Después de publicar La pelusa de los días (Ediciones La Cúpula), donde una serie de viñetas cortas señalaba lo anómalo o lo gracioso en los vaivenes de lo cotidiano, Sole Otero se aventuró por primera vez en el formato de la novela gráfica para contar la historia de una relación amorosa que pronto se vuelve violenta, tóxica, confusa: “Siempre hice historieta narrativa pero los proyectos anteriores fueron cortos o quedaron inconclusos porque me exigían un nivel de compromiso y constancia que, siendo estudiante y trabajando de ilustradora, me eran imposibles. Eran otras épocas y no había editoriales que se interesaran en mi trabajo, entonces era bastante difícil abordar un proyecto largo sin demasiada posibilidad de verlo editado alguna vez. No fue hasta que sentí una motivación muy fuerte por contar algo concreto que pude abordar el trabajo sabiendo que lo iba a poder terminar y, de ser necesario, autoeditarlo. El humor gráfico, la tira, la usé durante ese tiempo como ejercicio para no dejar de producir mientras me mantenía ocupada. Es otra forma de producir con la que ahora ya no me interesa tanto trabajar. Estoy más interesada en aprender a contar historias largas o cuentos cortos que en hacer chistes”.
El libro, en una edición impecable de Hotel de las ideas, promete desde la tapa una mezcla extraña entre colores casi fluo y una marejada negra que lo cubre todo: así se presenta Poncho fue, donde el estilo de Sole Otero, con sus personajes encantadores que tan bien cuadraban con las pequeñas anécdotas de La pelusa de los días se enrarece y estalla en monstruos de rayones furiosos. Los protagonistas son Lucía y Santiago, que empiezan a salir sin demasiadas expectativas y pronto se sumergen en un idilio de sexo, felicidad y actividades compartidas. Si algo hace ruido desde el principio, siempre desde la perspectiva de Lucía y su lado de la historia, que el libro trata de desentrañar como al misterio más profundo –quizás, el de por qué nos hacemos y permitimos que nos hagan daño–, es lo excesivo de Santiago al alabar a su nueva novia, lo mucho que la adora al mismo tiempo que empieza a revelar, a través de pequeños detalles, cómo percibe la relación: Lucía tiene que hacerle caso a él. En lo bueno y en lo malo. Tanto como cuando le da consejos sobre su carrera como cuando le explica lo inexperta que es ella en relaciones de pareja, la palabra que cuenta es la de Santiago, y Lucía pronto se ve envuelta en nubes de confusión que Sole Otero literaliza sobre la página. Poncho fue vuelve una y otra vez a los primeros meses de la relación, como buscando pistas sobre el momento en que todo se quebró. O mejor dicho, desplegando un proceso, y mostrando a la vez cómo lo vive Lucía. Por la maleabilidad infinita que el dibujo le permite, es mucho lo que Otero no necesita explicar desde el guión. Le basta con mostrar a Lucía empequeñecida al lado de su novio, o desprovista súbitamente de color, o asaltada por demonios que la hacen quedar, siempre a ella, como una loca.
Pero lo más inquietante de Poncho fue no es tanto lo que hace única a esta pareja donde la tensión aumenta hasta lo insoportable y se descarga en violencia, sino lo que la hace parecida a tantas otras parejas: se atuoevalúan permanentemente, como es propio de una generación psicoanalizada, forcejean de maneras más o menos sutiles para marcar quién tendrá la voz de mando, se pelean por la plata y los gastos compartidos -especialmente por el malestar que genera en los dos el hecho de que ella gane más que él. Para Otero fue un desafío encarar esta narración de la manera más sincera posible y al mismo tiempo, aprender a manejarse en un formato más extenso y complejo como la novela gráfica: “La historia surgió por una experiencia personal que tuve. Si bien el libro está ficcionalizado, hay mucho de esa experiencia. Mientras escribía y dibujaba Poncho fue fui procesando mi propia historia y logrando entender qué mecanismos internos y externos me habían llevado a meterme en esa relación tan dañina para mí. Durante todo ese tiempo la duda y la inseguridad sobre lo que estaba contando estuvieron muy presentes porque la misma mala experiencia me había dejado débil e insegura, pero gracias al trabajo de narrarlo fui recuperando parcialmente esa seguridad”.
