Aunque conocido en Occidente por el relato bíblico recogido en Génesis 6;18-22, el Diluvio Universal habita las mitologías de las más variadas culturas, desde los babilonios hasta los mayas. La versión mapuche-tehuelche opone la lucha entre Cai-Cai Vilú, la serpiente marina que eleva las aguas para castigar a la humanidad por sus desmanes, y Chren-Chren, la serpiente de las montañas, que las eleva brindando la posibilidad de salvación a aquellos -los justos- que se refugian en la cima.

En el siglo XVIII, tras su paso por Sierra de la Ventana el jesuita Joseph Sánchez Labrador escribió: “Hallase también entre estos indios una noticia confusa, y desfigurada con patrañas, del Diluvio Universal. Aseguran que sus antepasados les enseñaron que antiguamente toda la Tierra se inundó y quedó cubierta de agua, menos un monte alto, llamado Casuhati” -el cerro Tres Picos. “En ese momento se libraron de la inundación cinco personas, y aseguran que después que se retiraron las aguas salieron de las cuevas de las montañas varias gentes que otra vez poblaron el mundo; pues los 5 del Monte Casuhati no eran bastantes para dar habitantes a toda la Tierra”.

Es el primer relato registrado sobre la subida de las aguas situado en la zona cercana a Bahía Blanca, que el 7 de marzo sufrió la mayor tragedia de su historia. Las corrientes que la ocasionaron bajan desde las sierras, atraviesan la ciudad y desaguan en el mar. La última versión del mito fue escrita por Francisco Felkar, un artista de General Daniel Cerri que en 2021 creó la historieta La mujer Delfín, que ilustra esta nota, en la cual, involuntariamente profético, imagina una gran inundación como consecuencia de la debacle ecológica.

Podrá decirse que se trata de meras ficciones. En efecto, un episodio de esa naturaleza reclama explicaciones climatológicas, hidrológicas y urbanísticas, como las proporcionadas por Paula Zapperi, una investigadora del CONICET que, como tantas veces en la historia de la ciencia, padeció el síndrome de Casandra, la profetisa griega condenada a ser desoída. Pero también -y sobre todo- requiere una profunda reflexión sobre el drama inconmensurable cuyo desenlace exhibe contradicciones sociales y políticas irresueltas a la vez que activa la nobleza de una sociedad cuando es llevada a un límite extremo. La literatura argentina tiene algo que decir al respecto.

Desde El matadero de Echeverría, pasando por Los inundados de Mateo Booz, que inspiró la película de Fernando Birri, hasta La creciente, de Silvina Bullrich o El agua, de Enrique Wernicke; y, más acá en el tiempo, Por encima de los techos de Roberto Malatesta y la compilación La Plata Spoon River, por citar solo algunos libros, la literatura ha tematizado la inundación haciendo eje en sus consecuencias humanas. En esa estela el film El viaje, de Pino Solanas, retoma una mirada que surca aquellos relatos al situar algunas escenas en Epecuén, la villa hundida bajo las aguas en 1985, en una metáfora evidente del desastre neoliberal.

En 1949 Ezequiel Martínez Estrada escribió en Bahía Blanca su cuento La inundación, publicado en el ‘56, que ha sido leído como alegoría de las pasiones desatadas por el peronismo -su temática excluyente en el período, del que abomina-, a las que considera un mal irredimible. El relato, que hoy leemos con estupor literal, sucede en una iglesia de un pueblo sumergido por una creciente en la que se refugian los vecinos que, acechados por el hambre y las privaciones, actúan su desesperación con gestos inmisericordes. Para el radiógrafo infatuado la maldad habita la condición humana de forma oscura y secreta y se activa en situaciones críticas desatando una tragedia que asume los visos de un castigo merecido, como en el mito del Diluvio. Pero a la inversa del texto bíblico, con su epílogo redimido, en La inundación las tribulaciones no se resuelven en un final esperanzado. No es lo que sucedió y sucede en estos días en la ciudad del sur.

