El cuento por su autor
En el entierro de la librera de mi ciudad, su nieta, a upa de su mamá, hizo un gesto de despedida al cielo con las manos, frente al cajón de su abuela. Esa imagen me dio un escenario y un personaje para mi relato; el tema lo encontré, como sucede a veces, a medida que fui escribiendo. Mis padres, mi experiencia con ellos, definieron la historia.
Parte de la adultización estrambótica a la que me sometió mi padre fue llevarme a cuanta ceremonia fúnebre hubiera de los nueve hasta los catorce años, cuando me animé a decirle que prefería no hacerlo. Hace dos décadas los velorios duraban veinticuatro horas y eran auténticos rituales donde rara vez se veía a niños. Ante los reproches de los eventuales asistentes hacia mi padre por traerme, él se limitaba a mandarme a jugar en medio de la tragedia. Debo confesar que me las arreglé, más de una vez, para pasarla bien. El entierro, adonde también iba, era casi siempre en el lúgubre cementerio local. Pero algunas veces sucedía en un parque, en la zona de quintas de Mercedes, bajo un sol intenso y reparador.
Hace unos meses, murió mi madre. Me di cuenta de que había algo suyo en este cuento que, de tan evidente, me había resultado difícil de ver al principio. Su madre biológica la dejó al cuidado de mi abuelo a sus seis años y, pese a los intentos de la hija por reestablecer el contacto, no hubo caso. El último capítulo de ese desencuentro fue triste y algo cruel. Mi abuela, que vivía en Paraná, se negó a recibir una visita pactada de mi madre, pese a que, en una primera instancia, había accedido al pedido. La escena de mi madre en un living desconocido, en una espera inútil, todavía me sigue lastimando.
Los cuidados de mi abuelo y de su segunda esposa no mitigaron la ausencia. Por el contrario, el desapego se extendió una generación. Mi abuelastra hizo tanto mérito para convertirse en una cruel villana de cuento infantil con sus dos nietos postizos (mi hermana y yo), que aprendí a quererla gracias a la caridad franciscana de mi madre para sortear las ausencias y comprender las miserias de los que supuestamente deberían quererte. En su afán caritativo, una vez mi madre me preguntó: “Vos que sos filósofo, ¿no sabés por qué no puedo recordar nada de mi mamá? Con seis años algún recuerdo debería tener”. No supe decirle algo claro. Dije barbaridades en nombre de Platón y Kierkegaard.
Este cuento es resultado de un extraño plan de padre e hijo y una reacción a esa pregunta de mi madre que, ahora que lo pienso, fue la única que me hizo sobre su propia historia.
Partida
1.
-La abuela se fue al cielo. Pero vamos a despedirla muy cerca de donde vivía.
Mientras charlan, Marina controla por el espejo retrovisor las caritas de Cande. La ruta despejada le permite alternar la atención entre las coordenadas de conducir (velocímetro, horizonte, espejos laterales) y la nena, sin demasiado riesgo a que pase algo. El Toyota Corolla va a ciento veinte kilómetros por hora. De a ratos, zonas mal bacheadas provocan un traqueteo mínimo que no afecta el agarre del coche. Cande, sentada en su sillita, manoseando su peluche –un chachito beige de ojos saltones–, no entiende si la abuela va a estar o no. La van a visitar, claro. Pero no va a estar. ¿Cómo van a despedirla si es que, en realidad, no va a estar?
Marina sabe que esa es la pregunta que no debió permitir que Cande haga. No tiene una respuesta.
-¿Cómo la vamos a ver? ¿Vamos a su casa? -pregunta la nena.
Con un no tajante, Marina neutraliza el interrogatorio, perfectamente intuitivo, de Cande.
-Es un parque —agrega al rato en un tono conciliador. Te va a gustar.
Sabe que una vez ahí, al aire libre, las dudas de Cande van a diluirse como las burbujas con las que suele jugar, que se inflan majestuosamente hasta explotar, dejando en el ambiente un salpicón brillante como rastro.
2.
