Lo vio y quedó notificado de la fecha de vencimiento de su suerte. Había ideado todo con un alto nivel de detalle. Hasta ese atardecer creía que su fábula era infranqueable. El tiempo transcurrido lo venía ratificando. Por eso, cuando no pudo evadir su mirada incrédula, su gesto sorpresivo, de reconocimiento, el naipe que sostenía el castillo de su nueva vida voló junto al viento del Pacífico.

Siempre fue muy inquieto y muy emprendedor. Tuvo diferentes oficios y en todos pudo juntar una moneda. Todavía, al principio, no se le daba por el despilfarro. Después sí. Cuando dejó de leer los ceros de sus cuentas bancarias, se permitió cualquier delirio. Y eso llegó cuando pegó el pleno en el negocio de la seguridad.

Le tiraron el dato. Si se armaba una cáscara de empresa y reclutaba un par de monos, tenía asegurado el contrato de vigiladores privados con la Asociación de Amigos de la Peatonal. Claro que el retorno para el presidente era muy por encima de la media. Pero no había riesgo y era todo ganancia. No lo dudó. Y acertó. Porque ese fue el primer peldaño de una maquinaria que no paró de crecer. Hasta lo que pasó en Stadium.

Llegó a tener un ejército de tres mil vigiladores monotributistas que le dependían. En supermercados, calles públicas, estadios, boliches, municipalidades, edificios, entre muchos otros lugares. También se le dio por la parafernalia bélica y se hizo importador de pertrechos y tecnología de seguridad. La adrenalina pasó a ser más importante que el oxígeno. Dormía cuando podía, después de un polvo poderoso o a la vuelta del bajón de un saque suculento.

Así hasta lo de Stadium. El arreglo con la comisaría fue dejar pasar todo al local. Nunca se imaginó que el boludo del dueño iba a pijotear con el techo. Una bengala duró. La pesquisa determinó la responsabilidad del titular de Stadium SRL pero también la suya. Sus patovas habían cerrado la puerta de emergencia y habían evitado los controles de manera expresa.

El gordo Julio, papá de Martín, uno de los pibes que murieron, se lo hizo saber en la última reunión. Como abogado de varios familiares había juntado toda la evidencia. Lo tenía agarrado de los huevos y le daba la oportunidad de confesar para que no le agravaran los cargos. Un par de ratis habían cantado y un monotributista suyo se había quebrado. Tras sobrevivir milagrosamente y sobreponiéndose a sus amenazas, el vigi contó todo.

Y fue el momento en el que le cayó la ficha. Si el gordo no lo hubiese alertado, estaría sopre o suicidado. Ya demasiado con los juicios que estaba acordando y pagando religiosamente. Los ceros estaban empezando a hacerse visibles. Si a eso había que sumarle la jaula, no lo soportaría.

Al día siguiente, con la complicidad de algunos insolventes que le debían más que favores armó la estrategia. Sacó todo al exterior por vehículos financieros que no permitieran llegar hasta el verdadero dueño y se fugó. Ni su familia, ni su contador, ni quienes que lo ayudaron en la liquidación final, nadie, supo el destino final. Sí, según se filtró a la prensa días más tarde, se conoció que se había colado por la frontera de Iguazú. Tal vez a Ciudad del Este. Quizás a Foz. Por ahí más lejos.

La prensa siguió el caso. Primero en tapa, con opinión de los grandes editorialistas. Cronistas televisivos hicieron sus viáticos viajando a la frontera. Después, al mes, el caso empezó a perder audiencia y pasó a policiales. Hasta que ganó el olvido. Pasaron los años y nadie supo más nada de él.

Hasta esa tarde de enero, cuando el sol se dejaba seducir por las nubes y regalaba algo de paz al calor seco de la cordillera.

Con otro nombre, su segunda oportunidad lo encontraba, principalmente, como empresario inmobiliario en Santiago de Chile con inversiones también en gastronomía y hotelería. Habían pasado más de diez años y, hacía un tiempo volvía a sentirse pleno. Se sentía seguro. Había cambiado su vestimenta y su apariencia, además del documento. Nunca reconoció a nadie, ni nadie lo reconoció. El tiempo y esta certeza lo animaron a ir volviendo. No a su ciudad pero sí a su país.

Compró unos lotes en Uspallata y decidió llevar a la realidad unos dibujos viejos, trazados una noche de desvelo para quemar la angustia, para distraer la memoria. Un glamping de cabañas tipo iglú, geométricas, con ventanales a las estrellas que en esa parte del mundo se veían como en ningún otro lugar.

Consiguió los obreros y se puso a trabajar a la par. Disfrutaba sentirse libre bajo el sol patrio. Demoraron varios meses, casi un año. Cuando concluyeron, su orgullo irradiaba luz a su mirada. Esa mirada que, un poco más opaca, unas semanas después lo haría caer.

Con su cámara profesional tomó unas fotos divinas de las cabañas junto a aterdeceres y noches soñadas. Las subió a las plataformas de búsqueda de hospedaje y esperó. Un día, nada más. Entró la primera reserva. Después otra y otra. Estaba feliz.

Por fin llegó el día. El día que podría mostrar su creación. Y el día que, aún no lo sabía, lo devolvería a las tapas matutinas. Los primeros huéspedes quedaron maravillados y él junto a ellos. Nada podía ser mejor. Pero sí peor. Mucho peor.

El segundo huésped se acercó al portón con auto austero. El primero había caído con una Hilux negra, con chapa del año anterior. Divina. Aunque poca cosa al lado de su Hummer roja. Sin embargo el segundo cayó con una Surán blanca con la chapa de antes, no la del Mercosur. Le llamó la atención porque no era el target que esperaba de acuerdo a la tarifa.

Se acercó con su mejor sonrisa, abrió el portón y fue al encuentro del vidrio negro. Fueron dos segundos. Si hubiera sido más temprano, probablemente ambos hubieran tenido anteojos negros y el resultado no hubiera ocurrido. Pura especulación pero con alto grado de probabilidad.

Porque lo que lo vendió fue su mirada. La que Julio conocía de memoria. Desde ese fatídico noviembre, se había jurado llegar a la verdad y a la justicia. A la verdad había arribado pronto pero la justicia se le había escabullido de las manos. Y se sentía culpable. Desde la fuga, se hizo un juramento secreto. Tendría paciencia. Todas las noches miraría la foto de ese rostro, para no olvidarlo, hasta encontrarlo en la vida real. Hasta ese atardecer.

Y fueron dos segundos. Los que le tomó a Julio estirar la diestra debajo de su asiento, extraer la Ballester Molina radiante, quitar el seguro y disparar. En el medio de los ojos. Para apagar esa mirada para siempre y sentirse en paz.