Materiales para una pesadilla, novela de Juan Mattio publicada en 2021 y reeditada ahora por Caja Negra, es un relato de ciencia ficción y un thriller político pero también una aguda exploración sobre el lenguaje y los dispositivos de poder, una elaboración del trauma social que dejó la última dictadura desde la literatura de género, una indagación sobre el estatus de realidad en el mundo digital, una pregunta sobre cómo será el manejo de la muerte en estos nuevos escenarios y una reflexión sobre los sistemas de control social. Una de las claves de ese control son las palabras. Todos los días tecleamos palabras para encontrar datos, acceder a información (o sumergirnos en la desinformación), comprar cosas e incluso para generar vínculos. Y esas palabras, como por arte de magia (o de código), alimentan y educan el algoritmo para que sepa qué mostrarnos y qué no en función de lo que amamos y despreciamos.

Al inicio hay dos pistas claves sobre la estructura y el espíritu de la novela: Mattio cita una frase de Ricardo Piglia y un fragmento del célebre Libro de los pasajes, de Walter Benjamin: "Método de este trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Solo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los deshechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos". El autor elige el montaje para contar esta historia y divide su novela en cuatro partes que van alternando dos líneas de tiempo diferentes.

En la sección titulada "Materiales" el foco está puesto en el relato de Keiner, un hombre que quiere honrar la herencia legada por la mujer que amó escribiendo un libro sobre un trabajo inconcluso. Katy, investigadora ciega de la Biblioteca Nacional, le deja bastante información sobre el tema que los obsesiona: Hermes, un sistema de escuchas desarrollado durante la dictadura argentina de 1976 capaz de detectar palabras disidentes en conversaciones telefónicas. En la sección titulada "La isla de los muertos" se narra la historia de Haruka, una programadora japonesa que en 2036 (el pasado en la línea cronológica de la novela) pasó a la clandestinidad después de crear un territorio llamado Die Toteninsel, la ciudad fantasma donde se puede interactuar con los muertos que dejaron rastros en sus avatares, "una zona gemela y encantada del Treffen" (esa nueva "aldea global" de las sociedades postgeográficas).


¿Qué pasaría si la tecnología les permitiera a los humanos saltearse la etapa del duelo y reencontrarse con los muertos en un entorno virtual? ¿Qué efectos generaría sobre los cuerpos, el lenguaje y la comunicación? Die Toteninsel es un invento fuera de control, una zona que escapó de las manos de su creadora. La denominada Escuela Argentina, equipo multidisciplinario que en los 70 se unió a los Servicios de Inteligencia del Estado para crear una máquina capaz de perseguir la disidencia del lenguaje, estaba integrada por escritores que perseguían la censura, el terror, la muerte. Mattio fusiona de manera inteligente esas dos líneas y hace dialogar a los intelectuales de los 70 con los ingenieros y hackers de 2036, donde ya no hacen falta máquinas que detecten palabras "peligrosas" porque, en su lugar, hay bots capaces de leer el pensamiento y anticiparse a cualquier acción.

"Creo que toda literatura debe responder a la pregunta que está en la base –¿qué es un hecho real y cómo funciona?– pero sabiendo que un esquema narrativo no puede más que deformar lo real, que el relato, en su mecanismo, concentra o desplaza las situaciones para organizarlas en una dirección determinada y la realidad, eso que insistimos en llamar la realidad, no tiene ninguna forma, ninguna dirección, tal vez ningún sentido", dice el narrador, y califica el lenguaje como una desgracia porque recuerda: "Una sola frase de mi madre logró pudrir toda mi fe, que era la fe de un niño, una fe de acero, en las palabras". Y aún así, se entrega a la empresa de escribir un libro. 

Mattio explora las tensiones entre experiencia y narración, la convivencia entre átomos y códigos. En una contratapa de Página/12, Mariana Enriquez decía que "una de las frustraciones más importantes de nuestra vida cotidiana es el uso de redes" y, para colmo, algunos "todavía llaman a ese espacio, que es en extremo real, un lugar 'virtual'". Esa yuxtaposición aparece de manera muy clara en esta novela, donde los límites se borronean y los personajes conviven con avatares, bots y creaciones de IA. La programación de códigos crea fantasmas nuevos en un ritual de esoterismo tecnológico. En otro de sus artículos, Enriquez aludía a ese más allá digital que cada tanto nos sobresalta con el recuerdo de un amigo muerto en Facebook.

Materiales para una pesadilla es un texto complejo en su estructura multiforme; la narración no está monopolizada por una única voz sino que hay varios narradores y diversos materiales que activan la trama. Keiner cuenta pero, al estilo de un investigador académico o un detective, expone citas, datos, teorías, documentos, entrevistas, archivos del Mein Gerät y desgrabaciones de cassettes que contribuyen a armar el relato como un rompecabezas. La lectura debe ser activa para completar el sentido en este notable artefacto literario que se presenta como una pieza viva y mutante. Mattio dialoga con escritores como Bradbury, Orwell, Lem o Burroughs, pero también con filósofos como Benjamin, Wittgenstein, Simondon o Deleuze.

El autor reflexiona sobre el lenguaje y sobre la novela como máquina, una construcción que muchas veces excede al propio creador (como a Haruka le ocurre con la ciudad fantasma). Materiales para una pesadilla parte de preguntas sobre el pasado y el futuro (¿qué pasaría si alguien hubiera creado a Hermes en el pasado?, ¿qué ocurriría si alguien creara Die Toteninsel en el futuro?) y formula otras para pensar el presente: los dispositivos de poder y control social, los lazos con la muerte y la enfermedad, los fantasmas actuales, las identidades virtuales. Es una novela desafiante y laberíntica que se atreve a abordar la década del 70 en clave de género –no es un dato menor– e invita a preguntarse cuál es el rol del lenguaje en esa tensión permanente entre la mutación y la museificación.