Es posible que todas las lectoras de este suplemento tengan uno o varios amigos que disfrutan del sexo con aditivos. Amigos que consumen cocaína, éxtasis, poppers, MDMA, ketamina, GHB y hasta clonazepam a la hora de tener sexo con sus parejas o para tener sexo grupal con conocidos y/o extraños totales en las madrugadas de los fines de semana en alguno de los numerosos “afters” que proliferan por la ciudad de Buenos Aires y que se realizan en casas o departamentos, usualmente después de alguna fiesta electrónica en la que también han consumido drogas pero con el objetivo más pío de dejarse llevar por la música mientras bailan.
Es posible que observen esta práctica con mayor o menor simpatía, con mayor o menor preocupación, pero es improbable que la consideren un problema de salud pública grave o que hayan dado gritos de alarma tras escuchar un relato en primera persona de uno de estos fines de semanas de locura. Hasta ahora.
Las cosas han cambiado. No porque el fenómeno se haya extendido, porque se haya vuelto más común o se haya convertido en una “epidemia”. Nada de eso ha sucedido en nuestras tierras. Lo que sí sucede, desde hace unos meses, y de un modo que podía preverse, es que los medios locales han importado un término made in Europe para nombrar esta práctica conocidísima, un término que no oculta su tono patologizador y que no ha tardado en generar pánico, una vez más, alrededor del sexo de las locas.
El término en cuestión: CHEMSEX (en mayúscula y exclamado por favor). Traducción: sexo con suplementos químicos. La despistada que no haya leído ninguna de las notas catástrofe aparecidas en Infobae, Clarín, La Nación y otros medios de prestigio (artículos que básicamente hacen copy/paste de informes igualmente perezosos publicados en medios británicos, norteamericanos y españoles) exclamará con razón que no hay nada nuevo bajo este sol narcótico. ¿No es acaso parte de la experiencia sexual de les humanes desde el principio de los tiempos el uso de algún tipo de suplemento para propiciar acercamientos, fusiones y explosiones o simplemente para sumarle intensidad a un ejercicio, que como todos, puede volverse rutinario y perder lustre? ¿Qué hay de nuevo, entonces, como para que vuelvan a posarse sobre el sexo de las locas la sospecha, la desconfianza, el temor y la paranoia que quisieron sofocarlo durante la crisis del sida? La lectora avispada desconfía, entonces, y comienza a hacer preguntas.
Una amiga entendida, viajada o simplemente snob la pone en tema. Le habla de “fiestas” que serían exclusivas del colectivo gay y que se sostienen gracias al consumo de distintas drogas estimulantes o psicotrópicas que alargan o potencian el éxtasis, la violencia, la ternura, la comunión de los cuerpos y las almas o lo que fuera que sus consumidores creen que quieren encontrar. Agrega que estos encuentros, conocidos también como MTV (“Meth, Truvada, Viagra”) o como “Party and Play” (Fiesta y Jueguitos), pueden durar todo un fin de semana, comenzando un viernes a la noche y extendiéndose hasta la madrugada del lunes.
La lectora desconfiada pregunta entonces qué diferencia a las sesiones de “Chemsex” de las que localmente se promocionan en Grindr, Scruff y otros apps de levantes (¿hay algún app que no sea un app de levante en el cielo gay?) recurriendo a códigos apenas velados como VICIO, MRKA, DURO BUSCA DURO, etc. Las fiestitas con cocaína son parte de los paraísos artificiales gay desde hace décadas y nadie se la ha ocurrido lanzar una alerta sanitaria por eso. Esto a pesar de que, como se sabe, la combinación bastante frecuente de cocaína y viagra no es muy recomendable desde el punto de vista arterial y coronario. Y de que, en tanto estimulante, la cocaína puede llevar a más de un usuario a saltearse pasos necesarios para la prevención de enfermedades o a situaciones peligrosas para su salud física y psicológica. Estamos entonces ante un misterio: ¿qué es lo que ha encendido las alarmas de opinólogos, terapeutas, médicos, madres y almas bellas de distintas profesiones? Empecemos por escuchar a los fiesteros.
