En sus Causseries de los jueves dictadas a su amanuense en un hotel parisino, Lucio V. Mansilla estableció un modo de escritura digresiva cuya deriva, entregada al goce del estilo, abunda en anécdotas de tono festivo que oscilan entre el chisme y el sucedido casual que se leen como una íntima conversación de salón sostenida entre señores de vida ufana y distendida.
Quien en su época extremó esa fruición en nuestra literatura fue Santiago Calzadilla, que en Las beldades de mi tiempo (1891) encadena textos que se van deshilachando en digresiones sin centro. Entre perfiles rápidos de damas a las que coquetea en fiestas patricias y el relato de galanterías de sus amigos espiga historias apenas esbozadas que demoran en ser narradas. En ese vaivén Calzadilla despliega como al acaso sus reflexiones sobre trivialidades explayándose en el registro de estilos de belleza femenina no sin incurrir en atrevimientos por momentos jocosos y pueriles, mientras tropieza, se interrumpe, aplaza, y, sobre todo, recuerda.
“¿Hemos ganado o perdido?”, se pregunta, retórico. “¿Qué es mejor, las patriarcales costumbres de aquella época o la civilización actual?”. Su nostalgia da la respuesta. En el afán de dar cuenta de un pasado aldeano que juzga esplendoroso, el libro se abre con una confesión cuyo efecto ha de haber producido un sobresalto en sus lectores: “Yo no tuve hermanos, y la autora de mis días” -una aristócrata amiga de Mariquita Sánchez de Thompson que presidió la Sociedad de Beneficencia-, “que en sus maternales sentimientos no se conformaba con no haber tenido una hija, viendo la inocencia de mis juegos y de mis procederes, me solía vestir de mujer hasta los 13 años y aún me acuerdo como si fuera ahora del contento con que salía a la calle a lucir un vestido claro y un sombrero blanco de paja de Italia adornado con una pluma colorada, que decían me sentaba muy bien”. “Me enseñaron a leer en escuela de mujeres, o cuando más en alguna de ambos sexos, que frecuenté hasta grandazo como era, y aprovechando de mi traje, estuve cerca de un mes en la escuela de las de Ituño, y en la de la señora Cabezón, en donde me comenzaron a enseñar a bordar, pues llevaba el bastidor junto con los libros. Hasta que las maestras maliciaron, y mi madre declaró que nada tenía de extraño ese traje, vista la inocencia de mis gustos y de mis propensiones, pues mis juegos eran siempre con las niñitas más chicas y con las muñecas, de que teníamos reunidas una gran colección que conservé por mucho tiempo, hasta que... ¡desperté!”
Al parecer aquella alborada de su masculinidad forzosa hizo de él un Don Juan impenitente que dedicaría las siguientes décadas a seducir -o al menos a jactarse de hacerlo- a cuanta dama soltera, casada o viuda se le cruzara en el camino. Conocedor del alma femenina, en rápidas viñetas de la vida social no duda en narrar episodios algo subidos de tono de una incorrección por momentos embarazosa. Pero antes tomó un desvío. Afirmado en su nueva identidad de género hizo la carrera de las armas.
El episodio de su transformación, que narra como al pasar con aire jocoso, sucede durante la época de Rosas. Tras haber presenciado algún degüello -dice haber sido testigo del famoso episodio donde un mazorquero ofrecía cabezas cercenadas como si fueran melones- se obstinó en mantener su bozo adolescente: “Hubo de llegarme el turno, pues amenazado porque llevaba la barba entera fui perseguido por la mazorca, a tal punto que ahora mismo no me doy cuenta de cómo me les escapé. Inmediatamente mis padres me embarcaron en un buque de vela brasilero. Heme aquí consagrado unitario por acción y gracia de mi barba naciente”.
Marchó exiliado a Montevideo y de allí al Perú donde asistió al Mariscal Ramón Castilla, futuro presidente, en las campañas contra Bolivia. Pero en el ‘51 regresó para unirse a la Legión Italiana en la defensa de Buenos Aires ante el sitio de Hilario Lagos. Siendo el único argentino de la tropa, secundó con bravura al comandante Silvino Olivieri, un antiguo militar carbonario que se había batido en las luchas del Risorgimento, y junto a dos centenares de milicianos resistieron el cerco. En una ocasión Calzadilla estuvo a punto de perder la vida: durante una refriega una bala fue detenida en su pecho por unas proclamas que llevaba. La letra impresa lo salvó.
Pero la vida mundana le tiraba. Su rol de pianista destacado con que amenizaría las tertulias del lujoso Tigre Hotel dirigido por su padre, junto con su afición por la crítica musical que desplegaba en diarios de la Provincia -fue el primero en ejercerla en el país-, le granjearon una figuración social que exhibe con minucia en su libro. Amigo de Esnaola, frecuentó en su gira por el país a Sigmund Thalberg -“el Napoleón del piano”-, que había sido traído por Olivieri desde la Corte Imperial de don Pedro II en Brasil.
