El film El Brutalista, protagonizado por Adrien Brody, no solo habla de la arquitectura inspirada en la Bauhaus alemana de antes del advenimiento del nazismo, del nacional socialismo al poder, y la consecuente persecución de sus ideas, sino de los horrores de los campos de concentración, en particular Dachau y Buchenwald. Ese arquitecto ficcional homónimo de un geólogo que se hizo célebre cuando vandalizó la Piedad de Miguel Ángel en 1972 --nada menos que esa inmolación hecha en piedra, en mármol de Carrara--, parece constatar un enjambre, una colmena, una organicidad que proviene de una biología de lo humano presente en la misma biopolítica que señaló Foucault respecto de Vigilar y Castigar. ¿Por qué habría de interesarnos entrar, una vez más, en los mecanicismos de la gran factoría de muerte de esta mutilación de lesa humanidad? Tal vez porque estas obras arquitectónicas, mostradas en el film a escala megalómana, brutales en los muchos sentidos que aborda el film, hacen del Holocausto el arquetipo del horror moderno, además del apelativo a la corriente arquitectónica, que también refieren a ese hormigón que resulta argamasa de las ideas de riqueza, poder, violación, nazismo, derechas extremas. Sin embargo, el poderoso y caprichoso Harrison Lee Van Buren apaña la obra --un gran centro religioso cultural en honor a su madre fallecida-- culminante para su némesis László Toth, que renace de sus propias cenizas en el nuevo mundo y en el sueño estadounidense. Es avalado por este mecenas rico, glamoroso, tendencioso, racista y finalmente también violador. ¿Por qué habrían de interesarnos ya en la tercera década del siglo XXI estos temas?
Tal vez estos horrores no han dejado de acontecernos, la nueva inmersión en las guerras silentes, en las restricciones y amputaciones que dejó en la subjetividad la pandemia, en la secuela permanente de una economía hiperconcentrada, y en una economía de los cuerpos y las vidas hipercanónica y mediatizada, también hipervigilante, pone de manifiesto la llegada al poder de Trump, el propio Milei, la Meloni, el nuevo nazismo alemán, entre otros.
La Historia de la sexualidad de Foucault podría también funcionar como síntesis de ese momento crucial en que se menciona y trasunta al pasar El Jardín de las Delicias de El Bosco. Y no en vano es la mención que hace el ricachón en la sobremesa del palacete, que con oído artístico y sensible devuelve un día después la esposa del arquitecto, para que él diga touché, tocado. Allí vemos hasta qué punto es la fuerza de la palabra lúcida la que construye cuerpos y no sólo fragmentos desmesurados. Construye erótica y no sólo desbordes. Propone amores, aunque trasunten el dolor profundo de los desencuentros, y no simplemente excitaciones.
Si hasta parece relumbrar allí el eco del usurpador Elon Musk --y la saga Silicon Valley-- en nombre del inventor Tesla, para su provecho universal. O la guerra entre Rusia y Ucrania. O los atentados y las respuestas fanáticas de Hamas contra las regiones más progresistas del Estado de Israel. Y las respuestas fanáticas, ortodoxas, sectarias, controversiales y profundamente antisemitas de Netanyahu contra la Franja de Gaza. No hacen más que indicar que esta construcción arquitectónica que es también este film, proeza de casi tres horas y media de duración que intenta denunciar allí la extraña atracción para la época que sólo parece desear espectáculo, velocidad y síntesis simplificadora, pero que aquí nos presenta un contrapunto: espacio y extensión, las mismas épicas por las cuales el protagonista del film reproduce las celdas y cubículos de la cárcel y el campo de concentración padecido por su pueblo y su generación. La enorme y sutil diferencia, es que, en la inflexión de construir techos altos y vidriados previstos por el arquitecto, se introduce en el espíritu de la época más recalcitrante y distorsivo de lo humano, una nueva salida, un atravesamiento de esos horrores. No es de otro modo que el de una mirada profundamente espiritual en un sentido que abraza los gestos multirraciales, diversos, multireligiosos y transreligiosos. La diferencia la aporta el espacio común de lo humano, integrador y no excluyente.