Hay drogas y drogas
Buscando testimonios en primera persona para escribir esta nota me conecto a Facebook y empiezo a escanear mi lista de contactos en línea, entre los que el número de atorrantas globales no es menor. Inicio una serie de diálogos paralelos sobre “chemsex” y en pocos minutos tengo respuestas utilizables con origen en Berlín (faltaba más), New York, Londrés, Río, Madrid, Barcelona, Miami y Buenos Aires. Es claro que estamos ante un fenómeno extendido a lo largo y a lo ancho del llamado mundo occidental. Quien proporciona la clave del asunto es un arquitecto argentino que reside en NYC hace casi dos décadas:
“Yo asocio Chemsex con el Crystal Meth”, explica. “Drogas y sexo es algo muy común. El Crystal Meth introduce otro elemento. Yo lo probé una sola vez. Me contacté con un pibe por Scruff y ya había algo raro en la comunicación. Era lento para responder. Me di cuenta antes de llegar a su departamento que la situación me iba a exigir un compromiso mucho mayor que el de ir, garchar, e irme a mi casa. Estaba implícito que iba a ser un compromiso de toda una noche y que íbamos a sellar una especie de hermandad, un ritual de pertenencia a una comunidad. Estuvo bueno. Te prolonga la calentura al infinito. Tenés como una erección permanente y no tenés ganas de acabar. Cogés un poco. Parás. Tomás más Crystal. Te acariciás en el sillón. Charlas. Volvés a coger. Y así por horas con la pija parada. Tenés un deseo muy fuerte pero no se concreta nunca. Hay un punto, que es el punto de la madrugada, en el que te baja una ficha y te das cuenta de que hay algo raro, algo que está mal, que esta extensión del placer está llegando a un límite oscuro. Ahí me dieron ganas de irme. Pero claro, otros ahí deciden seguir y pueden extenderlo todo el fin de semana”
En la acepción acotada que emplea el arquitecto, “Chemsex” no alude simplemente al consumo de sustancias psicoactivas para adornar los deleites del sexo (esto es tan viejo como las bacanales dionisíacas, sino más) sino al consumo de drogas muy específicas como el GHB (conocido a veces como “éxtasis líquido”), la Mefedrona y, sobre todo, la Metaanfetamina (conocida popularmente como Crystal Meth o Tina) con el objetivo de incrementar la sensibilidad de los cuerpos y extender los encuentros sexuales más allá de los límites convencionales. La extensión de estas sesiones y el hecho de que esta práctica esté asociada al aumento de infecciones de hiv, hepatitis y otras ETS registrado en los últimos años en distintas capitales del mundo hicieron que los sensores oficiales estallaran. El Royal College of General Practitioners, el organismo profesional que reúne a los médicos clínicos del Reino Unido, declaró en 2015 que el “chemsex” representa un patrón de uso que suele llevar a una serie de efectos colaterales potencialmente dañinos como la transmisión de ETS y la extensión de problemas de salud mental como la ansiedad, las psicosis y las tendencias suicidas. El Ayuntamiento de Barcelona, por su parte, decidió incluir esta práctica en el Plan de Drogas de la ciudad pese a que se trata de un fenómeno residual al interior del colectivo gay. ¿Las razones? Los riesgos importantes que conlleva y el aumento de los trastornos asociados con la práctica: “En los últimos años ha habido un aumento del porcentaje de hombres que inician tratamiento por trastornos de consumo de estas sustancias y en 2016 estos supusieron el 7% del total de inicios de tratamientos por trastornos por uso de sustancias en hombres”. Si el relato suena conocido es porque reconocemos el cuentito más allá del cambio de rostro de los personajes. Lo que nos dicen hoy del chemsex, del meth, del G, es lo mismo que siempre se dijo de las drogas extremas. Y del sexo gay con o sin aditivos.
Fuera del círculo mágico
A fines de 2015 la compañía de medios VICE lanzó Chemsex, un documental sobre el fenómeno dirigido y producido por William Fairman que se presentaba como “una demostración confesional de la búsqueda de intimidad y conexión por parte de una comunidad. Esta búsqueda crea una realidad paralela, un mundo secreto en el que las personas esconden su adicción a la vista de todos, y viven en un círculo de placer y dolor extremos, validación y aislamiento”.
El documental cae en todos los lugares comunes de la construcción de un pánico moral y en los métodos probados para demonizar el uso de sustancias psicoactivas tras más de cuarenta años de “guerra contra las drogas”. Se sabe: no hay usuario de drogas que las use porque éstas le producen placer o porque potencien y expandan una experiencia de por sí gozosa. De ninguna manera. El uso de drogas responde invariablemente a un trauma y en el caso de esta comunidad en particular el diagnóstico está servido de antemano: es probable que los desarrollos de los últimos años nos engañen, pero no debemos olvidar lo traumáticas que han sido la niñez y la adolescencia de los gays que hoy tienen entre 30 y 40 años (a quienes en general se señala como víctimas predilectas de esta práctica). El uso de ciertas sustancias vendría a funcionar como prótesis química desinhibidora, como suplemento capaz de restaurar momentáneamente el alma de estas personas dañadas. Como sabemos, estos intentos de restañar una herida “interna” recurriendo a auxiliares “externos” nunca llega a buen puerto: la prótesis química se transforma en una necesidad y los dañados inician un círculo de consumo y destrucción del que no pueden salir. De aquí a la patologización del uso de drogas hay un paso muy corto. Que en el documental se da de inmediato cuando aparece en escena el “experto” que ha acuñado el término “Chemsex” y que, vaya casualidad, es el fundador de una cadena de clínicas dedicadas exclusivamente a socorrer a la comunidad frente a este nuevo flagelo. El recorrido es conocidísimo: psicologización - medicalización - institucionalización - negocio.
