Alfredo Lowenstein camina por Miami Beach con la mirada perdida en el horizonte. Es 1971 y no es común ver a un argentino por esas costas de arena blanca y palmeras: viajar al exterior todavía es un privilegio al que solo acceden las personas de mucho dinero como él, que a los veintisiete años trabaja para los hoteles que compró su padre en la Florida. El resto del tiempo vive en un barrio residencial de calles arboladas en la zona norte de la provincia de Buenos Aires, donde junto a su hermano gestiona Lamar, el frigorífico de la familia, uno de los grandes exportadores de carne vacuna y equina de Argentina.

Cualquiera podría suponer que tiene la vida resuelta mientras pasea bajo el sol del mediodía junto a sus dos hijos pequeños y Diana, su esposa y gran amor desde la adolescencia. Sin embargo, Alfredo siente que le falta algo crucial: probarse como empresario con un negocio propio.

Su padre montó un imperio económico literalmente de cero. Su hermano mayor creó la primera fábrica de hamburguesas de la Argentina cuando tenía veinte años. Su hermano del medio fundó un moderno frigorífico de pollos en la provincia de Entre Ríos. Él, que es el menor, todavía está buscando la idea perfecta para convertirse en un portador legítimo del apellido Lowenstein.

De pronto, las voces de sus hijos, Diego y Paula, se cuelan entre sus pensamientos y lo devuelven a la realidad. Quieren almorzar y piden lo mismo de siempre: hamburguesas con papas fritas. Ni él ni su esposa se resisten, después de todo esa es una forma práctica de resolver el asunto en Miami, donde siempre hay alguna opción cerca. Minutos después, ya están los cuatro en la fila de un fast food para hacer el pedido.

A sus hijos les encanta. A menos que se encuentren en el extranjero, para los argentinos no es posible comer en McDonald’s o Burger King. Esa clase de cadenas, que llevan dos décadas multiplicándose por Estados Unidos, hace apenas cuatro años que comenzaron a cruzar la frontera hacia destinos dispersos como Canadá, Japón, Costa Rica o Alemania. Pero en Argentina todavía no existen. Eso significa que mientras Diego y Paula piden con ilusión el menú de siempre, lo más probable es que en su país, si alguien sabe en qué consiste esta manera de comer, lo sepa por películas como American Graffiti o historietas como Archie. Lo más rápido y parecido a un autoservicio gastronómico que hay en Buenos Aires es la posibilidad de comer pizza de pie junto al mostrador.

Alfredo espera en la fila. Los empleados de esa cocina, que funciona como una cadena de montaje, ensamblan el pedido a la vista de todos y, en menos de cinco minutos, ya está listo. Lleva las bandejas hasta una mesa para cuatro y Diana reparte los paquetes de hamburguesas entre sus hijos que, rápidamente, convierten el almuerzo en un despliegue festivo de papeles grasosos, vasos desechables y papas fritas.

Es un mediodía como tantos otros. A su alrededor la gente entra, pide, paga, come y se va. Abstraído, Alfredo observa desde su silla ese circuito predecible y virtuoso como si recién lo descubriera. Ve a los clientes pidiendo comida, las máquinas registradoras facturando sin tregua, el mobiliario de colores vivos, las mesas con familias, amigos, parejas y jóvenes que parecieran divertirse y entonces, finalmente, se da cuenta. El proyecto que estaba buscando había estado siempre ahí, frente a sus ojos, disponible para cualquiera con el dinero para hacerlo y la insolencia para replicarlo.

No es cien por ciento suya, pero ahí está la idea que por fin lo pone en acción: será él quien lleve el moderno fast food a la Argentina.

Portada del libro editado por Libros del Asteroide
 

UN VERANO EN MIAMI

En el verano de 1972, Adriana González, recién graduada del colegio secundario, recibió una llamada de su hermana mayor: Diana la invitaba a pasar las vacaciones en Miami. La propuesta, que incluía ayudarla a cuidar de sus sobrinos, era un plan tan perfecto como inaccesible para casi cualquier argentino de clase media de su edad. Fue así, involuntariamente, mientras disfrutaba de aquel viaje, que se convirtió en una testigo privilegiada de cómo el proyecto de Alfredo empezó a tomar impulso.