Cande tiene cuatro años. Es la regalona de la abuela; nieta única. Y como toda primeriza ha desarrollado algunas sensibilidades temprano. Comprende ahora, mientras hunde su mano abierta en la tierra, que hay un malestar en las caras de los grandes que la observan. Marina la mantiene cerca, poniéndole la mano en la cabeza. El pozo cuadrangular donde embocarán el cajón no resulta una amenaza objetiva. Por eso ha dejado que Cande juegue a su alrededor, con la tierra acumulada que se verterá prolijamente para enterrar el féretro. Cande se sienta pegada en la montañita de tierra, a una distancia segura. Manchas con la huella de sus deditos empiezan a tiznarle el vestidito blanco con tiras y volados.
Si juega ahora, delante de esa enorme caja brillante, adornada con telas y flores, es porque todos los penitentes en derredor aceptan dos cosas. Uno: una nena no debería presenciar semejante espectáculo. Dos: si lo hace, es preferible que evite el contacto directo con la tragedia a través del juego. Un tercer acuerdo, menos evidente, es que se agradece que la nena pueda dispersar la atención en un momento amargo como este.
3.
Marina es la única hija de la muerta. Por tanto, es la esperanza de que alguien pueda decir algo antes de que la inhumación ocurra. Hay un orden de prioridades que la coloca tercera en cuanto al foco de atención: el empleado de la funeraria que vela por el cajón, Cande; después, ella. Sería un alivio que tomara la iniciativa. Ya nadie sabe qué hacer más que observar a Cande jugar. Todos se mueven, tosen; cada tanto revolean los ojos, incómodos. Tampoco esperan a un sacerdote para que ofrezca ceremonia. Su padre sí habría tomado la palabra. Pero él ha muerto hace casi una década; durante su ceremonia sobraron disertantes. Hubo un sacerdote también y fue de tarde y no al mediodía, como ahora. Era junio, el frío ayudaba. Ahora todos están bajo el sol abrasador de enero, sin reparo. El cementerio-parque debería cambiar estos horarios en verano, piensa Marina. O poner más árboles. ¿Podría haber pedido un cura? Su madre decía ser católica pero no practicante. Su madre no hubiera estado totalmente de acuerdo. Con toda seguridad, no lo hubiera pedido. Hubiera dicho que es al divino botón. Para qué.
En el mientras tanto, ante la mirada seria del empleado que vela por el cajón Cande tira claveles dentro del pozo. El hombre morrudo, de traje, sostiene con fuerza prudencial la palanca que mantiene suspenso el cajón a nivel del piso. El sistema funciona así: amarrado con tiras de tela roja, el cajón bajará apenas arranque el sistema de poleas manuales por medio de la palanca. Los tiros de Cande son rápidos y torpes. Algunos rozan la caoba inmaculada y otros directamente se pierden en el fondo. Cande sospecha que debe contener su alegría. De otro modo festejaría cuando acierta al cajón o cuando el clavel partido desaparece. Siente las miradas tristes sobre ella y asocia algo que tiene que ver con su abuela a ese cajón enorme que está enfrente. No es que crea que su abuela se esconde ahí pero asocia su ausencia a ese cajón. Algo imagina. Como si cada cosa triste necesitara un cajón enorme. Un cajón enorme es una tristeza.
4.
En medio del silencio y el calorón, Marina se agacha, le cuchichea algo al oído a Cande y la alza. Para la corpulencia débil de Marina los veinte quilos de su hija son un desafío. Pero la madre la coloca contra su pecho, hacia un lado y con la mano opuesta le toma sus deditos y apunta con ellos hacia arriba. Habla en voz alta sabiendo que el resto va a escuchar. Se va a mostrar como una madre pedagógica.
-La abuela está allá, en el cielo.
Cande aparta con dureza su mano. Mira empacada a su madre. Está rabiosa. No es que no entienda pero no era lo que esperaba. Una respuesta que no involucra el cajón, ni la tierra, ni la cantidad de miradas que la observan.
-Mirá.
Marina insiste para que encuentre el cielo de frente. Lo hace.
-Saludá. Saludá a la abuela.
