Nací con miedo, tuve la desgracia de ser la primera de muchos hijos, siempre deseaba tener un hermano más grande, varón y que arreglara todo a las piñas. Tuve la desgracia también de ser primera nieta y sobrina de ambas familias, de la de mi madre y de la del que era mi padre.

Tuve una gran fortuna por aquellos tiempos: era extremadamente amada, pero mí miedo genético hacía que siempre tenga miedo a que dejaran de amarme.

Siempre fui muy demandante de amor, dependiente del amor, eso que es invisible pero que se siente tan fuerte, ese campo magnético que te aísla del dolor, del daño, que mantenía mi vulnerabilidad separada de todo mal.

Yo nací con miedo, así, como una enfermedad crónica.

En la adolescencia hice muchas cosas que no quería por miedo y dejé de cumplir algunos deseos también por miedo.

Nunca quería volver a casa. Siempre tenía miedo de entrar y encontrar a mamá colgada, ahorcada, que llegue otro antes, tengo miedo de descubrirla yo y no poder salvarla por miedo.

Mí tía era enorme y me amaba como a nadie. Yo era su preferida, me lo decía a mí y al mundo. Ella era enorme de verdad, de corazón y de cuerpo, sufría de obesidad mórbida, acostada era como una montaña y yo amaba dormir con ella, era uno de los lugares más seguros para mí. La pena es que solo los fines de semana podía dormir con ella porque el resto de los días iba a la escuela y quedaba lejos de su casa, así que tenía que volver a la mía. Solo yo sé la angustia que vivía los domingos al volver a casa por saber que tenía que dormir sola, dormir sola me daba miedo. Deseaba pasar a la cama con mí mamá, pero no lo hacía, por miedo a que se enoje, por miedo a que me rete.

En aquel entonces la abuela estaba mucho con nosotros, una máquina de dar amor esa mujer. Siempre se acostaba para dormir la siesta con un libro de Corin Tellado o de Ágatha Christie y como una constante se dormía una media hora después de comenzar a leer, se le aflojaba la mano primero, se le caía el libro al piso y luego empezaba a soplar, creo que ese soplido era como un ronquido muy suave, a veces creo que tenía apneas y ahí siempre el miedo. ¿Qué hacía yo si la abuela no retomaba la respiración?

La abuela era debil de salud, había sufrido la maldita poliomielitis, era una sobreviviente, era mí idola, yo que siempre tenía miedo de todo y ella que de tan pequeña haber pasado por tanto... soportar semejante enfermedad que le dejó una secuela gigante en una de sus piernas, su manera de caminar era única, se la veía demasiado frágil pero lo hacía con una seguridad envidiable. 

Igual yo tenía miedo de que se cayera y siempre la ayudaba muchísimo. Desde los 6 o 7 años le hacía todos los mandados para que no saliera, me daba miedo que anduviera por la calle cargada, las veredas siempre fueron una mierda desde aquella época. 

Mamá trabajaba y mis hermanos y yo nos quedabamos con ella. Me preparaba tres listas, una para la verdulería, otra para el almacén y otra para la carnicería, entonces iba de a una por vez. Me daba mucho miedo salir sola a la calle, algunas veces me llevaba a Julia, mí hermanita, pero tenía miedo de que se suelte de mi mano y la atropellara un auto y la matara o de no darme cuenta mientras hablaba con doña Cristina, la señora del almacén, alguien se la lleve y no verla nunca más, me daba miedo imaginarme sin ella. Tanto miedo que al final prefería hacer los mandados sola. Iba tres veces, las bolsas eran muy pesadas para mi cuerpo de entonces.

Tenía tres miedos por mañana.

Y después de esos miedos venía la gran recompensa: la comida. 

Un conjuro ancestral hecho de fuego y manos amorosas, donde cada aroma era un hechizo y cada bocado, un antídoto contra el horror. Su debilidad desaparecía, como si alguien hubiese mezclado en la olla un secreto de brujas, una poción de valentía. La poseía un espíritu poderoso, una fuerza que le ardía en el pecho y la impulsaba hacia adelante. Eso me hacía tan feliz que me daba la valentía para enfrentar al próximo miedo: la escuela.

Nadie se daba cuenta del miedo que tenía porque era tan intenso y tan interno que jamás pude expresarlo en palabras, tampoco se me notaba en la cara, bah... Yo hacía un esfuerzo enorme porque también me daba miedo que se dieran cuenta de que tenía miedo.

Tenía miedo camino al colegio, miedo que mí señorita no me quisiera, miedo a que algunos compañeros que eran mis amigos un día dejaran de querer jugar conmigo y no saber porqué, miedo a la señorita de dibujo que me gritaba y nunca me creía que era yo la que hacía los trabajos que me llevaba de tarea, miedo al patio de los grandes, miedo a los chicos grandes porque corrían y me llevan puesta porque no me veían, como si no existiera, miedo a que me gustara uno de esos chicos grandes y que tampoco me viera como si no existiera. Miedo, mucho miedo de ser invisible.

Siempre en algún momento de las cinco horas que me pasaba en la escuela me agarraba miedo de que hubiera pasado algo en casa, no sé, alguna tragedia, y que me vinieran a dar la mala noticia y me llevaran de ahí.

Un día vino mi mamá cómo a las tres de la tarde, yo copiaba algo del pizarrón y al levantar un poco la vista la vi detrás de la puerta hablando con la señorita Ada, nadie imagina lo fuerte del miedo que sentí. Miedo a ser bruja y de ahí en adelante empezar a tener malos presagios. Miedo a que hubiera muerto uno de mis hermanos, miedo a no poderlo resistir, miedo a que hubiera muerto la abuela, miedo a no superarlo, miedo de no poder ayudar a mamá a que lo supere.

Ese día, mamá había ido al colegio porque sabía que tenía dibujo y que la seño no tenía demasiada onda conmigo, y luego de lavar los platos, antes de dormir la siesta para regresar a trabajar, se dio cuenta de que arriba de la mesa había olvidado mi carpeta y no quería que me volvieran a retar. Cuando la señorita Ada entró al salón con mí carpeta en la mano fue un alivio, un alivio inmenso, no me dio miedo que me dijera "irresponsable" como lo hacía siempre, sabía que los míos estaban a salvo y mamá siempre, pero siempre siempre estaba alerta.

Agradecimiento: Para ellas. Las mujeres de mi vida fueron y serán mi refugio y mi fortaleza. A pesar del miedo que me acompañó desde siempre, estuvieron ahí, sosteniéndome con su amor inmenso, con su presencia invencible, con su lucha cotidiana. Me dieron abrigo cuando el mundo se volvía frío, me mostraron que la resistencia también puede ser dulce y que el amor, cuando es real, se construye con gestos. A ellas, que me enseñaron a ser valiente incluso cuando el miedo era una sombra gigante, les debo todo. Porque gracias a ellas entendí que la ternura también es una forma de revolución.