El día que a mi padre le clavaron un anzuelo en el párpado y tuvimos que ir a la enfermería, no llegamos a tomar la sopa. En el comedor de aquella pensión en las sierras, donde por turnos se comían tres platos, el sol atravesaba el ventanal pintando los manteles con el color robado a cada cristal.

El recuerdo de aquellas ventanas regresa cada vez que paso frente a la casa abandonada y veo los restos de los vitrales. Solo se mantienen los listones colorados que enmarcan unos pocos vidrios blancos, alguna vez transparentes. Mucho tiempo atrás tal vez las cortinas y manteles de la casa se hayan ruborizado como una adolescente ante las caricias atrevidas del sol.

En Roldán. Allí está la casa abandonada, como la conocen todos. Cada vez que paso por esa esquina los ojos se me vuelan hacia el techo, apenas asomado sobre la arboleda, tras la cerca de alambre. Mi vista aterriza en un pináculo de zinc sobre la cúpula hexagonal, brotada como un hongo sobre el fondo verde.

Las casas centenarias me llaman, se pavonean ante mí, como putas ofreciendo sus cuerpos. Mi interés por una de estas casas no termina hasta que la recorro. Primero por fuera, descubriendo su fachada, sus aberturas y techos. Después, si se me permite, penetro en ella, transitando por sus corredores y escaleras, explorando sus habitaciones y oliendo sus rincones. Suelo tocar sus paredes, imaginando las voces de las que han sido eco. Fantaseo con comprarla y arreglarla para vivir en ella.

Yo había notado esa casa victoriana cuando aún estaba habitada. La casa de muñecas que tenía la hija del doctor de mi pueblo podría haber sido una maqueta de ella.

Mi deseo por la casa abandonada me lleva hasta la entrada: un portón de madera de dos hojas. Puedo ver parte de la casa a través de la cuña que se abre entre ellas. El candado que cuelga de una de las hojas es desproporcionadamente largo, pero ya no lo suficiente como para mantener unidas a las dos hojas, cada vez más alejadas, como si ya no se quisiesen.

Empujo una de las hojas. Una mullida alfombra de yuyos la frena, queriendo defender la casa de curiosos y vagabundos. La levanto con ambas manos y la empujo, hasta que avanza, afeitando el pasto. El portón es un enrejado de madera dura y pesada, demasiado tosco para el estilo sobrio y elegante de la casa. Es como la tranquera de campo a la que me trepaba de chico, girando en calesita, donde la sortija era el sol hacia el que estiraba el brazo para alcanzarlo en una única pasada.

A unos metros detrás del portón está la casa, sostenida entre naranjos y nísperos, invadida por enredaderas silvestres. Las campanitas azules le dan el aspecto de foto de almanaque. Veo los techos de chapa teñidos de óxido, coronados por una veleta, que a pesar de los años se mueve pizpireta ante la corriente de aire, húmedo y pesado de febrero.

Siempre me gustaron las veletas. “Veleta” tiene olor a mar, pero mientras el barco puede navegar hacia donde sea timoneado, la veleta está condenada a girar en su eje. Pobre veleta, presa de su destino. Una vez conocí a un hombre que las coleccionaba. Me las presentó como si fueran sus hijas, o amigas; no, creo que eran sus amantes. Todas las veletas tenían nombres: algunos heredados de quien se las hubo vendido, o regalado, y otros por bautizo. El hombre había sido antes granjero y me contó que en el campo también se les pone nombre a las vacas.

Las veletas se amontonaban en un gran patio, distribuidas en torres de hierro y columnas de mampostería, sobre aljibes en desuso y rejas de ventanas recuperadas de la herrumbre. Se lucían en un espacio suficiente para mostrar sus meneos cuando el viento las animaba. Los diseños eran de lo más variados: una cigüeña junto a un nido, un par de lechuzas, gallos de todos los tamaños, dos cerdos a la sombra de un árbol y había una de un pescador en el momento de sacar un gran pez. Pensé en mi padre, con quien solía pescar, y le pregunté al coleccionista si me la vendería. Sonrió y siguió guiándome en el recorrido. Algunas veletas eran gráciles, como la Estrella del Sur, de hierro forjado en forma de flecha estilizada que sostenía una estrella de chapa en la cola: se mecía en silencio, en sutiles vaivenes al compás de la brisa. Otras se movían como alocadas, profiriendo quejidos que se elevaban como plegarias de dolor. Las vi también arrogantes, diciéndome quienes eran las que mandaban en aquel patio. Las había tenebrosas: una silueta de bruja montada sobre una escoba recortada en chapa negra, con una gran boca sonriente con un único diente.

Rodeo la casa, con temor a las alimañas que podrían estar entre el pastizal que por años ha gozado de libertad de guadañas. Es la misma sensación que sufría cuando nos metíamos en el río, arrastrando los pies por si había alguna raya, mientras sostenía la caña y disimulaba mi temor con un silbido. Me detengo un momento en el portal y subo los peldaños mimetizados con el musgo. La puerta es la cara de una anciana a la que ya no le importan sus arrugas. Me espera, lista para revelarme los secretos que guarda. Entro y me descubro andando en puntillas, para no despertar a los espíritus que habitan la casa. Llevo conmigo el celular, pero me prohíbo sacar fotos para que ella no se sienta avergonzada de mostrárseme. Lo que ha sido una sala es ahora un galpón de desechos. Como la corteza seca de los eucaliptos, la piel del cielorraso se ha despegado en jirones. Las paredes exhalan el olor del moho que las cubre como un polvo oscuro aplicado sin cuidado sobre la piel. A la derecha, se alza una escalera de madera. A mi amiga Claudia le gustaría esta balaustrada torneada y me prometo contarle sobre la casa. De pronto, me siento como un violador y salgo cerrando la puerta con el respeto que se les debe a los muertos.

Afuera me recibe un sol impertinente, que va deshaciendo las últimas nubes. El pasto acurruca sus hojas, las palomas apenas se asoman sobre los aleros de zinc y los alguaciles revolotean con presagio de tormenta.

Este será un verano largo, lejos de las sierras.

 

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