“La idea ya estaba ahí”, dice por teléfono Adriana González una tarde de cuarentena estricta en 2020.

Pasaron cinco décadas, pero lo recuerda con nitidez porque en su primer viaje al extranjero no solo visitó el Miami Seaquarium, el Lion Country Safari y Disneylandia, sino también porque participó de una extravagante misión secreta junto a la familia Lowenstein-González: descubrir cuál de las grandes cadenas norteamericanas era más compatible con el paladar argentino. La atención estaba puesta especialmente en Burger King y McDonald’s.

Mezclar vacaciones con un estudio de mercado no era inusual para Alfredo, criado en un hogar donde el trabajo ocupaba el centro de la vida cotidiana. Para Adriana, en cambio, conocer esos restaurantes llamados fast food y comer distintos menús de hamburguesas con papas fritas y gaseosas cada día, fue el sello de un verano inolvidable.

Acostumbrada a una vida típica de clase media, que transcurría no mucho más allá de los confines del barrio, explorar ese mundo lleno de sabores nuevos, envoltorios coloridos y opciones novedosas y divertidas como el autoservicio le hacía tanta ilusión como subir a las atracciones en Disneylandia. La experiencia le producía aún más adrenalina porque no solo tenían que probar la oferta completa de cada una de las marcas sino, también, tomar fotografías de los locales sin ser descubiertos por los gerentes.

“Era tipo espionaje”, se ríe del otro lado de la línea al recordar que fingía posar mientras su cuñado, en realidad, capturaba la estética, la disposición del salón, el diseño de los muebles y la cartelería.

En esa primera etapa, Alfredo llegó a una conclusión clave para el corazón de su proyecto: definió que el sistema de cocción de Burger King, que preparaba sus hamburguesas con un acabado parecido al de una parrilla, era más compatible con la idiosincrasia argentina que la versión a la plancha de McDonald’s. Por lo demás, el sistema y la estética de ambas era bastante parecido.

Las vacaciones terminaron y la investigación dejó algunas fotografías familiares atípicas –Adriana junto a una mesa, Adriana junto a un mostrador, Adriana junto a un póster con los menús– que ya nadie sabe dónde están. Cuando volvieron a la Argentina, la hermana menor de Diana comenzó a estudiar Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires y, por dos años, no volvió a saber nada de aquel proyecto.

Un aviso de la época, protagonizado por el clásico hipopótamo (Imagen: Rodrigo Forte)
 

JUEGO DE PALABRAS

La planificación de su futuro fast food se había convertido en la obsesión de Alfredo. Pensaba en el negocio cuando iba a la oficina, jugaba con sus hijos, manejaba por la ciudad, se reunía con la familia o visitaba algún campo, dedicado en cuerpo y alma a elaborar un listado exhaustivo de cuestiones que iba a necesitar resolver para darle forma a semejante emprendimiento gastronómico.

El paso inicial fue el más accesible pero también el más desafiante. Tenía bastante más edad que la que tenían sus hermanos cuando crearon sus propias empresas, y también era la primera vez que iba a llevarle a su padre una propuesta. Sentados frente a frente en su oficina de Miami, le reveló su plan de crear la versión argentina –y porteña– de las cadenas de comida rápida que los norteamericanos adoraban.

Luis, que ya conocía el éxito del sistema, escuchó atentamente la investigación minuciosa que había hecho su hijo para llevar a cabo la réplica. Alfredo le transmitió la certeza de que el fast food causaría furor en Argentina. Fantaseó con locales llenos, sucursales propias y, finalmente, ante una demanda desbordada, un sistema de franquicias, algo completamente desconocido en su país.

Luis era un hombre sobrio pero la audacia de su hijo menor le gustó. Al igual que les había permitido a Tito y a Roberto poner en marcha sus ideas, frente a la propuesta de Alfredo no opinó ni impuso condiciones. Simplemente, del otro lado de su escritorio, lo miró y le dijo: “Dale, hacelo”.

