"Ya se sabe y ya se ve: el mundo criminal está en nosotros, en los videojuegos, por las redes, en las noticias, en las películas. Tal vez sea un reflejo. Una completitud de lo que no queremos ser pero nos cuesta admitir: la parte oscura de nuestro mundo interior, la muerte por mano propia, el crimen sicario, el amor por la sangre. Hace poco me enteré de un relato familiar, doméstico: un soldadito del narcomenudeo le pidió llorando a la madre que lo ayude a salirse de la mafia porque según él ya no sabía quién era el tipo al que mataba. Muerte por encargo, que le dicen. Si uno se pone a deletrear al abecedario colonial encontrará la palabra hambre sin hache y con ella. La palabra muerte y la palabra armas. Cuando era niño veía "Combate" y me identificaba con los aliados. Quería ser el Sargento Connors, siempre con la cara sucia o lastimada, siempre correcto, valiente. Claro, eran luchas de liberación por el aberrante Tercer Reich que había que destronar para luego repartirse el botín. También colaboraban en la empresa "Los Invasores" -rodeado de alienígenas el yanki promedio siempre se salvaba y nosotros también- y para coronar la empresa la "Familia Ingalls", "Lassie" y otros mercaditos en blanco y negro donde se exaltaba la coca cola, las “sodas”, los maleantes italianos de la mafia derrotada en "Los Intocables" y la "Ciudad Desnuda" . Éramos hijos del Imperio y no lo sabíamos. Se me objetará la palabra Imperio, pero sigue vigente. Hay que sentirse parte de esta foto en movimiento que nos tocó nacer: una película donde los buenos siempre triunfan o mueren como héroes y los villanos son abatidos. A veces caen los demás, y a veces nosotros. Tal vez ya hemos caído y no nos damos cuenta. En las afueras de CABA un grupo se enfrenta a otro por un pedazo de tierra, llena de piedras, sin luz, agua ni nada. Hambre contra hambre, sin reglas. Pobres contra pobres sin que medie el Estado".
Mi jefe está en su despacho sobre una poltrona cuyos apoyabrazos tienen en su extremo las caras talladas de dragones. Está exhausto tras su viaje. Termina de leer mi informe que ha capturado entre mis papeles y se me queda mirando como si fuese un monstruo.
-¿Vos escribiste esto? - pregunta con esa sonrisa amenazante de pabellón que adquiere a veces. -¿Recibiste la carta de porte de Malasia? ¿En vez de redactar cómo estamos en el norte con las entregas y los estibadores en huelga te ponés a escribir pavadas?
-Si, es algo parecido a mi tesis, o parte del trabajo para…
-¿Para qué? -me interrumpe. ¿Para los zurdos de la facultad, para los seguidores de la antropología que es la Nada misma? ¿Para ganarte una bequita miserable en algún país socialista que te cobije y te aplauda?
Suspira mirando el techo inmaculado y le apunta con el dedo a la araña monumental de fluorescentes. -Este bicho eléctrico tendría que ceñirte la testa y partírtela, ¿estamos? ¿Pero sabés que voy a hacer ahora? No voy a echarte . Voy a sentarte a que pongas mil veces no debo escribir como un comunista en un cuaderno extraviado del Ministerio de Cultura peroncho. Todos los mandamases de la Tierra deberían hacerlo con sus servidores. Están rodeados y no nos damos cuenta. Lo único que saben es pedir y pedir y usar los establecimientos para hacer sebo. ¡Yo se los advertí en la reunión de la Cámara de la Madera!
Me paro y con disimulo mientras le sonrío deposito en su té una gruesa pastilla que me han encomendado administrarle en estos momentos. Sorbe el líquido y enseguida hace efecto. Suaviza la mirada y extiende los bracitos cortos para relajarse. Toma el retrato de su esposa e hijos y lo besa. Es una pócima extraordinaria: un médico que anduvo por el Amazonas y por los bosques de Yellowstone persiguiendo a Pie Grande me la dió para que lo administre con precaución. "Es un calmante que se usa para las boas gigantes, los tiburones tigre de agua dulce y para bichos agresivos. Dale sin asco una dosis cuando estés en problemas", sentenció. Supe que lo habían encontrado muerto por ser un activista memorable en defensa de las tierras de los habitantes originarios.
-¿En que estábamos, che? -desliza con una amabilidad exagerada. Tiene los ojos vidriosos y algo de baba en los contornos de su boca de clown.
-El embarque de peteribís, señor. Mañana llega y le sugiero abonar antes.
No estalla. Solo objeta.
-Pero qué lástima. Es un desastre todo ¿No estaremos hachando muchos bosques? Quizás eso tenga que ven con las inundaciones. Pasame el tubo que quiero llamar a los desmontadores franceses de inmediato.
-No se le va a atender. Están de vacaciones en Filipinas.
”Además cuando se le vaya el efecto se pondrá furioso” elucubro.
–Basta de arrasar las yungas, basta de quitarles las casitas a los bichos, basta de incendiar, terminemos de dejar a la peonada en calzoncillos -rumia mientras tira un dardo sin ganas hacia la cara afeitada de Marx. Tiene un revólver en la mano y acribilla la lámpara a balazos. Empieza a farfullar acerca de ofrendas entre sus obreros. Lo observo como a una criatura de película clase Z. Reviso mi cajita de pastillas: con estupor comprendo que se me fueron zafando por un agujero del bolsillo del saco y fueron cayendo cuando me acerqué a los bidones frescos con agua. Me asomo por la ventanita de su despacho. Todos andan semidesnudos, correteando, desafinando canciones de revolución, mezcladas con las de amor y paz. La secretaria entra como un torbellino y se arranca la camisa blanca frente a nosotros; luego se pinta con rouge el icono de anarquía entre sus pechos. El jefe se baja sus pantalones y arroja su saco al aire.
Desaparezco y los oigo maullar como pumas. Luego un disparo. Desde afuera se ven las tiesas patitas del mandamás y ella que sale corriendo con un arma en la mano a la vez que ríe como una loca.
Debe ser el efecto rebote, me digo. Abro la caja de caudales hasta dejarla pelada. Y desaparezco para siempre como un alacrán entre la pila de maderas hacia el portón de salida.