Antes de subrayar algunas de las numerosas virtudes del libro de Fernanda Molina, me gustaría situarlo en lo que, al menos para mí, constituye la condición de posibilidad de su existencia.

Hacia mediados de la década del setenta del siglo pasado, la mirada del historiador se desplazó hacia el estudio de la cultura material y de las sensibilidades. La descripción de la vida cotidiana (tanto material como mental) de las sociedades del pasado -de los hábitos gestuales, físicos, afectivos, alimentarios y mentales- se encontraron en el centro de este discurso. Se desarrolló el interés por las "aventuras del cuerpo", como dijo Jacques Le Goff. Por supuesto, el mayor impulso vino de la mano de los estudios arqueológicos de Foucault.Pienso que habría que combinar esa perspectiva arqueológica con algunas de las precisiones de Michel de Certau para alcanzar el punto nieve que el método de Fernanda hace brillar: "Del nacimiento al duelo, el derecho se apropia de los cuerpos para construir su texto... los transforma en tablas de la ley, en cuadros vivos de reglas y costumbres, en actores de un teatro organizado por un orden social [...] Bajo el reino de la escritura, el cuerpo es so´lo cuerpo por su conformación a los códigos." 

De Certeau propuso ver lo que del cuerpo escapa a la ley de lo que se nombra; así sería necesario observar lo que no se encuentra "rehecho" por el orden de la escritura, lo que no es recolectado por la institución, lo que está en el borde del archivo, del lado de las líneas de fuerza que tensionan su diagrama. El cuerpo es lo otro y lo ausente. Puesta a leer, por imperativo ético, aquello que en los documentos no está escrito, el trabajo de Fernanda nos sorprende con un resplandor inusitado: más allá de los documentos, en sus bordes, en los presupuestos que se deducen de los enunciados teológicos y judiciales, Fernanda encuentra una chispa de vida, algo que escapa y se resiste (porque bien sabemos que donde hay poder hay resistencia) a los dispositivos de normalización y las fantasías de exterminio. 

En Cuando el amor era pecado (Plural Ediciones), Fernanda parte (cómo no) de las caracterizaciones teológicas de los placeres venéreos y las lujurias, en particular la sodomía, que nosotros nos atrevemos a experimentar con inocencia sin saber que la hubo perfecta o imperfecta. La perfecta, nos enseña Fernanda, fue para algunos teóricos la que implica derramamiento extraordinario de polución en el vaso trasero, por lo general "adoptando posiciones bestiales".

Yo, que por mi formación y mis emplazamientos laborales no tengo por qué privarme de novelerías, gozo mucho imaginando los debates entre los señores teólogos en relación con este asunto delicado y no termino de entender cómo ellos no se percataron de que un tratamiento tan pormenorizado de la relación entre mucosas y fluidos, entre vasos y posiciones adoptables para la mejor recepción del líquido seminal iba mucho más allá de lo escolásticamente recomendable. 

No sé bien si la Edad Media tuvo pornografía en el sentido que los antiguos y nosotros le damos a ese término, pero las elegantes palabras convocadas para decir lo indecible tienen todavía una potencia para hacernos imaginar lo inimaginable que hace que el desprecio de los teólogos, los legisladores y los funcionarios coloniales se confunda muchos veces con la forma-deseo.

Los anatemas que Fernanda recupera del Concilio de Toledo (693): "que el fuego de la eterna condenación consumirá a los hombres que se entreguen a semejantes inmundicias", lejos de llamarnos a recato nos pone a hervir la sangre. 

Los cinco capítulos del libro brindan lo que prometen: Sodomía, Justicia, Poder, Religión e Identidad. El primero es el más sexy por lo que nos obliga a imaginar a través del léxico convocado. El último es más delicado, el más hermoso, el que justifica el título del libro. 

Herido, fetichizado, hechizado, el cuerpo del sodomita colonial dice una verdad que al mismo tiempo desmiente: es un cuerpo que, por marcado, establece consigo mismo una relación paradojal: dice lo histórico y al mismo tiempo lo niega, o dice que la historia no es sino la persistencia del Pasado, a través de unas marcas en el cuerpo, en el presente. La historia no es lo que ya pasó, sino lo que sigue sucediendo.

En "Identidad", Fernanda se aparta un poco del rigor teológico y legislativo. Descubre en los documentos que, además de los asuntos nefandos, había besos, abrazos y palabras de amor que muchas veces pudieron invocarse como atenuantes del horror. "Peligrosamente amancebados", los sodomitas coloniales aparecen como algo más que desordenados sexuales: constituyen individuos que eligieron vivir una sexualidad nefanda de manera exclusiva, que se empecinaron en descubrir, por la vía del vaso trasero, un modus vivendi que lo convertía en "sujetos particulares" (en un más allá de los universales tomistas), en hombres diferenciables del resto de la masa masculina. No son una "especie" (como postularán la medicina y la psiquiatría del siglo XIX), pero tampoco sólo una categoría jurídica. 

Constituyen ya, me atrevo a proponer a partir de lo que leo en el libro de Fernanda, lo que Marcel Proust llamará una "raza maldita", una comunidad imposible que se empecina en sostener una forma de amor, transmitir un "saber sodómitico" entre generaciones, construir redes como manera de vincularse solidariamente en un medio hostil. 

El libro incluye una sola imagen visual, la del aperreamiento de un grupo de sodomitas por parte de Vasco Núñez de Balboa, según el grabado de Theodor de Bry (Frankfurt, 1594). Las demás son imágenes verbales, objetos verbales, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata. 

Fernanda elige leer en esos fragmentos de discurso el reverso del grabado de Theodor de Bry: el amor con táctica de resistencia y como desestructurante de las relaciones sociales. ¿Cómo no compartir con ustedes la felicidad por la aparición de este libro que nos permite empezar a contestarnos cuándo nacieron nuestros cuerpos?