El jefe de seguridad que viaja con The Cult parece un miembro más de la banda. Es un rockero de la vieja guardia: botas negras, lentes negros, tatuajes, campera de cuero, bigote a lo Lemmy. Parado con los brazos cruzados en la entrada de la sala de reuniones de un Hotel de Recoleta parece una aparición de otra época, suspira y dice cómplice: “Bueno, mirá, esta es mi vida”. Eso, porque adentro Ian Astbury, el líder de The Cult, una banda que lleva más de 40 años viajando y comprometida con el rock de tomo y lomo, está retrasado casi una hora y nadie puede hacerlo cortar. Es un conocido conversador y entusiasta si se interesa en algún tema: se sabe que es un entrevistado difícil de encauzar. Pero también es un conocido malas pulgas si algo le hace ruido.

Cuando finalmente se abren las puertas, Astbury, de 63 años, que lleva toda la mañana dando entrevistas, está estirando la espalda con un cómico movimiento de cintura. Se sabe que es fanático del futbol y ha jugado desde niño, pero ahora está incursionando en las artes marciales, más específicamente en el Muay Thai, una de las técnicas de combate más agresivas –incluye codos y rodillas– que se conoce. “Jugué mucho al fútbol pero siempre me siento atraído por el dojo. Ahí hay un espacio de reverencia donde trabajas con el movimiento pero también aprendes mucho sobre tu vida interior a través del movimiento”, contará más adelante.

“Definitivamente he sentido una perturbación en la fuerza estos días, como en Star Wars”, dice Astbury, que vive en Los Ángeles y está preocupado por los incendios y un reciente terremoto, pero esta mañana igualmente está contento. Muchas personas que pasaron por esta sala le regalaron una copia de Bajar es lo peor, el primer libro de Mariana Enriquez, que ella, fanática de la banda, escribió y le dedicó a los 21 años, y que él recibe ahora sorprendido. “Yo siento que Argentina es un vortex, es un lugar increíblemente único”, dice Astbury, que se sienta con las piernas cruzadas en posición de meditación después de presentarse en dos shows con entradas agotadas en el Estadio de Obras, a las que se agregaría una fecha sorpresa en el Vorterix.

Después de ocho años de ausencia, The Cult hizo dos shows en Obras y uno sorpresa en Vorterix.

ESTOY CON USTEDES

Está de buen humor a pesar de la intensidad de la visita: días antes, en Chile, se peleó con la prensa del Festival de Viña del Mar cuando le preguntaron qué esperar del show. Y él respondió: "Me verán hacer un sandwich en vivo”. “¡Es que esos periodistas no hicieron su trabajo!”, se excusa con humor. “Pero Viña fue interesante, algo raro, muy ecléctico. Me interesa mucho el hemisferio sur en general porque hay una energía diferente, más estudio y más relaciones entre las personas. Siento que hay tanto en esta región en términos de literatura, música, cine, arquitectura. Estoy muy interesado también en las pirámides, el hecho de que están encontrando todas estas pirámides y asentamientos de altas civilizaciones. Es fascinante”.

Más allá de ese episodio particular, efectivamente The Cult tiene una historia muy personal con Argentina. Una larga historia de amor con un país que –ya lo sabrán los Ramones, casi más famosos acá que en Nueva York– cuando ama, ama. Desde principios de los ‘90, en el pico de su popularidad, The Cult ha montado unos quince shows en distintas ciudades del país, casi siempre fechas dobles, para un público que siempre los espera. “Quizás la próxima vez hagamos dos estadios de River, como Oasis”, ironiza Astbury. Pero enseguida agrega: “Nah, eso sería un circo”. De hecho su décimo disco se llama Hidden City (2016) por una de las camisetas que Carlos Tévez mostró después de meter un gol. O sea, Ciudad Oculta, el barrio de Villa Lugano. Astbury, que es un fanático de la épica del futbol, se sintió conmovido y en ese momento explicó. “Sentí que Tévez les estaba diciendo a sus vecinos: soy yo, Carlitos. Todavía estoy con ustedes”.

HOMBRES DE NEGRO

En sus dos últimas fechas en Argentina, el país donde volvieron a tocar después de ocho años, la banda se presentó de negro total, como ahora mismo viste el frontman, como siempre han vestido todos. El show que armaron fue casi totalmente dedicado a sus primeros hits de los años ‘80 y ‘90, antes de su primera disolución, aunque estrictamente nunca han dejado de lanzar nuevo material. Eso garantizó una efervescencia permanente del público, que coreó todas las canciones, aunque el despliegue que ofrecieron fue más bien discreto, sin demasiada parafernalia, una propuesta de luces pequeña y tradicional, sin distracciones visuales, muy a contrapedal de las bandas más actuales que montan shows cada vez más sobrecargados.

Algunos asistentes interpretaron ese minimalismo como un retorno a las bases, quizás –y aunque el hard rock siempre se trató de exceso– un gesto de la banda que celebraba el rock más crudo: la potencia natural de una voz, la habilidad que requiere un buen riff de guitarra. Aunque Astbury cuenta que la cosa no es tan así: “Poner en marcha una gran producción cuesta mucho dinero. Simplemente no tenemos los recursos. Apenas tenemos los recursos financieros para hacer este show. Aunque es verdad que los shows ahora tienden a ser ruidosos y sobrecargados, luces, diseño. Todo eso es porque simplemente el contenido no es poderoso. Sin embargo, a mi me encantaría hacer algo así como un espectáculo inmersivo. Elegir ciertos lugares, instalarse allí por un tiempo, que quizás llegue la gente y que vayan pasando cosas, que se puedan ir adaptando a lo que está pasando en ese momento en el país, en la región, en el cosmos. Estoy interesado en la disolución del ego, en deshacernos del lenguaje y centrarnos en una experiencia inmersiva donde todos vivamos la misma experiencia y no la tengamos que explicar”.