Entusiasmado por el parco pero genuino reconocimiento de Luis, cada vez que Alfredo viajaba a trabajar en la administración de los hoteles, se dedicaba a recorrer Miami buscando inspiración, como si sus calles se trataran de gigantescas vidrieras a cielo abierto. Con una lapicera y un cuaderno, iba tomando nota de cualquier cosa que le resultara llamativa para darle forma a su plan: la estética de un restaurante, las combinaciones de colores, el eslogan de un comercio, las publicidades, el nombre de algún contacto, mientras imaginaba cómo encastrar las piezas en su propia creación.

El nombre le vino a la mente de manera casi inmediata. Apenas necesitó mirar el sándwich de pastrón que acababa de comprar. “Pumper Nic” era un juego de palabras con el pan alemán pumpernickel, elaborado con centeno, que solía pedir cada vez que iba a comer con su familia a algún deli judío. Incluso, en Miami, existía un local que se llamaba Pumpernik en el que probablemente Alfredo comió más de una vez.

El proceso del logo fue todavía más sencillo: en los dos panes naranjas que, en Miami, entre otros dos mil restaurantes de Estados Unidos encerraban el nombre “Burger King” escrito en letras rojas y redondeadas, descubrió el diseño perfecto para su marca en Argentina.

Cuando regresaba a Buenos Aires, atento a no revelar demasiados detalles fuera de su círculo de confianza, dedicaba el tiempo libre que le dejaban los frigoríficos a buscar proveedores y recorrer los distintos barrios de la ciudad investigando sus perspectivas comerciales y qué tipo de público circulaba.

Mobiliario de un local de Pumper Nic  (Imagen: Rodrigo Forte)
 

LA UBICACIÓN PERFECTA

Fueron dos años de un trabajo paciente y meticuloso hasta que, a principios de 1974, Alfredo llegó a la conclusión de que su proyecto estaba listo para cobrar vida.

La ubicación elegida para construir un portal al futuro en la ciudad de Buenos Aires era bien conocida para él, porque en ese barrio informalmente conocido como “el centro” estaban las oficinas de Lamar. La zona era perfecta porque condensaba en un radio de doce cuadras el corazón bursátil y comercial del país, la noche porteña y la concurrida avenida Corrientes.

Apenas empezaba a caer el sol, los oficinistas de traje y portafolio abandonaban las inmediaciones y todo comenzaba a transformarse. En la peatonal Lavalle, paralela a la avenida y conocida desde la década del cincuenta como “la calle de los cines” o “la Broadway argentina”, se iban encendiendo uno a uno los carteles de neón. Esas luminarias multicolores y fluorescentes desplegaban sobre el fondo oscuro de la noche los nombres de los cines que se amontonaban en tan solo cuatro cuadras: Alfa, Ambassador, Arizona, Atlas, Beta, Electric, Iguazú, Luxor, Monumental, Normandie, Ocean, Paramount, Paris, Sarmiento, Select y Trocadero. Hacia ahí se dirigía el público de todas las edades que comenzaba a llegar desde distintas partes de la ciudad y de localidades cercanas de la provincia de Buenos Aires, hasta convertir esos cuatrocientos metros de calle peatonal en una marea humana no apta para agorafóbicos. A partir de las siete de la tarde, ir de una esquina a la otra podía tomar media hora; y cuando dos salas enfrentadas terminaban la función al mismo tiempo, resultaba imposible cruzar de vereda.

Junto con los inmensos teatros que se ubicaban sobre la avenida Corrientes, también atractivos pero con tickets más caros, ir a ver una película en alguna de las funciones –matinée, vermouth, primera noche, segunda noche y trasnoche– era la salida predilecta en tiempos donde solo existían cuatro canales de televisión en blanco y negro. Antes o después de cada función, el público, incluso en días laborables, inundaba las pizzerías tradicionales de la avenida Corrientes como Las Cuartetas, Güerrin o Los Inmortales, donde se podía comer en la barra por porciones o en una mesa. Otro clásico, sobre Lavalle, era El Palacio de la Papa Frita, un restaurante con mozos de camisa, saco y moño que maniobraban entre los clientes con sus bandejas plateadas llevando las famosas papas soufflé, bifes de chorizo, tiras de asado, milanesas y escalopes a la romana. Una opción más económica e informal era Pippo, conocido por sus clásicos vermicellis con tuco y pesto o algún corte de parrilla, acompañados siempre por una jarra con vino tinto sobre man- teles de papel.

