Osvaldo Bayer decía que la historia de Gerónima Sande era la historia de Latinoamérica. Trágica. Donde unos dominan para que otros obedezcan. Primero con la espada y la cruz, luego con el rémington y los títulos de propiedad, y actualmente con incendios forestales intencionales, cosa de culparlos también de pirómanos contra su propia tierra.
Gerónima era una bella mujer, de mediana edad. Sabía quién era y cómo quería vivir. En 1976 una patrulla rural la levantó de su cueva en Trapalco, provincia de Río Negro, donde estaba descansando junto a sus hijos. Ese lugar funcionaba como un puesto para cuidar a las chivas. Allí la calefacción era a base de piedras calientes, el fogón al medio y algunos cueros tendidos para pasar la noche.
Era madre soltera porque así le iba mejor, sin ningún violento que la sometiera. Su otra cueva era un ranchito diminuto de ladrillos de adobe en el paraje llamado El Cuy, a pocos kilómetros. Vivía a la usanza antigua también ahí, un fogón en el medio, los cueros de chivo hacían de colchón y abrigo, una olla de fierro y unos pocos cubiertos que había cambiado por cuero de chivo. Eso era todo lo que necesitaba para vivir junto a sus hijos Emiliana, Paulino, Floriano y Eliseo, de entre tres y once años.
En agosto de 1976, una patrulla que andaba cerca del paraje se los llevó de prepo al hospital de General Roca. En esos tiempos era común que en los ranchos de la meseta los habitantes rurales le temieran al servicio de salud. Se los llevaban como si fuera una perrera y los encerraban en hospitales, sin ningún tipo de explicaciones. También porque había un interés en las tierras fiscales, que ellos siempre habían habitado sin títulos de propiedad. Cuando mucho, algún permiso para el pastaje y nada más.
El médico psiquiatra Jorge Pellegrini escribió que, para mediados de agosto, Gerónima era como un fantasma por los pasillos del hospital zonal de Roca. No entendía absolutamente nada de lo que estaba pasando, ni por qué la habían separado de sus hijos. Cuando el médico le preguntaba sobre su vida, era una mujer sin historia. No quería hablar, “no colaboraba” ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué querían de ellos?
Nadie le pidió permiso para examinar a los pequeños, revisarlos, todo tipo de personas metiendo mano en nombre de la civilización. A la madre lo primero que hicieron fue bañarla a la fuerza varias veces, porque el olor de los cueros y el humo lo tenía impregnado en la piel, en el pelo y eso, en la urbanidad, era sinónimo de mugre. Pero por más que fregaran su piel seguía siendo marrón, su pelo por más shampoo era grueso y negro.
Su historia clínica quedó escrita como si fuese un interrogatorio a una mujer ingresada al hospital sin estar enferma. En su cueva de Trapalco, Gerónima tenía sus yuyos para el empacho, un río de aguas limpias donde se bañaban y mucho tiempo para vivir reuniendo los chivos.
El doctor Pellegrini fue quien publicó su historia en 1981 y abrió una gran incógnita sobre la intervención del sistema de salud y cuán violento puede ser a veces, cuando solo se juzga por la apariencia de creer que el otro lleva un estilo de vida inapropiado e insalubre. Gerónima no sabía leer ni escribir, tampoco sabía cuántos años tenía. Hablaba un castellano campesino, quizás pensando en mapuzungún, armando las frases con la memoria en el pasado como hablaban sus padres.
“En el suelo tenemos pilches para tender, arriba ponemos la frezada y un poncho”, le contestaba al médico. Se esmeraba en explicarle con detalles para que los dejasen volver al pago. La interrogaban como si viniera de otro planeta, como si no tuviera sentido común, con un gran desconocimiento sobre las costumbres del campo. Con cosas como:
-¿Hace frío en Trapalcó?
-Poco frío.
-¿Y cuando nieva?
-Cuando nieva hace frío.
-¿Cómo es la casa donde viven?
-Con pared, pa´todos lados tiene pared y chapa y tirantes.
Su historia clínica dice “Estado actual: comiendo lo que puede, alimentándose de osamentas y comidas esporádicamente, con los cuatro partos domiciliarios, nunca atención médica”. Cuando dicen "osamentas", se refieren a los huesos hervidos, al queso de pata, al charqui que Gerónima colgaba de los tirantes. Sus hijos habían nacido en su casa, estaban sanos y nunca habían tenido una enfermedad.
Le diagnostican Anamnesis básica y a los chicos raquitismo. Nunca habían visto una cama, un televisor, no sabían usar el baño. Los observan, los estudian, les sacaban radiografías, de pronto desmejoraron y descubrieron que, por desconocimiento y miedo de usar el baño, se les forman globos vesicales. Comenzó entonces a aparecer la palabra “hospitalismo”.