Conocí a Horacio González en el otoño de 1995 mientras terminaba de escribir su libro El filósofo cesante – Gracia y desdicha en Macedonio Fernández. En la primera conversación hilvanó una reflexión sobre un texto del “Metafísico de Buenos Aires”, como lo llamara Raúl Scalabrini Ortiz, titulado Un imposibilidad de creer, que glosó poco después en una conferencia en Bahía Blanca durante su primera visita a la ciudad. Macedonio imagina una escena trágica que le inspira hondas consideraciones sobre el tema de la creencia. Un niño cae al mar y “el padre se lanza al agua y logra asir al niño por los cabellos y retenerlo, pero muy poco nadador y molestado por la ropa, pronto está extenuado y húndese, se ahoga y suelta los cabellos. Perecen los dos”. A Macedonio le resulta imposible asumir que “el padre y el niño no tengan en el mundo y en toda la eternidad nada que decirse todavía”. González glosa: “El padre diría que no debe creer el hijo en el horror de que él soltó su mano; el hijo podría desmayar en la fe en su padre que no supo retenerlo; el padre podría ser preguntado aún si soltó la mano “porque ya no me querías” y entonces respondería: yo moría antes que tú y mi mano muerta te soltó”. “Macedonio” -escribe Horacio- “dice no poder creer que no haya habido un instante más de reunión para una mutua explicación. ¿Pero por qué debería creer algo no demostrado por la experiencia? ¡Algo que si bien no es una resurrección, implica una continuidad de la conciencia más allá de la materia!” Sin saber bien qué pensar, Macedonio recuerda al filósofo William James, con el que se carteaba: “Es un hecho de experiencia el no creer en la experiencia a veces”. La imposibilidad de creer en los datos de los sentidos remite a la postulación, según González, “de una zona ignota que está más allá de la creencia fáctica y que nos lleva a otro tipo de creencia”, que ancla en el sentimiento religioso. “Pero en Macedonio no tiene trazos de religiosidad sino del misticismo de las criaturas frágiles y no de los profetas conquistadores”.

Hemos visto con pavor una versión de ese relato durante la inundación de Bahía Blanca. Un joven narra a las cámaras su intento por salvar a su abuela, a la que lleva en brazos, y la corriente los arrastra. Él atina a sujetarse de una rama de un árbol y ella se hunde en las aguas. “Vi su cara y no pude hacer nada, me quedé ahí, no sé cuánto me quedé, cada vez que me acuesto veo su cara, no pude hacer nada”, alcanza a balbucear entre sollozos. ¿Cómo se piensa esa escena? ¿Cómo se redime lo irreparable de los actos fatales acosados por la impotencia y el remordimiento que llamamos destino?

En estos días asistimos a imágenes desoladoras y escuchado o leído relatos angustiosos de las víctimas donde al llanto y el abatimiento se fueron superponiendo situaciones en las que la solidaridad, no exenta de gestos heroicos e incluso trágicos, inspira y potencia el sentido comunitario, fundamento de toda sociedad, a menudo olvidado. Baste mencionar el arrojo de Rubén Omar Zalazar, que falleció tratando de salvar a las niñas Delfina y Pilar Hecker, o el caso de Nelson Zinni, que se ahogó intentando ayudar a los vecinos. O el de las enfermeras que salvaron a los bebés del Hospital Penna y de los bahienses anónimos que sin pensarlo rescataron gente y mascotas de una muerte segura.

Miles de personas de todas las edades articuladas en organizaciones de la sociedad civil -las Organizaciones Libres del Pueblo que postulara Perón como cimiento de la Comunidad Organizada-, orientadas por el Estado Municipal y el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires –el Estado Nacional solo presente a través de las Fuerzas Armadas-, conforman un entramado salvífico que pone en valor la entrega solidaria de los esfuerzos realizados en todo el país para paliar las consecuencias de la catástrofe. Fe, esperanza y caridad, virtudes teologales que trascienden su matriz cristiana, vueltas voluntad y acción colectiva, refulgen como un mandato en los momentos de peligro y muestran que ese trasfondo humanista, no sin las acechanzas que la ética individualista les ciñe, aún late en la sociedad argentina cuando es sometida al mayor de los desafíos, el de ganarle a la muerte. Y, sobre todo, a la insensibilidad imperante y el olvido. Dos veces azotada por la furia de los elementos en poco más de un año, Bahía Blanca, mi ciudad, que por la hostilidad de su clima fuera llamada la Tierra del Diablo por los pueblos originarios, demuestra una vez más que el tesón de sus ciudadanos impugna aquella maldición mitológica.

En el Popol Vuh los maya-quichés vinculan el diluvio a la rebelión de las cosas construidas por los seres humanos. Ya sabían algo obvio: que el cambio climático no es un fenómeno natural. La desertificación producida por el agronegocio y la minería, la contaminación por emanaciones de gases a la atmósfera, la erección de ciudades sin planificación y tantas otras variantes que desde la revolución industrial alimentan el cataclismo ecológico (y aquí cabe recordar la devastación que significó la instalación del Polo Petroquímico en Ingeniero White entre la última dictadura y el menemismo, promesa incumplida de desarrollo que liquidó la vida de la ría y puso en jaque a la ciudad durante el escape de cloro del 2002), son un alerta sobre las medidas que los gobiernos han de tomar para amortiguar sus efectos.

Pero como sucede ante toda catástrofe, a la tragedia la secundan el olvido, con su secuela de malentendidos de difícil trámite -pensemos en las inundaciones de Santa Fe y La Plata de las últimas dos décadas-, que es un deber elaborar con una necesaria reflexión colectiva. Tras el duelo por los muertos, por el terror vivido, por las pérdidas materiales que dejan en estado de absoluta vulnerabilidad a casi toda la población -pero sobre todo a los sectores sociales más frágiles que verán, tal vez por años, afectada la posibilidad de rehacer sus vidas- ha de consolidarse la memoria de la tragedia, de la cual nace toda esperanza.