A este efecto, el documental decide presentar una serie de historias de fuerte tono moral en las que se cumple la máxima de Scott Fitzgerald retomada por Deleuze: “Toda vida es un proceso de demolición”. Banqueros que a los pocos meses de probar Crystal Meth pierden su trabajo y “se ven obligados a vender su cuerpo”. Niños ricos que a fuerza de entregarse a orgías terminan viviendo con hiv en la calle. Jóvenes promesas que tienen su encuentro fatal con el GHB y el éxtasis y desde entonces abandonan sus sueños y quedan encerrados en un círculo infernal de insatisfactoria búsqueda de satisfacción. Pueden imaginar el resto de las “historias reales de la vida real”. Todo esto acompañado de una música tenebrosa, una calidad de imagen inferior a la de un iPhone y que es inverosímil en nuestros días y una serie de decisiones estéticas y estrategias visuales (zoom al brazo de un maricón al recibir un jeringazo, close ups de ojos ciegos bien abiertos, testimoniantes colocados frente a ventanas que muestran la alegría de la vida allá afuera que se sacrifica por este hundimiento en el agujero interior, etc) que logran soldar la asociación entre el sexo bajo la influencia de sustancias y un paisaje psicológico marcado por la adicción, la desesperación y el terror.
Si todo esto resulta familiar es porque se trata de un guión que sigue todas las instrucciones para la demonización de los narcóticos que las políticas punitivas han vuelto de manual. Lo notable es que el pánico moral alrededor del “Chemsex” es en parte compartido por miembros de la comunidad gay que tienen sexo químico. El sexo con drogas “menos duras” parece haber sido incorporado a lo que la antropóloga norteamericana Gayle Rubin llamó “círculo mágico” de las prácticas sexuales; esto es, las prácticas sexuales que son consideradas “buenas”, “normales”, “naturales” y que se recortan contra aquellas que son “malas, anormales, antinaturales y malditas”. Si la cultura sexual gay se ha caracterizado por desestabilizar el círculo mágico instalado por la heteronormatividad, no es menos cierto que en su interior se reproducen las lógicas jerarquizantes y excluyentes propias de la heterosexualidad obligatoria. El “Chemsex” asegura que siga existiendo ese polo temible y aberrante contra el cual las prácticas sexuales propias pueden afirmarse y sostenerse de modo tranquilizador.
Algunos de los testimonios recogidos para esta nota parecen ir en esta dirección. Gorani, un economista de Europa del Este residente en NYC, nos cuenta: “Definitivamente el chemsex es un problema en los grandes centros urbanos. En tiempos de prep no llega a producir una crisis de salud pública como muchas veces se dice, al menos no en Europa ni en EEUU, pero sí es un problema en términos de adicción. Lo que sentís cuando cogés con G o con Meth no puede compararse con lo que sentís cuando tenés sexo sobrio. Por eso el potencial de adicción es muy alto, especialmente entre personas que no tienen una estructura muy sólida o que usan las drogas para trabajar, como los trabajadores sexuales. Por supuesto, no se trata en sí de la sustancia. Puede haber una adicción psicológica a la intensidad del efecto, y para mucha gente es difícil sostener una relación saludable con esas sustancias justamente por eso. Definitivamente el pánico alrededor del tema no ayuda en nada, como con todas las drogas. Sería genial, en cambio, que hubiera más información disponible y más educación sobre los riesgos”.
Goran parece dar en el clavo. No se trata en efecto de descartar que pueda haber un problema con el uso de ciertas sustancias como combustibles de la aventura sexual. No se trata de invisibilizar el dolor y el sufrimiento que pueden estar atravesando algunos de sus usuarios. No se trata de negar la incidencia de esta práctica en un nuevo aumento de los casos de hepatitis, hiv y otras enfermedades de transmisión sexual. Menos aun de minimizar la gravedad de la adicción como enfermedad absolutamente moderna sobre la que por cierto hay múltiples debates y abordajes. Se trata de poner estos riesgos en un contexto, de entender la complejidad de sus causas más allá del pánico, y de arrancar de las garras de la moralización un modo de la sexualidad que según muchos de sus practicantes puede ejercerse responsablemente como búsqueda del placer en línea con el tono experimental y emancipador que han tenido muchas de las prácticas sexuales del colectivo gay y que hoy pueden sucumbir a la ola normalizadora de la homonormatividad.
Muchos de los testimonios que he recogido enfatizan el carácter pedagógico de lo que con horror se llama “Chemsex”. Las drogas son señaladas una y otra vez como motores de la amplificación y la intensificación de la experiencia, como aquello que puede devolverle el carácter de aventura en sentido radical a la sexualidad no reproductiva. El mantra amenazante que repiten los y las periodistas consternades (que los usuarios de ciertas sustancias se desinhiben al punto de perder ciertos miedos y dejar caer ciertas barreras) puede ser recuperado como slogan de una sexualidad afirmativa y celebratoria de la vida en tanto continua expansión de lo posible. En breve: bien utilizados, las drogas, el alcohol, pero también la imaginación, los juegos de roles, los disfraces y demás prácticas creativas, pueden salvarnos del tedio mortal de la sexualidad adocenada del matrimonio, que, como sabemos, ha dejado de ser monopolio de nuestros amigos hetero.