Mi madre me contaba que antes de casarse interpretaba sueños que le contaban sus amigas, y se pasaba las tardes de sábado con una novela policial y una bolsa de rosquitas con azúcar. Le gustaba el cine: no las comedias romáticas, sino los misterios detectivescos de Hitchcock. Mi madre era maestra, igual que mi tía Elba. Tenían esos gustos en común.
El género detectivesco tuvo su apogeo en la primera mitad del siglo XX. Las masas urbanizadas, recientemente ilustradas, de una modernidad industrial y liberal que requería mano de obra en las fábricas mientras alfabetizaba mediante la escuela pública, devinieron entre 1930 y 1960 en sus principales lectores: mujeres trabajadoras de clase media, con empleos administrativos o docentes, en sus ratos libres disfrutaban aplicando su inteligencia al ejercicio de la razón instrumental que la novela como acertijo les proponía y hasta se jactaban, como Elba, de adelantarse a la solución. Mujeres que redescubrieron, Freud mediante, el antiguo arte de la oniromancia, la adivinación a través de los sueños.
Si no fuera por una adaptación cinematográfica magistral, habría caído en el más completo olvido una novela de misterio de 1927, The House of Dr. Edwardes, firmada con el seudónimo de Francis Beeding. Detrás de él se ocultaba el prolífico crítico y escritor John Palmer, quien la escribió en colaboración con Hilary Saunders. La protagonista es una médica recién recibida, llena de inseguridades y complejos, cuyo primer empleo tiene lugar en un antiguo castillo reconvertido en manicomio. Uno de los pacientes psiquiátricos dice ser el director de la clínica, y asegura llevar su mismo nombre y apellido. En ese mismo año, Alfred Hitchcock estrenó su primera película, el drama mudo The Lodger. Allí explora el suspenso causado por la duda sobre la identidad del nuevo inquilino de la pensión: ¿es el joven inocente y sensible que dice ser, o es Jack el Destripador? A cada paso, la peor posibilidad amenaza y luego la amenaza se desvanece.
Ambas obras, hijas de un desarrollo urbano que acentuaba el anonimato y de autores decididos a explorar sus efectos siniestros, convergen en la película Spellbound (1945), realizada por Alfred Hitchcock y Alma Reville (su esposa, editora no acreditada). El cineasta británico ya trabajaba en Hollywood y tuvo a su disposición grandes estrellas: Ingrid Bergman, en una versión mejorada y heroica de la Dra. Constance (Selznick en el libro, que justo era el apellido de uno de los productores del film, y tal vez por eso pasó a ser la Dra. Constance Petersen) y Gregory Peck en el papel de un enigma humano, un hombre joven que primero se presenta como el nuevo director del manicomio, y luego resulta desconocer su verdadera identidad: la ha olvidado. En 1944, mientras se producía la película, miles de soldados regresaban de los frentes de combate de la Segunda Guerra Mundial, y miles de familias se enfrentaban a los efectos de sus traumas.
El concepto de trauma es uno de los más divulgados del psicoanálisis de Sigmund Freud, cuyo libro más leído es sin duda La interpretación de los sueños (1899 o 1900, con sucesivas reediciones revisadas por el autor). El método psicoanalítico de la asociación libre, que Freud empleaba en su trabajo de clínica psicoanalítica para desentrañar con cada paciente el oculto significado inconsciente de los sueños, fue usado como práctica de escritura creativa por los surrealistas, vanguardia parisina que tuvo su principal manifiesto publicado por su líder André Breton en 1924. Veinte años más tarde, lo que quedaba del surrealismo era el éxito mundial de uno de sus artistas, Salvador Dalí, quien fue convocado para realizar el arte de la secuencia onírica de la película. Una trama trivial de misterio levanta vuelo al abrazar el sueño, el psicoanálisis, el surrealismo y el trauma, encarnado por ese enigma caminante que es el personaje de Gregory Peck. Algo terrible le ha sucedido. Y la Dra. Constance, quien se ha enamorado del extraño, deduce que su amnesia se debe al trauma. Basa su teoría en las intensas reacciones que él tiene cuando ve líneas paralelas negras sobre fondo blanco. Aparecen en todas partes, en los momentos más inesperados: el detalle de una manta, algo en un plato.
