La revolución puso fin a la soberanía del sha. Destruyó su palacio y enterró la monarquía. Este acontecimiento tuvo su principio en un aparentemente pequeño error que había cometido el poder imperial. El poder dio un paso en falso y se condenó a la destrucción.

Por lo general, las causas de una revolución se buscan entre las condiciones objetivas: en la miseria generalizada, en la opresión, en abusos escandalosos. Pero este enfoque de la cuestión, aunque acertado, es parcial, pues condiciones parecidas se dan en decenas de países y, sin embargo, las revoluciones estallan en contadas ocasiones. Es necesaria la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, el convencimiento de que ni la una ni la otra forman parte del orden natural del mundo. No deja de ser curioso que sólo el experimentarlas, por más doloroso que ello resulte, no es, en absoluto, suficiente. Es imprescindible la palabra catalizadora, el pensamiento esclarecedor. Por eso los tiranos, más que al petardo o al puñal, temen a aquello que escapa a su control: las palabras. Palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial. Pero ocurre también que precisamente las palabras oficiales, con su uniforme y su sello, provocan una revolución.

Manifestaciones masivas en Irán, enero 1979

ARRASAR CON TODO

Hay que distinguir la revolución de la revuelta, del golpe de Estado o de palacio. Un atentado o una sublevación militar se pueden planificar; una revolución, jamás. Su estallido, el momento en que se produce, sorprende a todos, incluso a aquellos que la han hecho posible. Se quedan atónitos ante el cataclismo que surge de repente y arrasa todo lo que encuentra en su camino. Y lo arrasa tan irremisiblemente que al final puede destruir hasta los lemas que lo desencadenaron.

Es errónea la creencia de que los pueblos maltratados por la historia (que son la mayoría) viven con el pensamiento puesto en la revolución, que ven en ella la solución más sencilla. Toda revolución es un drama, y el hombre evita instintivamente las situaciones dramáticas. Cuando se encuentra en situación semejante, busca febrilmente salir de ella; aspira a la tranquilidad, a la rutina de cada día. Por eso las revoluciones nunca duran mucho tiempo. Son el último cartucho, y cuando un pueblo decide echar mano de él es porque una larga experiencia le ha enseñado que no le queda ninguna otra salida. Todos los demás intentos han fracasado; han fallado los demás recursos.

Toda revolución viene precedida por un estado de agotamiento general y se desarrolla en un marco de agresividad exasperada. El poder no soporta al pueblo que lo irrita y el pueblo no aguanta al poder al que detesta. El poder ha perdido ya toda la confianza y tiene las manos vacías; el pueblo ha perdido los restos de su paciencia y aprieta los puños. Reina un clima de tensión y agobio, cada vez más insoportable. Empezamos a dejarnos dominar por una psicosis del terror. La descarga se acerca. Lo notamos.

El Sha el día de su casamiento

LA PROVOCACIÓN DEL PODER

Atendiendo a la técnicas de lucha, la historia conoce dos tipos de revolución. El primero es la revolución por asalto y el segundo, la revolución por asedio. En el caso de la revolución por asalto, lo que determina su ulterior destino y su éxito es la profundidad del primer golpe. ¡Atacar y ocupar la mayor cantidad de terreno posible! He ahí lo importante, pues una revolución de este tipo, con ser la más violenta, es, también, la más superficial. El adversario ha sido derrotado, pero, al ceder, ha conservado parte de sus fuerzas. Contraatacará y forzará a retroceder a los vencedores. Por eso, cuanto más lejos lleve el ataque inicial más terreno retendrá la revolución a pesar de los retrocesos ulteriores. En una revolución por asalto la primera etapa es la más radical. Las siguientes son un retroceso, lento pero constante, hasta un punto en que ambas fuerzas, la rebelde y la conservadora, llegan a un compromiso definitivo. Es distinto el caso de la revolución por asedio: en ésta el primer golpe es, por lo general, débil; resulta difícil advertir que anuncia un cataclismo. Pero los acontecimientos, que no tardan en sucederse, cobran vida y dramatismo. Participa en ellos un número de gente cada vez mayor. Los muros tras los cuales se refugia el poder se agrietan y rompen. El éxito de la revolución por asedio depende de la determinación de los sublevados, de su fuerza de voluntad y de su aguante. ¡Un día más! ¡Un esfuerzo más! Al final las puertas acaban cediendo. La muchedumbre irrumpe en el interior y celebra su triunfo.