Cande con los deditos tensos da medios giros como si imaginariamente desajustara una enorme tuerca. Parece aflojar. La luz del día le encandila los ojos y le entibia los párpados. Le gusta la sensación del calor sobre su cara. Tiene los cachetes al rojo vivo. Cierra los ojos y siente la calidez de la luz en un negro anaranjado. Sigue girando su manito unos segundos más. Se apoya sobre el pecho de Marina. Escucha, entonces, los sonidos de algo que se desarma, un chillido molesto. Finalmente, alguien aplaude. Más aplausos. Todos los aplausos juntos; sin voces. Abre los ojos y ve que al costado el hombre morrudo, de traje, gira la palanca con cuidado. El cajón de la tristeza, baja. Desde su altura, Cande patalea para no perderse el momento. Marina la estira como para que vea el irse a fondo del cajón sin bajarse. La pone como ofreciéndola, al pie de la embocadura. Una de las penitentes le acerca un clavel a la nena y, a la par, ayuda a sostenerla. Mariana agradece el gesto y procura que Cande agarre el tallo.
-Tirala -le dice, un poco incómoda de hacer fuerza.
-Es para la abuela -repite.
Marina le había dicho que su abuela estaba arriba, en el cielo. Rodear de flores un cajón enorme le parece, en ese momento, algo contradictorio. Cande no reacciona por suerte; hace otro tiro. Acierta. Su clavel queda en equilibro sobre la madera combada. Varios claveles rozan el clavel de Cande. Afortunadamente no se mueve. Los ojos de la nena se quedan fijos en su flor. Marina la vuelve contra sí, despacio. En los contornos de su mirada registra la desaprobación de los penitentes por haber apuntado a su hija hacia el pozo.
5.
Una vez que ha tocado fondo el cajón, el hombre morrudo, de traje, se acomoda, abotona su saco y se para como un granadero a la par de Marina y Cande. La gente empieza a acercarse a saludarlas. Las voces, los pasos, las caricias, los mínimos pellizcos sobre la mejilla de Cande disipan la presencia del cajón de la atención de Marina.
La ceremonia se empieza a desarmar. Cuando ya todos los penitentes saludaron, Marina siente todo el peso sobre ella. Entonces da el paso esperable: empieza a caminar con Cande alzada en dirección a la salida. Hay, primero, un caminito zigzagueante hasta el estacionamiento. Una vez en el coche, se recorre otro camino empedrado, con guadal, poceado por la sequía y la tierra arenosa. Después de doscientos metros, está la ruta.
Hasta cruzar la entrada, charla lo mínimo con quienes se le van acercando. Le mencionan cosas de su madre; fechas, anécdotas, le recuerdan cosas de ella misma cuando niña. Le preguntan por su otra ciudad, allí donde vive, de donde ha venido. Le consultan por la edad de Cande, sus gustos. Le insinúan que quizá no debería haber venido con ella. Ella piensa en por qué no te vas al mismísimo demonio, pero no externaliza. Otros reconocen que la haya traído para despedir a su abuela. Nadie le pregunta si volverá a vivir en la casa que ahora queda vacía. Muchos insisten en Cande, dicen que los chicos, ahora, vienen distinto; más avispados dice una señora con una pollera negra y un suéter gris, inexplicable para los casi treinta grados. Qué sabe señora, piensa. Tolera con resignación el coro incómodo de comentarios que no necesita. Algunos los acepta como formulas apropiadas. Al resto los traga porque sabe que es el precio de las despedidas.
6.
En el frente del cementerio-parque los autos estacionados empiezan a liberar las alarmas. Los penitentes suben y encienden sus coches. Con cuidado de provocar un choque absurdo (sería gracioso, piensa Marina, un choque acá) aguardan a que el vehículo de al lado o el del frente haga la primera maniobra. Marina se pone al lado de su Toyota Corolla y se queda mirando. Saluda a la hilera de coches que prolijamente se va armando. Le pide a Cande que haga lo mismo. Cande pide bajar y se mete rápido a la parte de atrás. Toma mecánicamente el chanchito y se queda obediente a la espera de que Marina suba, metida en su sillita. A Marina se le cruza por la cabeza llamar de nuevo a su hija para estar a solas unos minutos con el féretro de la madre. ¿Debería regalarle ese momento a Cande? ¿Ello lo necesita? Comprende que esa clase de vacilaciones son las típicas dudas esperables cada vez que vuelve. Lo mejor, en esos casos, es no volver nada atrás. Aceptar las cosas como vienen. Le gustaría estar sin todo ese amontonamiento alrededor. Es más eso que el deseo de despedir a su madre.
7.
