El respeto de la Constitución no es una opción. Es el máximo contrato que rige la convivencia entre todos los habitantes. La Constitución fija una serie de principios y reglas, que son límites a la autoridad, al momento de aplicar una pena. El legislador, los jueces y funcionarios del poder ejecutivo están sometidos a ellos. Las conductas prohibidas y las penas deben estar previstas antes de los hechos y solo pueden imponerse luego de un debido proceso. Pero, además, esa respuesta debe estar ajustada a otros principios que también fija la Constitución, como los de culpabilidad y proporcionalidad. No conocemos ningún jurista argentino que predique o adoctrine para la impunidad, o que haga escuela para favorecer a los delincuentes en contra de los intereses de las víctimas y de la sociedad toda. Solo se promueve el acatamiento del orden constitucional.

Las investigaciones de delitos también están sometidas a la Constitución. Esa regla marca la diferencia entre el Estado de Derecho y el Estado de Policía (expresión que no significa que gobierne la policía o que se esté en contra de ella, sino que se refiere al estado autoritario).

La seguridad es una cuestión compleja que no se soluciona subiendo las penas previstas para todos los delitos, ni el camino puede ser la instalación de un Estado de vigilancia totalitario que promueva masivos ciberpatrullajes y propicie el uso de la inteligencia artificial sin controles en manos de una suerte de “Gran Hermano”. Todo eso ha fracasado rotundamente y sería bueno que sus cultores se informen con datos de la realidad, no de la propaganda, e hicieran la correspondiente autocritica.

Desde las máximas instancias del poder político se repite que “el que las hace las paga” y se promueven (y en ocasiones logran) reformas del sistema legal cuya conflictividad con el orden constitucional es clara. No habría nada que discutir si el refrán se limitara a sugerir que las penas están para cumplirse –lo que es evidente cuando la solución prevista legalmente para un hecho que daña a otro es una pena-, pero ese mensaje no se concreta de manera completa en la realidad, porque el poder punitivo recae generalmente en la delincuencia común, limitada a lesiones individuales a las personas o el patrimonio, mientras que no lo hace en quienes llevan adelante conductas delictivas macrosociales, cuyo impacto sobre todos o en forma masiva es directo. Se relajan controles sobre actividades como la evasión tributaria y previsional, el lavado de activos de origen delictivo, el uso de información privilegiada, los fraudes masivos presididos de nota tecno-optimista, se favorece la delincuencia ambiental, se relajan los controles para prevenir y castigar la corrupción pública, y se propicia la negación y olvido de delitos cometidos desde el Estado, como las graves violaciones a los derechos humanosy la violencia de género.

Cuando desde la tribuna se señala que los profesores de derecho penal son responsables de todos los delitos que se cometen en el país y se estigmatiza a alguno de ellos para crear un enemigo que ponga el foco de los problemas en otro lugar, lejos de los verdaderos responsables que deben solucionarlos, se incurre en una afirmación no sólo equivocada sino en una simplificación inaceptable, mágica.

La recurrente mención y denostación de E. Raúl Zaffaroni es un acto de censura indirecta, ya que en realidad tiene carácter colectivo al ir dirigida a todos los profesores de Derecho Penal que enseñamos la teoría y ejercemos la práctica con la Constitución y las leyes en la mano, de manera científica, honesta y sincera, cualquiera sea su ideología (más conservadores, más progresistas, etc.). Lo mismo ocurre con los operadores judiciales (jueces, fiscales, defensores) que cumplen con su obligación de respetarlos, y que no son ni promotores, ni partícipes, ni responsables de la criminalidad. No están a favor de los victimarios y en contra de las víctimas. Son otros poderes del Estado los que definen cuándo y cómo se ejerce el castigo, y los que fijan las tareas de prevención de delitos.

No puede dejarse sin respuesta toda esta instalación del pensamiento mágico y meramente emocional, situación que se ha vuelto un lugar común entre personas que desconocen por completo las ciencias sociales y que, al echar la culpa de todos los males a otros, eluden las propias responsabilidades. La idea de que lo afirmado en la Constitución vale sólo en los casos que coinciden con lo que uno piensa, no es conforme a derecho.

Marcelo Alfredo Riquert, Javier Augusto De Luca, Alejandro W. Slokar, Daniel Erbetta, Matilde Bruera, Omar Palermo, Alberto Binder, Ramón Luis González, Alfredo Pérez Galimberti, Marcelo Buigo, Dante Marcelo Vega, Julia Angriman, Esteban Ignacio Viñas, Gustavo Franceschetti, Ricardo S. Favarotto, Juan Lewis y otros/as.