“Persuadiendo al otro de que tiene lo que puede completarnos nos aseguramos, precisamente, de que podremos seguir ignorando lo que nos falta”. (Jacques Lacan).

Quien va a hablar con un analista sabe al menos algo: que carece de un saber sobre las razones de su malestar, pues no las ha hallado ni en la más novedosa versión de la IA, ni hablando con amigas, amigos o pareja, ni consultando médicos ni gurúes de turno. 

Los motivos por los que padece se le revelan, en principio, enigmáticos. 

Al mismo tiempo, supone que allí hay, o puede haber, un saber sobre eso de lo que él cree no saber nada. Sin embargo, la experiencia analítica muestra que los psicoanalistas no ocupamos fácilmente, ni mucho menos desde un inicio, el lugar de un supuesto saber para quienes nos consultan. 

La entrada en análisis está teñida, muchas veces, de sutiles desconfianzas. La sospecha, bastante generalizada, de que el analista con el que se va a hablar podria ser engañado fácilmente, o no estar a la altura de las circunstanciass, es lo que coarta en mayor medida la confidencia y la posibilidad del análisis. 

En relación a esta situacion Jacques Lacan, en 1958, pone el acento en la acción analitica. Esto es: para que un psicoanalista determinado pase a ocupar el lugar de supuesto saber para quien lo consulta, tiene que hacer algunas cosas y no hacer otras. Es decir, la cosa no sucederá por la inercia de los acontecimientos, ni por la reputación del personaje.

En principio, un psicoanalista debe posibilitar que quien le dirige la palabra se ubique en la realidad que su propio discurso produce, en las coordenadas discursivas que enuncia. A esta operación se la denomina, comunmente, implicación subjetiva. “A partir de ese momento ya no es al que está en su proximidad a quien se dirige, y esta es la razón de que se le niegue la entrevista cara a cara”. (J. Lacan)

Por otro lado, los psicoanalistas también suponen saber. Todo analista apuesta a un saber por venir, -saber filoso que sirva para cortar la inercia del malestar- a las irrupciones intempestivas de un vacío en movimiento, a las derivas erráticas y confusas del yo.

Se dedica al psicoanálisis quién ha llegado a comprobar -análisis mediante- que el inconsciente no es una manera de hablar, como afirmaba Pierre Janet, sino una hipótesis de trabajo necesaria, legítima y justificada para investigar, explicar y tratar determinados fenómenos del psiquismo humano inabordables por otros medios. 

Es quien sabe que entre él y quien le habla hay un intervalo, un tercer lugar donde no hay ni uno, ni dos, más bien hay varios hablantes rodeando un abismal e indestructible agujero. Quién resguarda ese lugar donde aquel que lo consulta está y aún no lo sabe. A esto se le denomina: hipótesis del inconsciente. 

Tanto analizante como analista están inmersos en la lógica del “sujeto supuesto saber”, ambos suponen, en diferentes planos, un saber al Otro. Esta es la llave que abre las puertas al amor de transferencia. 

Jacques Lacan insiste, a diferencia de todos los posfreudianos, en la anticipación del saber sobre el amor por una simple cuestión: corta de raíz con el sentimentalismo místico de los afectos y la psicologización retrógrada de las emociones.

A quien se le supone saber se lo ama, sentencia Lacan, y se le demanda una respuesta satisfactoria a una pregunta primordial. ¿Qué me pasa? ¿Qué hago? ¿Quién soy yo? Es tal vez por esto que el amor sea, tanto para el amante como para el amado, de muy diferentes maneras, una cosa muy difícil de soportar.

Lo que descubre Freud es que un analista, al igual que cualquier amor, no es un ser extraordinario en el mundo, sino un lugar ordinario en el psiquismo de quien lo ama. Un eslabón en la serie psíquica constituida por el analizante conforme a modelos amados preexistentes. Respecto a este punto, los psicoanalistas afirmamos que hay algo anterior a todo amor, todo odio, a toda pasión o sentimiento, esto es: una cadena asociativa, significante, la irreductibilidad del Otro. 

No se niega la potencia real de los acontecimientos pasionales, ni su carácter tan acogedor como destructor, sólo se indica su procedencia. Al igual que los químicos para quienes un explosivo es el efecto de una combinatoria determinada de elementos; o los cirujanos para los que antes de los cuerpos particulares están las regularidades del organismo, para los psicoanalistas antes del amor, el odio, la tristeza o la angustia hay cadenas discursivas, significantes, causa necesaria, aunque nunca suficiente, de todo acontecer humano, desde el más mínimo gesto hasta el pensamiento más elaborado.

El amor de transferencia no es la excepción a la regla. Este fenómeno no existe en términos ontológicos. Sigmund Freud lo inventa para ubicar el resorte fundamental y distintivo de la práctica psicoanalítica. Si bien lo ubica también por fuera del análisis, por ejemplo, en toda relación médico-paciente,profesor-alumnos,sacerdote-fieles; al no ser señalado por quienes están implicados en él, médicos, profesores, curas permanece en la lógica de la sugestión, la hipnosis y el enamoramiento. 

El amor de transferencia surge del trabajo insistente y permanente que realiza un psicoanalista por interrumpir estos fenómenos, puntos de partida y amenaza constante del análisis. La relación transferencial es propia de la experiencia analítica. Es una situación impuesta por el psicoanálisis que se arma si, y sólo si, un analista respeta la regla fundamental de abstinencia. 

Esto es, no puede hacer uso del poder que el analizante le delega, en tanto él sabe -no que no sabe nada como Sócrates el sabio- sino que el que sabe es el inconsciente. 

Si para sanar se pide un nuevo amo-r, el psicoanálisis no es el mejor lugar para ir a buscarlo. La transferencia es el efecto de una interrupción, un artificio producido y sostenido por el deseo de un psicoanalista, en el que algo del saber singular para cada analizante puede emerger. Saber que es, parafraseando a Nietzsche, como la chispa que brota del choque entre dos espadas, en tanto no conserva ninguna propiedad del hierro que la provoca. 

Saber emergente de unos decires en el contexto de una extensa e inconclusa conversación, tan novedosa como extraña, orientada por los restos, las fallas, los desvíos, el error, el silencio de lo que pulsa por realizarse. El saber que ese amor extraño y singular produce. Saber muy diferente al saber popular, al que produce el arte, la religión, la filosofía y la ciencia. 

Un saber del amor que, paradójicamente, cuanto más sirve, más funciona, más se olvida.

* Psicoanalista, escritor, docente.