El infierno son lxs adultxs
En Guerra de soda, de Jazmín Varela, el tema elegido es la infancia y su repertorio de pequeñas o grandes dificultades (¿quién puede medir el tamaño de las sensaciones de un niñx?). La protagonista es una nena, hija única de una pareja en proceso de desintegración, que en Rosario y en la década del noventa vive el comienzo del jardín, la separación de los padres, la mudanza a la casa de la abuela y la presencia del nuevo novio de mamá con una intensidad particular que, claro, anticipan a la dibujante y artista que será. Este es el primer libro de Jazmín Varela, que hasta el momento venía haciendo fanzines y había publicado las viñetas de Crisis capilar (Editorial Municipal de Rosario, 2016), además de ser cofundadora del Festival Furioso de Dibujo en Rosario. La idea de saltar al libro surgió en parte, como suele suceder, del contagio por la presencia de otras chicas: “En 2015 invitamos a dar un taller a Power Paola en el marco del Festival Furioso. Era sobre historieta autobiográfica. De ahí salieron las primeras páginas del libro, que más adelante se convirtieron en un fanzine. Después dejé esa historia un poco abandonada hasta que José Sainz me comentó que estaba trabajando en una colección de historietas para Maten al Mensajero y me propusieron continuarla y publicarla”.
La huella punk del fanzine está presente en la estética artesanal de Guerra de soda y sus seis episodios protagonizados por personajes que, con las paletas prominentes y los agujeros de la nariz exagerados, siempre son levemente deformes, con la misma distorsión sutil con que parece percibir el mundo que la rodea la protagonista, Jaz. No es para menos: la infancia siempre parece esconder una traición a la vuelta de la esquina. Así, el inicio de la escolaridad trae aparejado un mordiscón de parte de un compañero, y una maestra con métodos muy particulares que obliga a la nena a devolverle el golpe al nene que le pegó. Parece que la calma de los días de pelopincho y galletitas no existe si no es atravesada por la dificultad de salir al mundo exterior, a un colegio donde todos tienen plata menos Jazmín, o donde lastimarse fuerte, pasar vergüenza o que lxs adultxs quieran sacarte de encima son experiencias que dejan una huella y que Varela retrata sin autocompasión, con humor y un toque oscuro, en un libro que también funciona como un gran fuck you a la infancia, negándole toda cualidad dorada o idílica.
También como una especie de collage entre vida y dibujo, entre órdenes y materiales disímiles, porque las fotos reales de la infancia se insertan en varios de los capítulos de Guerra de soda como para rubricar la relación entre la pequeña Jaz y la Jazmín adulta que dibuja, entre dibujo y autobiografía. Al respecto, Varela explica: “Me acerqué a la historieta y la autobiografía por el trabajo de otras autoras como María Luque, Power Paola, Julia Barata, Aisha Franz, Marjane Satrapi. Mi encuentro con la historieta es reciente y me pareció menos desafiante empezar contando algo autobiográfico porque me permite narrar desde mi observación sin tener que inventarme nada. Creo que en las propias experiencias y en la vida cotidiana se encuentran todas las herramientas para contar una historia. También lo autobiográfico permite volver al pasado y resignificarlo. Me encontré con que tuve que hacer un ejercicio de memoria muy profundo y desgranar ciertos conflictos. Ir y volver de esos lugares desde el dibujo me resultó terapéutico y también divertido”. Así como Sole Otero formó parte durante varios años del colectivo Chicks on comics, fundado por Powerpaola y Joris Bas Backer, Jazmín Varela organiza junto a otras historietistas el Festival Furioso de Dibujo, que surgió a partir de relaciones semanales con otras autoras para dibujar y este año tuvo su cuarta edición, entre charlas, talleres, muestras, feria y debates sobre gestión cultural. “De paso aprovechamos para dibujar juntas y transformar esa actividad, por lo general solitaria, en algo colectivo”, concluye Jazmín.