A partir de las siete de la tarde, los restaurantes empezaban a llenarse y esperar para conseguir una mesa formaba parte del ritual de ir a comer “al centro”.

A simple vista, nada parecía reflejar los enfrentamientos cada vez más feroces entre los jóvenes del peronismo de izquierda y el ala de derecha del movimiento, respaldada por Perón, que había regresado al país tras dieciocho años de exilio y, levantada la proscripción del Partido Justicialista, había ganado las elecciones en 1973 con casi el 62 por ciento de los votos. La fórmula Perón-Perón tenía como vicepresidenta a su esposa, María Estela Martínez de Perón, más conocida como Isabelita.

Mientras escalaba la represión y crecía la violencia social, Alfredo Lowenstein había encontrado la ubicación perfecta para su local. Pero el éxito de su proyecto exigía mucho más que eso: requería la insolencia de creerse capaz de abrir un fast food en un país sin maquinaria, ni insumos, ni infraestructura, ni personal capacitado para eso. A él, esa confianza en sí mismo le sobraba.

 (Imagen: Rodrigo Forte)
 

UN IDIOMA PROPIO

La construcción de Pumper Nic comenzó en marzo de 1974. Cuando aquel verano probando hamburguesas en Miami parecía destinado a convertirse en una anécdota extraordinaria, Adriana González recibió el llamado de su cuñado y se convirtió en la primera empleada administrativa del fast food.

Para ese entonces ya se había conformado una sociedad anónima –Facilven SA– y Pumper Nic tenía un local: quedaba en Suipacha 435, a la vuelta de la peatonal Lavalle y a cien metros del Obelisco. El espacio elegido tenía alrededor de novecientos metros cuadrados y, según el plano proyectado por un arquitecto amigo de Tito Lowenstein, en el subsuelo estaba previsto el sector de fabricación de panificados, la sala de producción de hamburguesas, las cámaras frigoríficas y los depósitos de materias primas. En el primer piso irían las oficinas y los vestuarios para el personal; y en la planta baja la cocina y el salón.

Entre albañiles y bolsas de escombros, pertrechada con una mesita y una silla por todo mobiliario de trabajo, Adriana González controlaba los gastos de la caja chica o iba a comprar lo que hiciera falta a la ferretería. Una mañana, Alfredo llegó con unas carpetas inmensas que contenían los manuales con instrucciones precisas para preparar los productos, atender a los clientes y las normas de higiene para que ella, que sabía inglés, los tradujera. Cinco décadas después, la explicación de cómo consiguió esos manuales está fundada en el rumor de que en Miami su carisma y habilidad para hacer contactos le habrían habilitado el acceso clandestino a la cocina, literal y metafórica, de Burger King.

Involuntariamente, esa cadena también resolvió la cuestión de la falta de maquinaria: Alfredo consiguió la parrilla que utilizaban, llamada “insta-broiler” y que funcionaba como una cinta de montaje en la que se colocaban hamburguesas crudas en un extremo que salían perfectamente cocidas por el otro gracias a la fuente de calor que tenía debajo. También compró las mismas máquinas que usaban para expender gaseosas y las freidoras con capacidad para decenas de kilos de papas.

Mientras el equipamiento viajaba por el océano de norte a sur en contenedores, cada mañana Alfredo llegaba a Suipacha para controlar minuciosamente el avance de la obra. Pese a su inexperiencia en este tipo de negocios, tenía una certeza basada en la intuición: que las decisiones arquitectónicas y estéticas del local eran tan importantes para el éxito de su marca como la propuesta gastronómica.