Sube al coche y mira a través del espejo retrovisor. Cande se ha dormido sobre su sillita. Con un movimiento forzado intenta cruzarle el cinturón. Como no logra encajar la traba y la panza le da un tirón al darse vuelta, desiste. La va asegurar más adelante, cuando cargue nafta o Cande necesite hacer pis. Baja la visera y se mira en ese espejo que, además de su propia cara, le permite una perspectiva de lo que va pasando en buena parte del estacionamiento. Nadie podría decir que tiene más de cuarenta años. Es joven. Para venir a un sepelio, piensa, se ve bastante bien. Incluso se le ocurre pensar que ojalá hubiera llamado la atención de alguien. Tener una historia ahí, en ese contexto, no es lo peor que podría pasarle. Igual sería un problema, tener un romance a la distancia. En fin. Vuelve a asaltarle la idea de que ha quedado algo pendiente. Asiente a la nada misma, a una oración que no logra pensar claro y enciende el motor. Gira la visera en dirección a la entrada. Ve que el hombre morrudo, de traje, ha salido. Desde el arco central que da ingreso al parque él observa la salida de los coches.
La mira con la tranquilidad inquietante de un ave de rapiña apostada en los bordes de una tranquera. No le da para ser del far west, piensa. Pero da raro. Un asesino serial yanqui. Richard Ramírez o alguien así. La mira directo como si supiera un secreto. Marina pone marcha atrás y empieza a soltar el embrague. El hombre, con su traje abotonado y prolijamente alisado, se mueve en consonancia. Gira hacia su ventanilla. Están a unos veinte metros. Marina culmina su medio giro lerdo y pone primera y sale en dirección a la salida. Emprende la marcha a paso medido. El hombre reacciona más firme. Ella ya puede verlo a su costado, sin mirarlo directamente. Lo ve caminar hacia el coche. Está a unos diez metros. El hombre morrudo le hace una seña que significa que pare o que baje la ventanilla. Todo su traje apretado hace fuerza para que se detenga.
Pone segunda y ya casi le pasa por el frente. El hombre la llama en voz alta, sin gritar. Señora, le dice. Señora. Marina tiene cerrada las ventanillas (había previsto ese movimiento). Pero él está a un par de metros del automóvil aun cuando ya lo haya pasado. Sigue avanzando despacio. El calor y la sequía levantan una polvareda que van tapando al hombre de traje. Sin embargo, su voz se cuela perfecto. El camino irregular, empedrado, se pone fulero. El coche da ligeros bandazos sobre el tierral. Se escuchan golpes contra el cárter, en algún momento oye un golpe más fuerte, violento. La visera se desacomoda y le tapa la visión del retrovisor. Sólo piensa en Cande con la última imagen que tiene: ella dormida profundamente lista para llegar a casa.
Con lo justo da con el paso de asfalto que antecede a la ruta. Tierra firme. En esos metros que quedan hasta el acceso se asegura de que la distancia con el hombre se amplíe lo suficiente para no obligarla a frenar. No le gustaría ser tan brusca. No quiere que piense que huye. Quiere dar a entender que no se ha dado cuenta de que él la llama. Hacerse la distraída. Que se ha ido sobrepasada por el dolor del momento. Que no ha sido indiferente. Sabe que puede hacerle creer casi cualquier cosa, dado su estado, su posición de hija que ha perdido a la madre. De clienta, también; quien ha pagado por el descenso del féretro cuya tarea es la principal función del hombre morrudo, de traje; ahora vociferante. Así que mejor no joda. Que se las arregle o que llame por teléfono si necesita algo.
8.
Parte de su tranquilidad al emprender la ruta es que mientras guarde las apariencias nadie cuestionará su distancia. Se ha dicho que esta es la última visita a esa ciudad. Levanta la visera y mira por el espejo retrovisor. El asiento de Cande está ocupado sólo por el chanchito. Gira con fuerza y confirma que la nena se ha caído en alguna parte. Quedan tres horas de ruta y Marina no ha descansado lo suficiente como para demorarse un minuto más. A la voz grave del hombre se le suma la voz aguda que la llama: mamá, vení, dice. O al menos, eso imagina. Marina sigue y prende la pantalla; se oye la música. Respira hondo y espera que algo la obligue a frenar. Sospecha que algún filtro va a detenerla. Su cuerpo se apoya cómodamente en la butaca. Espera un momento antes de acelerar a fondo.