Muchas personas le regalaron a Astbury ejemplares de "Bajar es lo peor", de Mariana Enriquez, que ella le dedicó a los 21 años. (Foto: Mick Peek)

DUPLA DE OPUESTOS

Ian Astbury, nacido al norte de Inglaterra, pasó la vida de viaje por el trabajo de sus padres. Creció en Canadá, pasó por Estados Unidos, Irlanda, y quizás a ese ímpetu viajero se adhirió un set de gustos e ideas poco convencionales. Fanático de Velvet Underground y de The Doors –banda a la que, de hecho, fue convocado para cantar mucho después de la muerte de Jim Morrison–, interesado en la filosofía de los pueblos nativos americanos y en el budismo, The Cult siempre tuvo una impronta estética y musical distintitva de otras bandas de hard rock de la época. Un proyecto de rangos más amplios y experimentales –por donde pasaron sonidos vinculados al post punk, al rock gótico o al rock más lisérgico– que se diferenciaba dentro de un género con reglas y tópicos más bien estrictos.

“Mi padre trabajaba como marino en la década del ‘50. Viajó mucho, tenía algunas ideas diferentes sobre el mundo y las traía a nuestra casa. Así que en mi casa estuve expuesto a diferentes culturas, diferentes ideas. Mi abuela era espiritista. No crecí como los otros niños con los que jugaba al fútbol o escuchaba música o lo que fuera. Siempre tuve ideas diferentes y a ellos no siempre les gustaba”, cuenta Astbury sobre su adolescencia.

Aunque por supuesto que el corazón de la banda no es solamente este hombre –que en seguida procederá a hablar de la conciencia colectiva y la destrucción del yo– sino una dupla de polos opuestos en colisión. El encargado de encauzar las cosas fue históricamente el guitarrista Billy Duffy. Ian Astbury y Billy Duffy son una dupla, y hoy los únicos miembros fundadores de una banda por la que han pasado varios miembros, y que entre idas y venidas ha editado más de una decena de discos.

“Siento que ahora no estamos reorientando. Billy y yo somos dos principios: él es muy pragmático y yo soy más flotante. Cuando estamos juntos hay sinergia. Pero también nos pasa mucho que es posible que uno esté desalineado. Hacemos cosas muy inconexas por mí, y luego hacemos cosas mucho más pragmáticas que son un poco aburridas para mí y yo pierdo el interés. Pero ahora mi energía está aquí, y estoy sintiendo que hay algo transicional con nosotros ahora mismo”, dice Astbury. “Ha habido momentos en mi vida en los que he estado aplastado y he sido incapaz de ser creativo. He estado creativamente impotente, dañado, pero entonces me dejo llevar, la cosa viene en oleadas. Ahora estoy eligiendo la creatividad, elijo la creatividad y soy productivo”.

EMBAJADORES DEL SIGLO XX

El marco de la gira mundial que trajo a The Cult a Argentina tuvo tintes celebratorios. Este año se cumplen cuatro décadas de la salida de “She Sells Sanctuary”, el primer single del disco Love, con el que la banda entró en los rankings de la escena británica, luego se expandió por el mundo y desde entonces no paró de tocar en giras maratónicas. “Cuando volvieron los conciertos después de la pandemia, la gente no sabía cómo estar con los demás y la energía era realmente mala. Había mucha desconexión y nadie sabía cómo estar con el otro. También está la generación que creció en la pandemia, fue duro para los jóvenes. Cuando era su turno de salir al mundo, el mundo se cerró y simplemente desaparecieron en Twitch, Discord, Tik Tok o lo que sea, y esa es su vida, su vida íntima a través del teléfono, la validación a través del teléfono. Yo siento mucha empatía por los jóvenes que tuvieron que pasar por la pandemia que les quitó años muy vitales de sus vidas”, cuenta Astbury.

La verdad es que sobre el escenario y a simple vista The Cult es una auténtica banda embajadora del siglo XX, manifiesto de un tipo de hacer, de un tipo de ideas que camina hacia la extinción. Sin embargo, acá en Argentina la banda encargada de abrir su show fue Dum Chica, un jovencísimo dúo de chicas, parte de una escena actual que casi insólitamente retoma sonidos del post punk en pleno siglo XXI, de la que mucho se habla por estos días, y cuyo nombre se podía ver googlear en celulares de algunos asistentes más veteranos del concierto esa noche.

“Siempre me intriga mucho cuando veo gente tan joven en los conciertos, algunos son adolescentes. Es fascinante que quieran venir a ver a un montón de viejos hacer un show convencional, muy siglo XX. Quiero decir, en mi vida ya vi morir a David Bowie, a John Lennon, acabamos de perder a Marianne Faithful. Acabamos de perder a David Johansen”, dice Astbury, que de hecho en el escenario de Buenos Aires homenajeó a Johansen, el último miembro vivo de los New York Dolls, que falleció ese mismo día. “Y luego miro a mi alrededor y me doy cuenta que, claro, vienen porque ya no queda mucho de esto para ver. Esto se está muriendo. O no, no muriendo, está evolucionando. Definitivamente está cambiando”.