¿Un orzuelo? ¿Un rasgo depresivo? ¿Un diente más grande que el otro? ¿Las cejas hirsutas que esconden secretos? ¿Las depiladas demasiado finito? ¿El labio abultado? ¿Cuáles son los rasgos que enfatizan la cara que la caricatura celebra? ¿Cuáles eligió Barbara Shermund, la chica flapper para crear sus dibujos en los primeros tiempos de The New Yorker? ¿Con qué rictus se tentó Emilia?
Emilia Ortiz era una maestra de la caricatura y una de las pocas mujeres caricaturistas mexicanas, dicen quienes destacan su trazo satírico como fuente reveladora del mundo interior de la persona elegida para la exageración. La verdad del retrato estaba viva en las caricaturas de Emilia. Un soliloquio de muecas y poses que aprendió a dibujar desde muy chica y que publicó por primera vez cuando era una adolescente de dieciséis años.
Las caricaturas de parientes y demás entenados del poder social y político que creó Emilia (hija de una familia numerosa y conservadora de Tepic, en el estado de Nayarit), aparecieron enfebrero de 1933 en la 2da sección del diario El Nacional con un título que hablaba y sigue hablando por sí solo: “La nota alegre a través de la sutil ironía de una mujercita inteligente y bella”. En su Tepic natal (en la zona oeste de México), Emilia era además de la caricaturista de moda, la Reina del Carnaval y una actriz vocacional. Alentada primero por su padre, el dueño de una mercería y de una ferretería y quién la inscribió en clases de pintura en Tepic y en Guadalajara, y deslumbrada por las obras de Rivera, Siqueiros y Orozco después, Emilia cruzó olas modernistas, de abstracción y surrealistas; pintó la identidad mexicana de su provincia (sobre todo las culturas cora y huichol) y dejó que la caricatura fuera una compañía silenciosa.
La artista “multitemática con más de 4000 obras”, la pintora de las formas sinuosas, la construcción de la sorpresa y la “línea negra”, una línea muy suya de trazo grueso hecho con plumón que bordea placas de colores primarios que componen un vitral moderno con escenas de la memoria popular en la que aparecen trabajadores hacinados y mujeres que se mueven en rigor impuesto, comprime lo imperativo del realismo con la supervivencia onírica. Las calaveras, algunos dibujos hechos a lápiz en el sombreado del detalle y la compañía silenciosa de la caricatura con sus juegos de formas nuevas y ecos de intimidad, repleta de pequeñas advertencias y con su imprescindible iconografía de la opinión delinearon un cosmos propio para que Emilia, la observadora de los mundos mágicos, pintara cuerpos poéticos: estampas de un perfil y su huella.