Entre descripciones de mujeres en cuya piel sonrosada solía ver “un rostro iluminado con el fuego del infierno”, observadas en teatros o bailes en los que “ninguna joven planchaba” (debe estar entre los primeros en usar ese término, que creemos contemporáneo nuestro), hilvana nombres de amores secretos y bellezas cuyo declinar, pasadas las décadas, deplora, mientras entremezcla historias de las violencias del rosismo en tanto oculta las ulteriores. En particular, su propia participación en un evento histórico crucial -evitado convenientemente en su libro- que hizo de él un eficaz Judas cuya traición reviró el destino de la famosa Legión Agrícola Militar.
Como compensación por la heroica participación de la Legión Italiana en el sitio de Buenos Aires, el verano de 1856 medio centenar de colonos partieron hacia el sur bajo los auspicios de Mitre con la intención de establecer una colonia utópica -una Nueva Roma-, a 10 leguas al sur de Bahía Blanca como ariete contra las incursiones indígenas encabezadas por Calfucurá. Bajo la promesa de concesión de tierras y provisión de abastos, los legionarios -en su mayoría campesinos secundados por sus familias-, marcharon por tierra en tanto el gobierno enviaba por mar enseres de labranza.
La historia empezó mal. Y terminaría peor. El bergantín que llevaba semillas y herramientas se hundió y una epidemia de cólera diezmó a los recién llegados. El jefe de la expedición, Silvino Olivieri, amigo personal de Calzadilla, que lo acompañó en la patriada, escogió un par de lomadas bautizadas Monte Appio y Monte Pincio, en recuerdo de las colinas romanas; flanqueadas por el Sauce Chico parecían aptas para la agricultura. (Calzadilla dice haber sugerido la Sierra de la Ventana, más fértil y acogedora, desestimada por el comandante). Bajo la fuerte disciplina militar a que estaba acostumbrado Olivieri se inició la construcción de un fuerte, algunos ranchos precarios y corrales de pirca para el ganado. Y se excavó un pozo de castigo, que aún existe, que sería el origen del desastre.
Hombre ilustrado -era amigo de Mazzini, al que frecuentó en Inglaterra-, Olivieri había llevado una imprenta con la que se editaron varios números del periódico La Legione Agricola en el que se elogiaban las bondades de la empresa con el objetivo de fomentar la llegada de más colonos y mantener la moral en alto. Pero el invierno, con sus heladas, tormentas y vientos huracanados propios de la región, y sobre todo el celo disciplinario del jefe de la expedición, pusieron en dudas la ventura proclamada. La deserción de varios legionarios inspiró al comandante a establecer medidas como el corte obligatorio de cabello y barbas para evitar que se confundieran con los indios. Pero ante su ineficacia hizo arrestar a varios oficiales que resistieron sus órdenes y decretó su fusilamiento. El instigador había sido el propio Calzadilla. Susviela, el comandante de Bahía Blanca, para salvarlo lo remitió engrillado en un barco hacia Buenos Aires donde, sometido a un consejo de guerra, sería exculpado. En su libro, obviando su traición, sugiere que fue la ambición lo que “trastornó la cabeza de los oficiales costeados desde Europa”.
Pero la cosa no terminó ahí. La semilla de la rebelión había germinado. El 29 de septiembre Olivieri fue a buscar a Bahía Blanca a un capellán para administrarles la extrema unción a dos oficiales que había decidido fusilar. Era demasiado. Recluidos en las cuevas de castigo aguardaron la llegada del párroco, pero los demás legionarios optaron por tomar cartas en el asunto. Al caer la noche un grupo de emboscados atacó el rancho donde dormía el comandante con dos asistentes y el cura y los ultimaron sin piedad. Era el fin de la utopía.
Un año más tarde fue nombrada una comisión interventora integrada por los tenientes coroneles Ignacio Rivas, José Murature y Juan Susviela, que cuestionaron los métodos de Olivieri y alivianaron la situación con el objetivo de continuar la empresa colonizadora. Transformada en Legión Agrícola, el servicio de las armas solo era obligatorio los fines de semana. A Felipe Caronti, defensor de Olivieri, con quien se había batido en la campaña de Austria y en la Legión Valiente, le fue ofrecido el puesto de Comandante, que declinó y, acompañado por no pocos de los pioneros, se instaló en Bahía Blanca donde tendría una destacada actuación como ingeniero y fundador de instituciones culturales. La colonia quedó bajo el mando del coronel Antonio Susini, otro miembro de la Joven Italia que había combatido con Garibaldi y participado de la Primera Internacional, pero tampoco la tuvo fácil, puesto que debió soportar nuevas asonadas que llegaron a poner en riesgo su vida y la de Susviela. Todo acabó en la desbandada definitiva y la disolución de la Legión.
Vencido por la edad en su afán galante, Calzadilla se casó recién a los 69 años con la hija de Juan Antonio Lavalleja, el jefe de los 33 Orientales, y vivió en una lujosa casa veraniega en el Tigre donde Prilidiano Pueyrredón pasó una temporada retratando a la pareja. De la fallida Nueva Roma solo queda el foso de castigo, las ruinas de un corral, y el nombre.