Hay también un signo, un señalamiento sobre la subjetividad contemporánea, el protagonista está desmoronado espiritualmente, adicto a la heroína, y su esposa Erzsébet perdida en las secuelas inescrutables de la posguerra y sus artimañas burocráticas, sin poder ellos reencontrarse. Sin embargo, ella retorna a él, pero retorna en silla de ruedas, ambos discapacitados, amputados, mutilados, haciéndonos recordar el poema de Miguel Hernández El herido.
Allí se encuentra el corazón de este film que respira un psiquismo valioso, nos conmueve y nos despierta del letargo. En la materialidad de las vetas y las minas de Carrara, en Italia, el rico va a buscar el capricho, como dice Erzsébet de Harrison Lee Van Buren, de quien parece estar decorando una cocina, y el otro, el protagonista László Toth, que ve allí no solo un signo de grandeza humana, intentando hacer incluso frente a lo inconmensurable de la piedra y la montaña, sino también un gesto donde nos reconocemos en nuestra pequeñez y también en nuestra valía, en la obra más extensa de la comunidad. Esos cortes geométricos, metódicos y perseverantes de lo humano, sosteniendo las edades y las épocas, produciéndose su dibujo y su marca incansable en la ladera de la colina.
Si su propia sobrina Zsófia está muda de un mutismo selectivo que arroja numerosas dolencias que desconocemos, y sólo la escucharemos hablar años después señalando el retorno a Israel, es porque El Brutalista --dirigida por Brady Corbet-- es también un film judío o un film sobre el retorno a la tierra, sobre la recuperación de la propia tierra donde reconocernos, después de todos los destierros, todas las implosiones, todas las devastaciones posibles. Allí, el Estado de Israel se vuelve no sólo tierra prometida, sino Tierra elegida. No es un vientre materno sino un nacimiento en sus diferencias. No es sólo palabra sagrada, inmolada y también pétrea como las Tablas de la Ley, sino una fluctuante conmoción de cosas nuevas.
Hace años tengo en mis manos y hojeo el libro sobre Bauhaus de Magdalena Droste, y entonces encuentro en El Brutalista guiños a Walter Gropius y Mies Van Der Rohe y sus arquitecturas fabriles, propias de una época que estaría por instalar el raciocinio del homo sacer, encuentro también guiños a Foucault, guiños a la modernidad seca, guiños a la muerte seca que en algún momento de lucidez extraordinaria nos acercara esa erótica del duelo en tiempos de la muerte seca de Jean Allouch. Seca, como la ley seca de la prohibición y el vandalismo de la moral estadounidense --ellos están podridos, dicen Lázsló y Erzsebét sobre los Estados Unidos--. Seca, como la exigente mordacidad de la pureza aria. Como las genealogías pretendidamente indelebles e intachables de las grandes religiones de occidente. Sin embargo, la cristiandad, el judaísmo y el islam también enseñan otras cosas. Enseñan, ponen frente a nuestros ojos para que podamos mirar la diversa pintura que así, lejos de desplomarse nos reúne, nos invoca y nos honra por nuestro propio acto de fe, de fuerza, por la vida. Adrien Brody parece encarnar perfectamente las secuelas de ese espíritu de época que todo lo arrasa, que todo lo pretende arrasado. Desde la memorable El pianista de Roman Polanski a ésta, que parece su continuación, la saga entre un personaje histórico y este otro ficcional, pero que parecen funcionar en tándem, en las continuidades entre la guerra y la posguerra, Adrien Brody nos habla más allá de la pantalla, nos invoca a tomar posición frente a los hechos actuales, no nos habla desde estos films de época, sino desde esta época.
Cristian Rodríguez es psicoanalista y escritor.