre ellos “había asunto”, o eso se rumoreaba.

--¿Qué recuerdas de López Rega?

--De cuando se instaló en Puerta de Hierro, al igual que otros personajes que pasaron por allí. Cuando mi padre le conoció por primera vez, Perón le preguntó qué le había parecido, qué sensación le había transmitido López Rega. Porque tenía esa costumbre, solía preguntarle: “¿Lucas, qué le ha parecido esta persona?”, necesitaba ese feedback, esa impresión de su chofer; mi padre también era muy intuitivo, compartía esa capacidad que tenía Perón para calar a las personas. Entonces mi padre le dijo “Y...la verdad que no me ha caído muy bien, para qué voy a engañarle, mi General”. Lo que Perón le haya contestado no lo sabemos, porque mi padre nunca nos lo dijo, se lo llevó a la tumba, como todas las confidencias de Perón. Otro de los que se instalaron en Puerta de Hierro fue el padre de Isabelita, mi padre le fue a buscar al aeropuerto, entonces Perón le preguntó “¿Qué le ha parecido mi suegro, Lucas? Seguro que ya le ha puesto mote (apodo), ¿cuál es?”. Mi padre era un andaluz con chispa que encontraba motes para todo el mundo. En un comienzo se negó a decírselo, le daba corte, por tratarse del padre de Isabelita y por resultar irrespetuoso, pero Perón insistió y él tuvo que confesarlo: “El Chupachús” (el chupetín español). Porque el padre de Isabel Perón tenía una cabeza muy grande y un cuerpo delgado como un palito; el General se rió sin tapujos, según su chofer como nunca antes le había visto reír. Esos hombres se divertían juntos, compartían momentos muy gratos.


--¿Tuviste una infancia diferente a las chicas de tu generación?

--Sí, privilegiada. Una infancia peronista, atípica para la época y para España. En Vallecas, el barrio de mi infancia, ninguna niña tenía los juguetes que tenía yo o que tenía mi hermano. Luego pude continuar estudiando y llegué a la universidad, otra cosa muy atípica para las mujeres de la clase trabajadora en la España franquista de los años sesenta o setenta. Quizás no lo hubiese conseguido sin la presencia de Perón en mi vida. Nunca me olvidaré de la cara que puso mi hermano cuando recibió de regalo una bicicleta en una Navidad, cosas extraordinarias para la época. Por eso cuando escucho los testimonios de las mujeres de mi edad, las que vivieron esa España de la posguerra y de la miseria, en la que tuvieron que abandonar los estudios a edades muy tempranas para ponerse a trabajar en lo que sea, por suerte no puedo identificarme con ellas, porque la mía ha sido una realidad muy diferente.

--¿Cómo recuerdas el 1 de julio de 1974, cuando fallece Perón? ¿Cómo recibió tu padre la noticia?

--Se puso a llorar como un crío, desconsolado frente a la televisión, como nunca le vi llorar por nada. Se le había muerto un amigo entrañable, alguien que había hecho por él y su familia cosas que nadie en la vida había hecho. Como si una parte suya se hubiese muerto ese día también.

Continuamos con Lola hablando hasta el atardecer, le comenté lo que ella ya sabía, que su realidad en Argentina no hubiese resultado atípica, sino prototípica de las mujeres de su edad: las bicicletas que los hijos de los obreros recibían para Navidad, los juguetes que el peronismo prodigaba por los hogares humildes, la llegada a la universidad de los niños de la clase trabajadora.

Acaso sea ella un pequeño experimento de peronismo importado en España, una continuidad de aquel proceso social del que su líder fue eyectado, por una proscripción y un exilio. Lola insiste en que todo fue genuino: la bondad de ese padre putativo que encontró en Perón; la movilidad social ascendente de su familia; esa especie de cuento de hadas ajeno a la precariedad de aquel contexto de franquismo tardío. Y no soy nadie para dudar del testimonio de la niña de siete años que todavía la habita.