La transformación del Bajo, de toda la línea de la costa norte del Río de la Plata, pero en especial del Bajo San Isidro y de su vecino del norte, Punta Chica, en el partido de San Fernando, comenzó en los noventa. 

Fue entonces, en pleno auge del fin de la historia (Francis Fukuyama dix it) cuando, en un exceso de optimismo, el ensoberbecido capitalismo filo menemista, en este caso representado por la familia Soldati, construyó y puso en marcha la aventura del Tren de la Costa. 

En cada estación un shopping y un parque de atracciones en la cabecera. Esa era la fórmula del éxito, pero falló. Aquellos centros comerciales hoy son espacios semivacíos, fantasmagóricos, que como industriales abandonadas, nos recuerdan nuestra fragilidad y, sobre todo, la insignificancia de nuestros planes, deseos y existencias. 

El Bajo era, hasta aquella década bisagra, un espacio fuera del radar del negocio inmobiliario, donde se alternaban construcciones precarias, terrenos inundables, muelles y bajadas náuticas y alguna que otra casa bien terminada. 

En los noventa hubo operaciones y construcciones, pero la naturaleza rústica, ruda, de un vecindario curtido por las inclemencias del río, arrinconada y todo, resistió. Hoy casi no hay lotes pelados y son los bares y restaurantes chetos, los que coexisten con las viviendas elevadas, coloridas, hechas de madera y chapa, que los precedieron y, todo indica, los sobrevivirán. 

Y esa zona, como todas las riberas plagadas de personajes e historias interesantes, tuvo su propio escritor. Si Dal Masetto narró como nadie el bajo porteño, si Conti homenajeó al delta del Tigre, quien le puso palabras a esta zona fue Enrique Wernicke. Cinco días consecutivos de lluvia y viento sudeste son una ocasión inmejorable para recordarlo y recrearlo. 

Conocido por su obra cumbre, la novela "El agua", que narra las desventuras de un empleado del ferrocarril jubilado, que lucha por salvar sus pertenencias (y lo que queda de su vida) de una inundación, en realidad las sudestadas fueron para él un tópico recurrente. Lo abordó antes en "La ribera" (1955), desde la perspectiva de un desclasado, acaso parte de sí mismo, un periodista que cambia su oficio por otro manual para vivir junto al río. 

"No puedo compararme sino con lo que fui. Viví en Europa, fui periodista. Vestí bien, comí mejor, anduve los bulevares, estuve entre la gente, en un mundo caliente y terrible. Hoy soy un hombre de la ribera que se arremanga los pantalones para no embarrarse las bocamangas", se confiesa.

"Soy más feliz. Puedo, al menos, llegar a ser más feliz. Reconozco, sin embargo, que hasta la más completa paz que llegue a brindarme esta existencia tendrá un perfume casi desvanecido de desastre. Porque los sauces, el río, el cielo, el solitario ajetreo de mis manos, no bastan para darme el sentido del hombre", concluye.

"Un espantable bramido, semejante al del mar que se estrella en las rompientes, recordaba la furiosa tormenta que castigaba el bosque. Pero allí, en la sala, todo llegaba amortiguado, con esa lejanía que tienen a veces los hombres aquejados por grandes sufrimientos". Así arranca "La tormenta", un cuento anterior, publicado en el volumen "Cuentos completos".

Las tormentas son, para Wernicke, atajos hacia el alma, o corrosivos que atraviesan membranas y protecciones hasta dejarla al desnudo. Y el alma no es sino el depósito de los dolores que acumula el sujeto en su tránsito por la vida. 

A él le tocaron unos cuantos: la bebida, como a Onetti, la probreza que obliga a correr la coneja y laburar de cualquier cosa, como a Arlt, y la desilusión política tras larga militancia en el Partido Comunista. Afortunadamente para él, falleció en 1968, poco después de la publicación de "El agua" y no llegó a ver la etapa más oprobiosa de la organización a la que dedicó su vida, o al menos buena parte de ella.

Su prosa fue despojada, sencilla, ágil, la ideal para describir y narrar peripecias de personajes que vivían exáctamente así. Su crudeza, su economía de adjetivos, su ojo despierto para captar lo esencial de la gente de laburo, lo convierten un poco en un Camus criollo. 

Wernicke hizo un culto literario a las sudestadas, a la costa del río y a su gente. Ocurre que esas tormentas son majestuosas, imponentes. Difícil que quien haya visto una desde la orilla olvide ese espectáculo. Algunos, además, quedan prendados y se instalan allí, para ser parte de él, para fundirse con la masa de agua y aire en movimiento. 

Si las tormentas de agua y viento eran el ejemplo más claro de la furia de la naturaleza más de medio siglo atrás, cuando no existía el cambio climático, y la soberbia y la capacidad de daño de los hombres no era ni la mitad de la actual, bien vale preguntarse qué escribiría Wernicke hoy si nos viera.