Una mañana, convocó a todo el equipo y, siguiendo la tradición competitiva de los Lowenstein, le anunció que se abría un concurso interno para poner nombre a los productos del menú. Quien encontrara las propuestas más pegadizas sería recompensado con una jugo- sa suma de dinero. Aún no lo sabían, pero estaban por crear una suerte de idioma propio que se mantendría vivo por varias generaciones.

“¿Qué nombre se te ocurre para la hamburguesa?”, iba preguntando Alfredo, recuerda Adriana González. “El equivalente al ‘Whopper’ de Burger King, hamburguesa completa con lechuga, tomate, cebolla y pepinos, se llamó ‘Pumper’. El sándwich con huevo fue el ‘Mobur’, no recuerdo por qué; y las papas fritas se llamaron ‘Frenys’. El nombre lo propuse yo por french fries y gané el premio, me acuerdo que fue muy buena plata.

El frente del local de Suipacha  (Imagen: Rodrigo Forte)
 
 

LA PRIMERA VEZ

A fines de septiembre de 1974, el local estaba listo. El día previo a la inauguración al público, familiares, periodistas, proveedores, empresarios y amigos de los Lowenstein fueron convocados a un evento privado.

Al caer la tarde, los empleados vistieron por primera vez sus uniformes y se fueron ubicando en sus puestos. Estaban nerviosos: tenían el desafío de poner en práctica frente al dueño de la empresa lo que habían ensayado durante meses. Las cajas registradoras marcaban cero y el olor a nuevo todavía se respiraba dentro del local. En la cocina, las máquinas esperaban encendidas. Sobre algunas mesas del salón, había bandejas con sándwiches de miga y empanadas de copetín.

Alfredo deambulaba chequeando que todo estuviera perfecto. Esa prueba piloto era su presentación en sociedad como empresario con un nombre y un proyecto propios. A medida que iban llegando los invitados, les daba la bienvenida y haciendo honor al eslogan que había inventado para su marca, “Una nueva forma de comer”, los acompañaba a un pequeño recorrido por el local. Mientras les mostraba los detalles del lugar, explicaba los pasos a seguir: en vez de sentarse y esperar a ser atendidos, tendrían que hacer la fila, elegir el menú, esperar a que se lo entregaran en una bandeja y, al terminar de comer, deshacerse de sus desperdicios.

Divertidos, los participantes del evento comenzaron a elegir al azar entre esos nombres que todavía no significaban nada para ellos mientras las voces de las cajeras, amplificadas por el sonido metálico de los micrófonos, ponían en marcha la comanda: “Pumper, Frenys, Coca-Cola”, “Chick Nic, Frenys chicas, vino”; “Mobur, Frenys, Sprite chica”.

Al recibir sus bandejas, daban algunos bocados a lo que habían elegido, arrojaban obedientemente los restos al recipiente de la basura con forma de hipopótamo y se apuraban a probar otra cosa del menú. Algunos descubrían con fascinación ese sistema completamente novedoso. Otros, en particular aquellos dentro del círculo de empresarios cercanos a la familia que ya conocían lo que eran las cadenas de comida rápida y no estaban seguros de que algo así fuera a funcionar en Buenos Aires, celebraron la osadía, aunque no sin cierto escepticismo.

Cuando el último invitado abandonó el local, los empleados, exhaustos, cerraron las puertas de Suipacha. El dueño los reunió alrededor de las mesas, donde el servicio de catering había quedado intacto. Mientras el grupo arrasaba con los sándwiches de miga y las empanadas, los felicitó por el trabajo y el compromiso con el que habían hecho funcionar algo inédito en la Argentina.

Es 8 de octubre de 1974, un martes primaveral. Juan Domingo Perón hubiese cumplido setenta y nueve años. Para recordarlo, cien días después de su muerte, Isabelita Perón, su viuda y sucesora política, celebrará por la tarde un oficio religioso en la capilla de la residencia presidencial de Olivos. Pero antes debe reunirse en la Casa Rosada con los comandantes de las tres Fuerzas Armadas, autoridades eclesiásticas, dirigentes de todos los partidos políticos, sindicalistas y empresarios.

