Siento atracción por las aguas, deslizándose por las aberturas, las grietas, avanzando y avanzando entre montañas, por extensos territorios y de manera subterránea. Haciendo apariciones cuál espectro. Y estoy muy lejos del mar, y de los ríos.

Las aguas me atraen en todas su formas o envases, da igual si es río, desagüe, océano, pileta olímpica o pelopincho. Me gusta la palabra chubasco, garúa, torrencial, precipitaciones. Me gustan las calles de mi pueblo inundadas, abrir una canilla y que corra. Y los días nublados. Debería vivir en un lugar como San Pablo, Pontevedra o Vancouver. Lugares en donde llueve, sale el sol. Llueve, llueve, llueve, llueve, sale el sol, llueve, llueve, llueve, sale el sol. En un comenzar reiterado, casi permanente. Y la gota perdida en el asfalto, el sonido sobre la chapa: uno, dos, tres, hasta llegar a esa especie de zapateo celestial. Pero las aguas son así, se presentan como quieren, con el caudal que les parece, el ritmo. Nadie puede hacer nada con el ritmo de las aguas.

Cuando lloro me gusta no poder parar, porque así las aguas llegan hasta mí y se derraman. A veces no sé si las aguas me atraen o acaso soy yo que las atraigo a ellas, y tengo que tener cuidado con los vasos colmados, jarras, botellas, recipientes. Tengo que tener especial cuidado con todo lo que quepa en mis manos porque pueden pasar a las aguas: libros, celulares, llaves, dinero. Es como si yo al sentir su fuerza no pudiera hacer otra cosa que entregarle todo a ellas.

Cuando tuve que hacer mi residencia, me tocó trabajar en un barrio de pescadores junto a otros residentes. Una vez una mujer nos invitó a pasar a su casa, nos preparó torta asada y unos mates dulces con burrito. La pava en el piso de tierra y el mate entre sus manos, hablaba del río. Y dijo: el río es como un padre, al río se lo respeta. Al río se le pide permiso para entrar en sus aguas, y se le hacen oraciones para sacarle sus peces, y hay que escuchar al río. Cuando alguien no lo hace, el río toma represalias, y es así que algunos hombres asumen el deporte de la pesca o por la simple supervivencia y entran así, sin permiso, y es así, que a veces, algunos no salen, no vuelven, o eso que vuelve es una copia falsa de lo que fue. Cosas del río, cosas de las aguas diría yo.

No sé surfear las olas. Creo que tampoco me interesa aprender a hacerlo, no quiero saber surfear ningún tipo de ola, me gusta que la ola me agarre, me eleve, me suelte, me revuelque y me arrastre. Por eso me meto poco al mar.

A mamá no le gustan las aguas, solo las de la de ducha, las que corren por las cañerías, las que salen por las canillas. No le gustan los ríos, ni los mares, tampoco las piletas olímpicas ni las pelopincho. Tiene miedo de no ver el fondo. No sabe nadar y no siente eso como una debilidad. De alguna manera ella cree que no saber nadar, ni flotar, es una manera de salvarse.

Un recuerdo infantil: ella sobre una canoa, con mujeres paseando por alguna laguna, un estanque, un río, un mar. Da igual, era mucha agua y la costa estaba lejos. Alguien perdió los remos y cómo hacemos volver. La imagen siguiente es la de mujeres gritando. Y el movimiento inquietante de la canoa, por las olas, por los cuerpos agitados, por la desesperación. Esa es la explicación de mamá a su temor por las aguas.

Venimos de un mundo acuoso, viviendo más como peces que como animales terrestres, flotando y girando, flotando y girando. Un mundo en donde no se necesita más que eso. Y después salimos a este otro mundo más de tierra que del aire, y nos olvidamos de nuestro ser anfibio. Olvidamos nuestro mundo primero, hacemos como un pacto y decimos: este mundo, como si fuera el único. El olvido parece ser el precio que pagamos por la adaptación. Y las aguas se nos vuelven ajenas. Ajenas y peligrosas.

Una vez un nadador me dijo: no entiendo la condición humana fuera del agua. Tal vez él sea uno de esos peces-hombres que no perdió tanto la memoria. El problema se le presenta estando demasiado tiempo fuera del agua, y entonces la vida de los hombres sobre la tierra le resulta inexplicable, sufre en sus intentos de adaptación. “Sapo de otro pozo” dice, yo diría “pez de otro estanque”. Se lleva mal con el mundo de los desmemoriados. No entiende algunas de sus leyes. Le resulta difícil integrar esa cosa doble de las personas; que alguien tenga como un suelo y un subsuelo más oculto, una superficie diferente a lo que sucede en un lugar más subterráneo. Y entonces es él, el que parece raro, distante, como la estatua de un guerrero romano intentado hacer bien su parte, pero fracasando al mismo tiempo. Y de verdad lo entiendo, porque a veces a mí también se me olvida olvidarme del mundo del agua, y quisiera volver, que me salgan branquias y no necesitar salir para respirar.

A veces las aguas piden que se les devuelva lo que es suyo. A veces las aguas no tienen ni piedad ni paciencia, y avanzan creciendo y creciendo, rompiendo puertas y ventanas, tomando cosas de forma voraz y enloquecida. Otras veces solo se manifiestan de formas misteriosas, contando cosas para las que no hay palabras, y es ahí que resulta más fácil entender, que quizás en esa lengua de lo continuo no exista tanto eso de lo tuyo o mío.

Y como cuando las aguas dulces se mezclan con las saladas, y en ese estado de confusión crean nuevos cuerpos celestes y verdes, hechos de agua, por momentos más turbios, por momentos de una claridad insoportable; estoy así, confundida, no sabiendo bien si somos del agua, o si acaso somos una forma más del agua, el resultado de alguna otra confusión entre las cosas.