El poder es quien provoca la revolución. Desde luego no lo hace conscientemente. Y, sin embargo, su estilo de vida y su manera de gobernar acaban convirtiéndose en una provocación. Esto sucede cuando entre la élite se consolida la sensación de impunidad. Todo nos está permitido, lo podemos todo. Esto es ilusorio, pero no carece de un fundamento racional. Porque, efectivamente, durante algún tiempo parece que lo pueda todo. Un escándalo tras otro, una injusticia tras otra quedan impunes. El pueblo permanece en silencio; se muestra paciente y cauteloso. Tiene miedo, todavía no siente su fuerza. Pero, al mismo tiempo, contabiliza minuciosamente los abusos cometidos contra él, y en un momento determinado hace la suma. La elección de este momento es el mayor misterio de la historia. ¿Por qué se ha producido en este día y no en otro? ¿Por qué lo adelantó este y no otro acontecimiento? Si ayer, tan sólo, el poder se permitía los peores excesos y, sin embargo, nadie ha reaccionado. ¿Qué he hecho, pregunta el soberano sorprendido, para que de repente se hayan puesto así? Y he aquí lo que ha hecho: ha abusado de la paciencia del pueblo. Pero ¿por dónde pasa el límite de esta paciencia, cómo determinarlo? En cada caso la respuesta será diferente, si es que existe algo que se pueda definir a este respecto. Lo único seguro es que sólo los poderosos que conocen la existencia de este límite y saben respetarlo pueden contar con mantenerse en el poder durante mucho tiempo. Pero éstos son escasos.

Ryszard Kapuscinski

DESTRUIR EL MITO

¿De qué manera el sha había traspasado este límite, pronunciando así la sentencia contra sí mismo? Todo se desencadenó a partir de un artículo en un periódico. Una palabra no sopesada puede hacer volar al más grande de los imperios; el poder debería saberlo. Parece que lo sepa, parece que esté alerta, pero en algún momento le falla el instinto de conservación. Confiado y seguro de sí mismo, comete el error de la arrogancia y se derrumba. El 8 de enero de 1978 apareció en el diario gubernamental Etelat un artículo que atacaba a Jomeini. En aquel tiempo Jomeini vivía en el exilio; luchaba desde allí contra el sha. Perseguido por el déspota y expulsado posteriormente del país, era el ídolo y la conciencia del pueblo. Destruir el mito de Jomeini significaba destruir la santidad, arruinar la esperanza de los oprimidos y humillados. Y ésta, precisamente, había sido la intención del artículo.

¿Qué hay que escribir para acabar con el adversario? Lo mejor es demostrar que no se trata de uno de los nuestros, que es un extraño. Con tal fin se crea la categoría de auténtica familia. Nosotros, tú y yo, el poder y el pueblo, formamos una familia. Vivimos unidos, todo nos va bien, estamos en casa. Compartimos techo y mesa, podemos comprendernos, siempre nos echamos una mano. Desgraciadamente no estamos solos. En derredor nuestro se amontonan los extraños que quieren destruir nuestra paz y ocupar nuestra casa. ¿Quién es un extraño? Un extraño es, sobre todo, alguien peor y, a la vez, alguien peligroso. ¡Si sólo fuese peor y se mantuviera al margen! ¡Pero no! Molestará, enturbiará y destruirá. Provocará, aturdirá y devastará. El extraño te acosa y es causa de tus desgracias. Y ¿dónde radica la fuerza del extraño? Radica en que lo respaldan fuerzas extrañas. Se las defina o no, una cosa es segura: son prepotentes. Lo son, claro está, si las minusvaloramos. En cambio, si nos mantenemos alerta y las combatimos, somos más fuertes que ellas. Y ahora mirad a Jomeini. Es un extraño. Su abuelo era de la India, así que puede plantearse la pregunta: ¿qué intereses representa ese nieto de extranjero? Esta fue la primera parte del artículo. La segunda estaba dedicada a la salud. ¡Qué bien que todos estemos sanos! Y lo estamos porque nuestra auténtica familia es también una familia sana. Sana de cuerpo y de alma. ¿Gracias a quién? Gracias a nuestro poder, que nos asegura una vida buena y feliz, y por eso es el mejor poder bajo el sol. Por consiguiente, ¿quién puede oponerse a un poder así? Sólo aquel que no está en su sano juicio. Si éste es el mejor poder, hay que estar loco para combatirlo. Una sociedad sana debe apartar a semejantes orates, debe enviarlos a lugares de aislamiento. Qué bien hizo el sha expulsando del país a Jomeini. De lo contrario se le hubiera tenido que mandar a un manicomio.

Portada de la nueva edición de El Sha

EL COMIENZO DEL FIN

Cuando el periódico que publicaba este artículo llegó a Qom, una gran indignación se apoderó de la gente, que empezó a congregarse en calles y plazas. Quien sabía leer lo leía en voz alta a los demás. La gente, soliviantada, formaba grupos cada vez más numerosos, en los que se gritaba y se discutía; el vicio de los iraníes es llevar a cabo interminables discusiones en cualquier lugar y a cualquier hora del día o de la noche. Los grupos más excitados por la discusión empezaron a actuar como imanes, atrayendo a un auditorio cada vez mayor de nuevos curiosos. Al final una gran multitud llenó la enorme plaza. Y esto es, precisamente, lo que menos gusta a la policía. ¿Quién autorizó esta inmensa asamblea? Nadie. No existía tal autorización. ¿Quién autorizó que se profiriesen gritos? ¿Quién permitió agitar los brazos? La policía sabía de antemano que estas preguntas eran retóricas y que, simplemente, debía ponerse manos a la obra.