La noche anterior, en el programa televisivo Tiempo Nuevo, que conducen los periodistas Bernardo Neustadt y Mariano Grondona y que suele marcar la agenda política del país, el ministro del Interior, Alberto Rocamora, adelantó que “el principal tema del encuentro multisectorial, si no el único, es el de la violencia o, mejor dicho, el del terrorismo”.

A las ocho y media de la mañana, Isabel llega a la Casa Rosada y, sin detenerse, atraviesa el enjambre de periodistas que la espera en la entrada para perderse por los pasillos internos.

A trece cuadras de ahí, ansiosos, los jóvenes empleados de Pumper Nic se ponen los uniformes, quitan los papeles blancos que cubren los ventanales de Suipacha, encienden las máquinas y se disponen a inaugurar el primer local de comida rápida del país.

 

>Un fragmento del prólogo de Un sueño made in Argentina

UN EJEMPLO DE SUPERVIVENCIA

Para reconstruir la historia del auge y caída de Pumper Nic, los únicos registros públicos que encontré fueron un par de expedientes judiciales, algunas notas en diarios y revistas que juntan tierra y humedad en hemerotecas, comerciales digitalizados y dos noticias en internet que se refieren a la empresa en tiempo presente: “A Pumper Nic se la comió la globalización” (La Nación, 1997) y “Pumper Nic, una cadena a punto de desaparecer” (La Nación, 1999). Lo demás –el resto de la información disponible sobre el tema– forma parte del ámbito privado de consumidores, exempleados y familiares de sus fundadores: fotografías, videocasetes, productos con el logo de la empresa y, sobre todo, recuerdos entrelazados en un relato colectivo.

Entre todos esos testimonios, solo había uno capaz de narrar esta historia en primera persona. Alfredo Lowenstein tiene cerca de ochenta años y no dio una sola entrevista en las dos décadas que estuvo al frente de la empresa. Tampoco quiso hacerlo para este libro, desde un castillo en Italia donde algunos dicen que vive. Alrededor de ese silencio también fui delineando su perfil. Apenas respondió unas preguntas por mail enviadas a través de su hijo mayor, quien, amablemente, se ofreció como portavoz de la familia.

Consulté a economistas, antropólogos e historiadores buscando más información, y sus respuestas derivaban casi siempre en anécdotas o fotos dentro de alguna sucursal. De una forma u otra, siempre terminaba llegando al mismo lugar: el vínculo de todas las personas con Pumper Nic parecía estar atado a un recuerdo emotivo. Y esa historia estaba ligada también a ciertos momentos clave del tumultuoso siglo XX argentino.

Solange Levinton, autora de Un sueño made in Argentina
 

Un dicho popular dice: “Argentina es un país en el que, si te vas de viaje veinte días, cuando volvés cambió todo, y si te vas de viaje veinte años, cuando volvés no cambió nada”. Términos como “inflación”, “dólar”, “devaluación” se incorporaron demasiado pronto a nuestro vocabulario cotidiano. Esa narrativa de crisis permanente es parte de nuestra identidad nacional. En ese sentido, Pumper Nic también funciona como un ejemplo de supervivencia. Hasta su desaparición a fines de la década del noventa, durante casi un cuarto de siglo logró franquear el plan de ajuste brutal del “Rodrigazo”, que en 1975 llevó la inflación al 335 por ciento en un año; el terrorismo de Estado de la dictadura cívico-militar, una guerra contra Inglaterra, la fragilidad del retorno democrático, una hiperinflación anual histórica del 3.079 por ciento en 1989 y la década del gobierno de Carlos Menem, con su programa neoliberal, la paridad entre el peso argentino y el dólar estadounidense, la llegada masiva de empresas extranjeras y los altos niveles de recesión económica y desempleo.

A medio siglo de la inauguración del primer local, este es un intento por revelar la historia desconocida detrás de esta marca que atravesó la vida de una generación que hoy ya es adulta y que sobrevivió al paso del tiempo para transformarse en una leyenda. Pero, también, es un libro sobre una empresa argentina que, copiando descaradamente el fast food norteamericano, revolucionó la cultura alimentaria de un país y se convirtió en la cara visible y aspiracional del sueño americano en el sur de Latinoamérica.