Los días pasaban sin poder ver dónde tenían a sus hijos, ninguno había vuelto a verse desde que la patrulla los entregó a ese lugar frío y oscuro. De dormir todos juntos abrazados en sus cueros a dormir tristemente solos y por separado.
La madre cada día era más trashumante en un espacio limitado de luces blancas, no quería usar la cama, prefería el piso y las enfermeras poco amables, primero la trataron distantes, como si se tratara de un animal arisco, y luego a los tirones como queriendo domar a ese animal que, según su criterio, no debía tener sentimientos.
Paulino, su hijo, recibió penicilina intramuscular durante once días. Emiliana a los veinte días de internación comenzó a rechazar el alimento y perdió peso, tenía tos emetizante y recibió también unas dosis de penicilina. Durante estos estudios, Gerónima los escuchaba del otro lado de la puerta llorar, llamarla, gritar. “Ella se mantiene huraña y agresiva”, quedó escrito en los registros.
La historia clínica seguía aumentando, como un experimento de la civilización. “Luego de trece días de internación Gerónima tiene patología respiratoria de etiología y diagnostico entre interrogantes. Recibirá nueve días de penicilina en su habitación de aislamiento. No colabora.”
Un psiquiatra informa sobre el brote psicótico de la madre, como reacción al medio en que se encontraba, y advierte que el desmejoramiento tiene un origen psíquico. Había sido medicada con Ampliactil por su excitación psicomotriz. Gerónima no se adaptó a la imposición, no fue dócil ni sumisa. Se rebeló, intentó escapar y romper las ventanas ante el encierro. No le atrajo en lo más mínimo el televisor ni la radio, mucho menos los tubos fluorescentes y la comida en bandeja. Lo único que le importaba eran sus hijos y qué hacían con ellos. A nadie se le ocurrió sentir respeto por sus costumbres, ni le pidieron autorización para revisarlos. La violencia institucional que padeció la familia los hundió en una tristeza sin retorno.
“Mis chicos saben cantar, cantan así nomás, pero qué van a cantar acá”, decía.
Doce días después, el equipo médico se reunió para evaluar el pedido del grupo familiar que manifestaba su deseo de reintegrarse a su medio habitual, es decir volver al Cuy, todos juntos a dormir como dormían, vivir a su gusto, sin imposiciones culturales que limitaran su rutina campesina. Como los sacaron de su cueva en el Cuy, los devolvieron con fastidio, como si hubieran fracasado en el intento de adoctrinar a una mujer. Los tiraron en su rancho, pero ya no eran los mismos. Habían vuelto cambiados por todo lo vivido.
El 15 de septiembre a las 12.30 horas, Gerónima regresó al hospital con sus cuatro hijos. Llevaba en sus brazos a su hijo Paulino muerto. El día anterior había aspirado el vómito producto del coqueluche. No tuvo defensas. Dos días después murió Emilia a las 5:55 horas por el mismo motivo. No tuvo defensas. Días después le tocó a Floriano. Había contraído coqueluche en la internación anterior y tampoco tuvo defensas. Eliseo también contrajo coqueluche. Único sobreviviente.
La historia clínica de Gerónima dice que luego del ingreso con su hijo muerto en brazos, “se psicotiza”. Inmediatamente la llevaron a su casa de Trapalco, sola, sin sus hijos para evitar que se contagiase, pero no resistió y también falleció. La madre tampoco pudo con el virus intra-hospitalario.
En la década del setenta hubo muchas Gerónimas encerradas en hospitales psiquiátricos. Muchos niños como sus hijos, obligados a ir a Escuelas Especiales, por considerarlos con retraso madurativo, solo por ser callados, sumisos, respetuosos de ver todo por primera vez. Hubo maestros tan rigurosos que no gastaban su tiempo enseñándoles a los mapuchitos, porque “si son indios de pelo duro como los monos, no aprenden”.
El prejuicio no murió en El Cuy con la familia Sande, sigue su camino carcomiendo todo lo que tenga un mínimo de tonalidad marrón. Los médicos y enfermeras le decían que lo que allí se hacía, se hacía por el bien de ellos, para ayudarlos, darles una mano. La madre nunca lo vio así. Siempre sintió una invasión a su propio modo de vivir y por eso es recordada su frase, la que les gritó mientras le ponían el chaleco de fuerza, como si estuviera loca, “no quiero que me den una mano, quiero que me saquen las manos de encima”.
La cantante y actriz mapuche Luisa Calcumil fue la encargada de ponerse en la piel de Gerónima en 1986. La película, "Gerónima", fue dirigida por Raúl Tosso. Basada en el escrito del doctor Pellegrini.