La contradicción no camina: anda en bicicleta. Promediando su nuevo disco, Teo Caminos deja de procastinar frente a su computadora y se larga a andar por las calles perfumadas con tilos y plátanos. Unas cuadras después, el trazado racionalista de La Plata lo conduce a un laberinto de caras conocidas y amores de otra época. La costumbre deviene en veneno. “Está maldito el cuadrado”, advierte. “Habrá que huir de aquí”. La música, sin embargo, parece decir exactamente lo contrario: un pop-rock sofisticadísimo en su propio destello lumpen de la capital provincial. Recodos, en ese sentido, es una carta de amor y odio. “El viernes fui a Buenos Aires y lo primero que dije fue... ¡qué hermosa sos!”, dice Caminos. “Los bares, las calles, los barrios, la gente. Pero al otro día me desperté y lo único que quería hacer era volver a casa. Yo reniego, pero al final de cuentas es el lugar donde me siento cómodo. La Plata no te da ninguna oportunidad y te las da todas al mismo tiempo”.

Caminos no es exactamente platense. Para todos aquellos que alguna vez caminaron por las callecitas arboladas y suburbanas de City Bell, la diferencia es más evidente que los quince o veinte minutos arriba del Camino Centenario. Los niños andan en bicicleta, el centro tiene cinco o seis cuadras y hay poetas que se sientan a tomar su café de autor. Una mezcla de Portland y Cariló. Hace cuarenta y pico de años, cuando Caminos pasó su infancia, era más o menos lo mismo. Pero sin el café de autor. Después se fue con su madre a Bariloche, pero nunca se alejó de su gravitación.

“En Bariloche, fui el primero de mis amigos con una compactera”, dice Caminos. “Así que conseguía Durazno sangrando y hacía tres copias en casete para para mis amigos. El padre de mis hermanas era un programador informático aficionado a la música, especialmente al jazz. Teníamos instrumentos. La música se volvió importante en mi vida. Me metí en el free jazz y la música experimental y cosas así. No conocía nada de la música que se curtía en La Plata, así que cuando vine a estudiar Bellas Artes fue todo un gran despertar”.

Antes de que terminara de desarmar el bolso, su papá ya lo había mandado a ver a Míster América y sus compañeros le estaban pasando discos de Sonic Youth. Empezó a caminar la ciudad, recuperó viejos amigos de la infancia (Fran Carranza, Pablo Stancatti) y, en los pasillos de la facultad, conoció a un pibe inquieto y afectuoso que se llamaba Agustín Spasoff: Chatrán, actual tecladista de Él Mató. En algún punto, mientras cursaba materias o tomaba cerveza barata, se le ocurrió mezclar esos dos mundos: los amigos viejos y los nuevos. Eso fue Ático. “Si bien no provenían de las mismas esquinas, mis tres compañeros eran platenses nacidos y criados”, dice Caminos. “Los tres habían sido atravesados muy fuerte por los Gorriones. Yo llegué por ellos, aunque ya conocía a Bochatón. Cazuela es uno de los discos de mi vida”. Guiados por esas luces y el desamparo, arrancaron a tocar por el circuito y se acercaron lentamente a la nave nodriza de Laptra. En algún punto, replicaron un cd-r con cuatro canciones y le pusieron una tapa. “Yo creo que para ese entonces no sabía que existía algo llamado EP”, dice Caminos. “Simplemente fuimos a tocar a un estudio y, como no teníamos ni un peso, Alfredo Calvelo lo mezcló en una mañana. Argentina estaba demolida. El Flaco Kirchner la estaba empezando a levantar, pero recién era 2005, 2006. Juntábamos colillas para fumar”.

Así era el interregno del post-Cromañón: colillas, cerveza Palermo, manteros vendiendo CDs. Así era el kilómetro cero del indie platense: en el arco de diez o doce meses, podían aparecer todas juntas bandas como Él Mató, NormA, Sr. Tomate, Mostruo! o los 107 Faunos. Radio Universidad los ponía en el aire y el suplemento De Garage los ponía en la tapa. Los Ático abrían los shows de Pandolfo o Bléfari y picaban en punta. Tenían buenos peinados, eran jóvenes. Cantaban con una mueca de disgusto sobre los decibeles que produce un barrio o los centímetros emocionales que separan a una persona de la otra. Sin embargo, en un movimiento glorioso del anticlímax, sacaron su primer disco y se separaron. Era el final del 2008. “No nos bajamos de ningún lado”, dice Caminos. “Lo que pasó es que se nos desarmó un amor. Se nos hizo añicos”.

Antes de encerrarse en el bunker anímico, se compró una guitarra acústica. Dejó de escuchar música ruidosa y sajona. Miró más cerca, más acá. “Era un período duro de mi vida”, recuerda. “No sé muy bien por qué. O sí sé”. Poco a poco, como si drenara una savia lenta, comenzó a sacar algunas cosas hacia afuera. Las siete canciones de Realización (2015), por ejemplo, eran un puñado de células líricas y melódicas que se escapaban de las manos como peces del aire. Un zumbido acústico pero lleno de estática, como la tormenta que se prepara ahora mismo entre las torres administrativas de 12 y 51. “Soy poco prolífico”, dice. “No lo llamaría tanto auto-exigencia. Probablemente me cuesta autorizarme en relación al objeto en el cual me expreso. No cualquier cosa que toco o hago me convence realmente como para tirarme a la pileta”. Así, Caminos continuó sacando canciones cada dos años: EPs, simples, cositas. Producciones para otros. Jamón del medio, lleno de autoridad estética, pero jamás un disco como Dios manda. En algún punto de la post-cuarentena, sin embargo, reunió una veintena de temas, convocó a Cristian Carracedo como co-productor y armó el embrión de una banda con Edu Morote (batería) y Gastón Paganini (bajo). “Tenía un gran deseo”, dice Caminos. “Pero, sobre todo, tenía una gran necesidad”.

Grabado prácticamente sin click y evocando la idiosincrática “situación sala de ensayo”, Recodos viene a aplicar en una tradición antigua: el disco de rock como artefacto cultural. Canciones subidísimas y llenas de swing que, a nivel subterráneo, dialogan con New Order y con Melero y con Whitman y con los Stone Roses. “Después hay cosas que deambulan todo el tiempo y son un posicionamiento político ante la acción musical: Stereolab y Sonic Youth”. Las referencias y el cut-up, sin embargo, no están puestos por delante. El procedimiento ni siquiera importa. No hay posmodernidad, sino puro romanticismo victoriano sobre la falda del indie platense. Así, en la fabulosa “Focos de claridad”, Caminos monta el soliloquio de su revelación sobre una serie de acordes menores colgados de la palmera. La banda entra como una tromba pero el rock no sube sino que desciende hacia el fondo de la noche como (Rimbaud alert) “un barco ebrio”. Quién no se pierde en esos recodos.