Surge así una pareja atípica: la mujer fuerte, moderna, emancipada y profesional, huye decidida junto a aquel hombre apuesto, atormentado y vulnerable. Quien además (versión de la que Constance descree, pero en la que sus colegas varones insisten) podría ser un asesino: el asesino del verdadero Dr. Edwardes. Ambos se refugian en la cabaña remota que un ex profesor de ella tiene en las montañas. Aquí aparece una figura paterna, que no sólo parece una caricatura de Freud, con su barba, sus lentes y su infaltable pipa (atributos a los cuales les suma un pesado acento ruso), sino que encarna el arquetipo junguiano del viejo sabio. En el papel de este Dr. Alexander Brulov actúa Michael Chekhov, sobrino del dramaturgo ruso Anton Chéjov y profesor de actuación que instaba a sus alumnos a acceder a su propio inconsciente. Basta con que "John Brown" (el alias provisorio del personaje de Gregory Peck, quien a esa altura ya no es creíble para nada como el Dr. Edwardes, pero tampoco queremos que sea su asesino) diga: "Tuve un extraño sueño anoche..." para que los dos psiquiatras se abalancen sobre el misterio onírico, no ya en busca de símbolos sino de indicios. "¡Cuéntanos, cuéntanos!", le insisten mientras lo sientan en un cómodo sillón y lo invitan a que recuerde lo que soñó.
Y entonces la edición de Alma y Alfred, más el arte de Dalí, plasman una obra maestra de tres minutos, donde la secuencia onírica se alterna con la pesquisa de los detectives del sueño. El pintor catalán aprovecha para hacerse un auto-homenaje: las tijeras que cortan unos ojos pintados en telones de teatro, al comienzo del relato, son un literal guiño al plano inicial de Un perro andaluz (1929), película que realizó con Luis Buñuel.
Después ingresa en la escena onírica, desde el fondo, "una señorita ligera de ropa, muy parecida a la Dra. Petersen". Rapidísimo, el viejo pícaro de Alex presupone el deseo masculino y desecha el contenido puramente subjetivo: "Sólo una expresión de deseo; continúe, por favor", sugiere bajo su semblante profesional de analista. Pero este dispositivo de dos analistas y un soñante no es análisis: si bien usa uno de sus métodos, es otra cosa. Se trata, para Hitchcock, de expandir las fronteras del género detectivesco clásico y resolver sus misterios dentro del inconsciente. Sin proponérselo, y en un uso atípico de las herramientas freudianas, estos detectives del sueño recobran una función del trabajo con el sueño más propia de las comunidades originarias o de la poesía épica clásica: la búsqueda no de claves del sujeto sino de indicios concretos capaces de dar respuestas a preguntas concretas. Y no de otra cosa se trata la labor de la razón en el género detectivesco. La intuición premoderna y la razón instrumental moderna trabajaron juntas durante tres minutos de ficción.
El detective -escribe el novelista Raymond Chandler en su ensayo "El sencillo arte de matar"- "es el héroe, lo es todo". Ese héroe es capaz de atravesar las fronteras entre clases, entre barrios, entre lo público y lo privado, y sumirse en lo invisible de las ciudades para extraer de allí su elixir: la respuesta al misterio. En el camino, corre peligros. El recorrido de la pesquisa emprendida por los héroes psicoanalistas de Spellbound se parece a aquella estructura mítica universal que la analista junguiana Marie-Louise von Franz codificó como "el viaje del héroe". No sólo cruzan la barrera de la represión del trauma, instalada en la psiquis de John; no sólo ingresan conscientes al inframundo onírico usando como vehículo la imaginería que él les relata semi hipnotizado, sino que -igual que en otra inolvidable película de Hitchcock, Vértigo (1958)-, luego de enfrentarse al acertijo onírico, salen a la aventura en busca del territorio que reconocen mapeado en el sueño, al encuentro de las perturbadoras líneas paralelas.
Texto basado en contenidos del taller Residencia de sueños, que tendrá lugar en la casa Vanzo-Wernicke. Inscripción hasta el 10/3.