Me levanto media hora antes que vos, como todas las mañanas.
Pongo la pava en el fuego. Presto atención especial porque la llama no es azul, es anaranjada, rojiza y crepita con un sonido raro. Me preocupa. Preparo el mate para mí y enciendo la cafetera para hacer el café que tomás vos. Elijo el que tu paladar exige: tostado -nunca torrado-. Mientras tanto, hago las tostadas, las coloco en el plato azul diario sobre los individuales verdes. No me olvido de incluir la mermelada de naranja elegida por vos. Aproximadamente, cuando el agua está alrededor de los ochenta grados, saco la pava de la hornalla para llenar el termo verde que compraste. Recuerdo que yo quería otro.
Diez años realizando las mismas acciones cotidianas a la primera hora de la mañana sin ser vista. Me pierdo en estos pensamientos y me pregunto qué voy a cocinar para la cena. En cinco minutos, llegás a la cocina. Te observo, te huelo. Bañado, perfumado. La ropa, impecable. Te mantenés delgado. Unas entradas delatan una calvicie futura. Con el celular en la mano y la vista puesta en la pantalla, me das un beso, de refilón, con un "buen día" casi inaudible. No te contesto. El tiempo y la modalidad de las acciones no cambian, las tengo cronometradas. Te conozco hasta las inhalaciones y exhalaciones. No lo sabés. Es una ventaja que tengo sobre vos. Una. No lo imaginás.
Terminás tu desayuno, contestás mensajes, chequeás los mails y te marchás.
Me quedo quieta en el mismo lugar y juego a imaginar tu regreso a la hora de la cena. Como cada noche me vas a ignorar, te vas a bañar mientras prepare la comida, intercambiaremos, apenas, banalidades plagadas de lugares comunes, vamos a cenar en silencio, lavaré los platos, te vas a sentar en el sillón del living, te sacarás los zapatos y vas a extender tus piernas sobre la mesa ratona para mirar los canales ESPN y TyC Sports _fútbol o lo que aparezca en el aparato de 55 pulgadas del living. Yo me iré a la cama a leer.
Con un movimiento de cabeza trato de desterrar esas imágenes. Apoyo las manos sobre la mesa, tomo impulso y me pongo en actividad. Levanto los restos del desayuno, limpio la mesa y escribo la lista del súper para hacer las compras cuando regrese del trabajo. Hoy no tengo paz. Los pensamientos giran como un trompo. No se detienen. Arrastro como un lastre el hastío de esta casa y la impotencia de estar que corre de manera salvaje por mis venas. Me reprocho la contradicción de elegir esta vida sin sentido ni afecto. Sigo lamentando haber aceptado tu negación a adoptar un hijo. ¿Por qué me quedé? No me perdono la sumisión ni el silencio. Me arrepiento de las palabras que nunca pude decir e imagino las palabras que ya nunca te voy a permitir que me digas. Me doy cuenta de que ya nada podrá ser revertido. La angustia y la imposibilidad de rebelarme me atan un nudo en la garganta. Lo que no dije me asalta, el silencio me harta. Exploto internamente como una bomba atómica sin hongo, sin color, ni humo. Una especie de odio se me revela. Me sorprende.
Cambio de decisión y actúo pensando solo en mí.
Decido hacer las compras antes de ir al trabajo. Me baño y me visto con lentitud como si me estuvieras viendo. Te exaspera mi lentitud. Me maquillo con sobriedad y camino al supermercado. Una impulso me hace tirar la lista preparada. Desecho la idea de comprar los ingredientes para preparar a la noche el risotto con champignones que vos no alabarás. Voy al sector Fiambrería, pido doscientos gramos de jamón cocido y lo mismo de queso Tybo. En la panadería compro una baguette y de la estantería de vinos, elijo un blanco seco, un Sauvignon blanc, el que me gusta a mí.
Vuelvo a casa, resuelvo no ir al trabajo. El hongo atómico derrama su radioactividad. Me comunico con mi jefa, le digo que no me siento bien y que no podré ir. Se sorprende.
Me muevo al ritmo de mi interior implosionado. El olor de las tostadas quedó impregnado en el ambiente. Tengo náuseas. Corro al baño, vomito un líquido verde que me sale hasta por la nariz. Limpio. Voy al dormitorio, abro los placares sin saber por qué. Veo las valijas. Las saco con una fuerza y un ímpetu desconocidos. Las lleno con ropa, zapatos y algunos recuerdos de mi pasado en los que no estás. Los otros quedan para que vos decidas qué hacer. Me siento sobre la cama, lloro lágrimas viejas y grito sin ruido como el personaje de esa pintura que vi en la revista de arte, en la casa de mi hermana. Tengo que ir al centro a retirar la reproducción del negocio donde la llevé a enmarcar. No te voy a extrañar. El hongo atómico me desperdigó. No sé quién o qué apretó el botón. Tu pedazo está incrustado en algún lugar de la casa.
Pongo la mesa. Un individual verde, una copa, un plato azul, la botella de vino blanco que no te gusta, el pan en la panera y sobre el plato azul, una nota: "En la heladera hay jamón y queso".
Recorro la casa como si estuviera en un museo. Me acerco y me alejo de los distintos ambientes. Naturaleza muerta. La observo como un apéndice que no me pertenece. Grito sin ruido otra vez y llamo a un radiotaxi.
Salgo de la casa, cierro con llave la puerta y le pido ayuda al taxista con las valijas.
Antes de irme, tiro las llaves en el contenedor de basura de la que empieza a ser solo tu cuadra.