Elías Canetti, el pensador y escritor búlgaro --Premio Nobel de Literatura 1981-- dedicó mucha de su energía creativa a tratar de entender el poder. Parece tan evidente que tener poder es bueno, que pocos se han preguntado por qué. ¿Por qué es tan deseable? ¿Cuál es el carozo escondido en el centro del poder? ¿Qué sabor tan delicioso, tan irresistible tiene la carne de esa fruta?
El poder, para Canetti, es cosa de vida o muerte. O más bien, de vida y muerte.
Quien tiene la edad suficiente, o ha vivido la tragedia, sabe bien que los muertos generan un terror inusitado. Al principio la incredulidad --¿está realmente muerto? ¿no se le acaba de mover el dedo índice? ¿los globos oculares hicieron un giro debajo de los párpados?--, y después el espanto. Un miedo atroz, una necesidad imperiosa de abandonar el cadáver. Canetti dice que, después de ese horror, adviene otra sensación que nadie, ni siquiera para sí mismo, puede reconocer: la satisfacción. El que observa no está muerto, por eso puede observar. En ese hecho residiría ese nuevo estado de ánimo. Ya sea la muerte de un enemigo o de un amigo que se ha ido para siempre, tenemos --dice Canetti-- de pronto la impresión de que la muerte, que estaba amenazándonos, ha sido derivada de nosotros hacia el difunto. Zafamos. Qué alivio.
Para entender mejor esta satisfacción, que a primera vista parece tan contraria a la naturaleza humana o al menos a la naturaleza de las personas buenas, habría que representarse esa otra situación en la que no sólo es lícito manifestarla, sino que una de las formas de la gloria y del honor: la batalla.
El cuerpo humano es frágil, suave, cualquier cosa puede penetrarlo, herirlo, lastimarlo. Cuando alguien se arroja a la batalla sabe a qué se arriesga. Quien tiene la suerte de vencer, de volver con su cuerpo vivo, siente aumentar sus propias fuerzas y afronta con mucha más energía al próximo adversario. Tras una serie de triunfos obtendrá lo más preciado para un combatiente: la sensación de invulnerabilidad. Finalmente, ya nadie puede hacerle nada: se ha convertido en un héroe. Combate, vence, mata; va coleccionando victorias.
La sensación de felicidad provocada por la sobrevivencia es un placer intensivo. Una vez confesado y aprobado, exigirá ser repetido y crecerá rápidamente hasta convertirse en una pasión insaciable. “Quien se halle poseído por ella se apropiará de las formas de vida social de su entorno al servicio de esa pasión”, dice Canetti.
Esta pasión es la pasión por el poder.
Quien le haya tomado el gusto a la sobrevivencia, querrá acumularla. Intentará provocar situaciones en las que pueda sobrevivir a muchos y simultáneamente. No olvidemos que la batalla es un episodio de la guerra, y el objetivo de toda guerra es matar masivamente. Por lo tanto, el poder es, entonces, ese deseo intenso de sobrevivir a grandes masas de seres humanos. Y más aún, el poderoso no quiere sólo sobrevivir mientras la mayor cantidad de gente posible no lo logra, quiere ser el único. Los tiranos no sólo masacran a sus súbditos y a sus enemigos; los amigos suelen ser los que más temen la ira de los grandes poderosos.
En su ensayo Poder y supervivencia, Canetti cuenta una historia de la India del siglo XIV. Parece que Muhammad Tugluq, sultán de Delhi, un día se cansó de que le llegaran por el muro cartas en las que le decían cosas feas. Ya no le servía matar a sospechosos opositores ni a acólitos de la corte, las cartas seguían llegando. Así que tomó la decisión de eliminar a la ciudad completa. Les dio un plazo a los habitantes para retirarse y el que no quiso irse fue arrastrado hasta la ciudad más cercana. Literalmente arrastrado. Cuando en su querida Delhi no se vio ni un solo fuego y ni siquiera los ojos de los gatos relampagueaban en lo oscuro porque ya ni siquiera animales quedaban, se subió a la azotea y dijo: “Ahora mi corazón está sereno y mi cólera se ha apaciguado”. Su corazón estaba apaciguado porque no había, a muchas leguas a la redonda, nadie que pudiera alzarse contra él. Pero también estaba sereno porque, ahí parado, erguido mientras debajo no caminaba nada ni nadie, tenía la impresión de ser el único que había sobrevivido. Esa unicidad es el gancho que tira hacia adelante ad infinitum a los poderosos. Más, siempre más, hasta ser el único sobreviviente, el único vivo mientras todo el resto ha muerto --por la mano del vivo, si fuera posible--. Esa es la meta del apasionado del poder.
Viendo al personaje desopilante que nos gobierna --mezcla de Guazón y Marcel Marceau-- siempre subido a algún banquito para ocultar su estaturita, podemos imaginarlo en su azotea, mirando hacia abajo y gozando con la destrucción que lo deja como único ser vivo, erguido entre los muertos.
Pero cuando miramos a los costados y vemos la desesperación por encontrar a un héroe --o heroína-- que nos saque de este lío, ¿no estamos esperando a un apasionado del poder? ¿no estamos buscando a alguien que acumule supervivencia? ¿alguien malo, pero por las razones correctas?
A lo mejor, en vez de mirar hacia la colina más alta a ver cuándo viene el que ostente el poder de Grayskull, podríamos ir caminando por la calle hasta encontrarnos con esos otros héroes que acumulan supervivencia sin angurrias de poder: les viejes. Cada miércoles, sin siquiera una Norma Plá que encabece ninguna columna, vuelven y vuelven a poner el cuerpo. Quizás ese sea el famoso héroe colectivo del que hablaba Oesterheld. Por ahí no hay que ir a buscar grandes experiencias de construcción popular, sino empezar por no dejar que los cebados de poder acumulen más muertos. No sé, nadie sabe mucho en este momento, y el que diga que sabe es porque no soporta la angustia de la incertidumbre. Pero hay cosas que aun dando tumbos en la tiniebla más densa podemos animarnos a afirmar sin miedo a pifiarle: hay quienes están resistiendo y esa es una invitación a la que no podemos declinar.