El cuaderno de tapas duras y aspecto medieval tenía los años dispuestos en riguroso orden cronológico, los datos básicos de cada historia organizados en estrictas columnas. No faltaba nada. Estaba el nombre, la edad, la fecha de ingreso, hora y ocupación, el destino final, la afiliación y la foto. Los cobardes, traidores y burócratas, los oportunistas, tibios y arribistas, amparados en las directivas secretas de la superioridad, habían quemado las listas que demostraban cómo habían salvado al país del abismo. Él, no. Él había conseguido rescatar volúmenes de otros pozos, hasta le habían ofrecido uno en el mercado negro en 1985. Con su ojo de águila, había detectado la falsificación: el tipo le había pedido de rodillas que no lo matara.

Ahora era realista: habían pasado décadas. No podía salvar más listas, los que sabían habían muerto, no podían o no querían recordar, mucho menos ayudarlo. Él era la última muralla contra el olvido de la heroica gesta. Cada noche subía al altillo de su casona en Belgrano, abría el doble candado y se sumergía en su contabilidad de las tinieblas. No revisaba las tres listas que había recuperado: no habían sido parte de su vida. Releía su cuaderno para revivirlo, pero también para archivarlo en un cofre más inviolable: su memoria. Retenía un par de páginas diarias, más no podía. El tiempo no pasaba en vano, pero todavía era capaz de recordar historias en su orden inamovible, tenía una intimidad con esos centenares de nombres, fotos y fechas que no sentía con ningún momento de su vida.

Estaba la chica de 17 años que podría haber sido su hija, pero no lo había sido porque él se había encargado de educar a la suya como correspondía. Leer su nombre, ver su cara, repasar su trayectoria era revivir esas tres semanas que le había otorgado, era recuperar los gritos, la necesaria violación, su espíritu de gorrión aplastado en sus dedos. No podía olvidar, ya sentenciado su cuerpo, el dilema por su alma. Contrario a los monstruos que pintaban los apátridas, había sido magnánimo: un sacerdote la había bendecido antes de su destino final. Con similar generosidad había rescatado a un bebé para dárselo a una familia de bien, capaz de inculcarle una vida de bien, capaz de evitar la réplica de zurdos asesinos.

Otra de sus historias favoritas eran los delegados de la automotriz, esos que se creían con derecho a parar las máquinas, a hablarles de igual a igual a sus patrones. Él les había recordado en persona quién mandaba, cuál era su lugar de negros de mierda. Pero les había dado un destino más noble en su cuaderno, un lugar privilegiado que no merecían por su color marrón, pero sí por ser un capítulo clave en la purificación nacional.

En la gloriosa cronología de esas hojas había un día excepcional. La guerra contra la subversión atea estaba avanzando con precisión cronométrica, por eso su pozo había quedado vacío. En una reunión de zona sur había insistido a los gritos en que no debían bajar la guardia, los comunistas seguían en las fábricas, las universidades, las escuelas, los hospitales, quedaba mucho por limpiar, no había familia que se librara de ellos. Una caída en masa poco después le dio la razón y un prestigio intocable. En 24 horas cronometradas, habían saturado el pozo, cien cuerpos y cien almas para probar que la limpieza no había terminado, quedaba mucho por hacer, quizás nunca acabaría.

En su metódica relectura y memorización, el viernes era un día especial. Bajo la lámpara francesa que había traído del pozo, leía el doble de páginas y repetía las que había aprendido durante la semana hasta que su mente replicara como un espejo ese tramo del cuaderno. Era una medida de precaución: un miedo de viejo. Con el nuevo gobierno estaban avanzando en la dirección correcta, era cuestión de tiempo, un año o dos para mostrarle al mundo la verdad y que los honraran como se merecían, héroes, no criminales, por eso el resguardo de su memoria, para reconstruir todo en caso de un trágico accidente, una plaga de roedores, el siempre posible desgaste de la materia.

En el aniversario de las gloriosas 24 horas ocurrió lo impensable. Lo intuyó al abrir la puerta, lo sintió más allá de toda duda al tomar el cuaderno para llevarlo a su escritorio. Correspondía contar por más que fuera un gesto inútil, burocrático. Se lo decían las manos, se lo decía el cuerpo. Las 90 hojas correspondientes se habían reducido: ahora solo había 82. Los cortes de página habían sido delicados y precisos, no habían dejado rastros. Se aseguró de cerrar bien la caja fuerte, el armario que la ocultaba y la puerta del altillo, usó claves numéricas y dobles candados, repitió la operación hasta convencerse de que no había ninguna grieta.

La operación lo dejó exhausto. Esperó tres días hasta volver al altillo. No se equivocaba. Había una ofensiva deliberada, habían encontrado un flanco imposible. Esta vez solo quedaban 70 páginas. Interrogó a su mujer, con más tesón y suspicacia a sus hijos. ¿Estarían bajo la égida roja?, ¿la universidad los habría enfermado? Las negativas enfáticas no le dolieron tanto como ese intercambio de expresiones azoradas, esa risa reprimida y cómplice, sus preguntas convertidas en señales de senilidad y locura.

Empezó a pasar días y noches en el altillo, las ventanas cerradas, la puerta sellada por dentro. La táctica surtió efecto hasta que la amenaza le invadió el sueño, lo convirtió en una mezcla de pesadilla, insomnio y duermevela. Una día desaparecieron las tres listas que había recuperado. Una mañana funesta notó que el cuaderno de las tinieblas seguía achicándose, primero reducido a 50 páginas, luego a 30, escapada como un gorrión la chica, fugados con triunfal osadía los delegados.

No importaba que durmiera con el cuaderno de almohada, que apenas bajara para comer y aprovisionarse para la larga resistencia: tarde o temprano volvía el burlón goteo de historias. Cuando llegaron los malditos cortes de luz de los comunistas que seguían dominando el mundo, se abroqueló con su cuaderno detrás de un círculo de velas.

Como en una iglesia, proyectaban una trémula luz sobre el crucifijo protector y sus ojos, pero no impedían que con las horas las letras se fueran achicando y se borraran los nombres hasta que buscándolos con la cara pegada a la página su cabeza se desplomó sobre el cuaderno. Lo encontró su esposa, la puerta sin candado por primera vez en su vida, el fuego consumiendo las hojas y quemándole el rostro, devorando la reivindicación y el insensato orgullo, ahora sí, todo, absolutamente todo, perdido para siempre.

* El 18 de marzo se presentará en la Casa de las Culturas de Quilmes el listado de personas desaparecidas y asesinadas por el terrorismo de estado en Quilmes.

 

El 26 de marzo, Marcelo Justo presentará en la Universidad de Quilmes su libro de cuentos “El regreso de la noche”.