Aunque se quejó siempre de la conveniencia de los tiempos que le tocaron, Ayn Rand abrevió los pesares como abrevió su nombre (Alisa Zinóvievna Rosenbaum) para correr parejas con el viento de la destrucción. El vocabulario debe adaptarse a los prejuicios, los prejuicios a la vocación alegórica de una mala racha. Es decir, una época adversa. A fin de cuentas, el fanatismo de una joven que hizo lugar en su cabeza a la Rebecca de Ivanhoe podía enfrentar muy bien todo lo que viniera. Y un objetivismo privado de la luz intelectual que practicaron a su manera Oppen y Zukofsky, Sarraute y Butor, tiene el privilegio de privilegiarse para que todxs pensemos menos. Incluso quien se tomó en nombre de Aristóteles, la tarea, supuestamente altruísta de hacerlo, podía darse el gusto egoísta de hacerlo aun menos. Todo es menos en Ayn. La rusa que solo quiso ser norteamericana, (festín servido en libro para empresarios -un menú de best seller de millones de ejemplares con La rebelión de Atlas como pato principal- con altar florecido con flores de gusto liberal -de extrema derecha liberal- idolatran a la que no idolatraba a ningún dios que no fuese ella. “Las mujeres andan por ahí sacándole el trabajo a los hombres porque hay una cuota de cierto número de mujeres (…) asumiendo que las mujeres hayan sido tratadas injustamente, yo no lo creo (…) que elijan cualquier profesión excepto estibadores o jugadores de fútbol americano como están intentando ahora” todo esto y más decía Ayn entrevistada en un talk show esperando ansiosa los aplausos de la platea amiga que aplaudía a la “filósofa fundadora del objetivismo” por ser fuerte (no hay prójimo, no hay solidaridad ni amor a los débiles en el manual Rand) y por ser la mejor alumna del capitalismo. Con una cara que busca ser la Bette Davis que nunca será y una melena corta con picos que se ilusionan con una mejor mandíbula, Ayn Rand, que se definía como la creadora de una nueva moralidad arengaba su desprecio por “esa idea absurda de sacrificarse por los otros”.
No se sabe bien por qué alguna pradera de Wyoming que pintó Remington engendró el odio visceral por la estepa y la tundra rusas, sobre todo cuando fueron regimentadas como soviéticas. Si se era lo suficientemente generoso, si se amaba de verdad la naturaleza (Ayn la despreciaba con el rencor envidioso que solo conocen los de su laya), el resultado podía ser completo y misterioso, como la Terra apetecible que un lepidopterólogo (no un coleccionista de mariposas, como repetimos a veces) inventó para Ada. No es fácil ser generoso. Ayn Rand calibró equívocamente todo. Hasta los amores un poco rabiosos y triviales que le había obligado a inventar el romanticismo de Escocia o de Francia (o el de Escocia inventado en Francia) para armar escenografía y didascalia de una parodia alegórica. Para pasar el mal trago –si es necesario pasarlo por algún interés biográfico– da el presente Helen Mirren (The Passion of Ayn Rand, 1999).
Hasta la premura y las zonceras briosas de Frederic Prokosh parecían menos abismales que este tembladeral escandido por una dosis demasiado alta de cigarrillos diarios. No todos los que fuman saben fumar. Aunque las instrucciones las diera ese maestro de la megalomanía llamado Cecil B. de Mile, el mundo que Alisa se obstinaba en darnos a conocer, se combate -se destruye- a dentelladas cada vez que el dulce salvajismo de los débiles, belleza de los cuerpos despiertos y sabios, instruye a las ideologías imperantes -y nada lumbreras- de este tiempo que nos toca.