Desde hace muchos años, en estas mismas páginas y con la pluma de diferentes autoras y autores, hemos venido afirmando que sin comunicación democrática no existe tampoco la democracia real. Javier Milei asumió la presidencia con la legitimidad del voto popular. Vale preguntarse si las acciones de su gobierno -que vulneran derechos constitucionales y no respetan la división de poderes- no abren la discusión acerca de la condición democrática de un régimen.
La Declaración Universal de Derechos Humanos señala que la voluntad del pueblo constituye la base de la autoridad del poder público y la realización de elecciones auténticas y periódicas son esenciales y constitutivas de la democracia.
Al mismo tiempo todo lo anterior se valida y se fundamenta en la participación política y pública que, junto con la vigencia efectiva y la promoción de los derechos humanos, es esencial para la gobernanza democrática, el estado de derecho, la inclusión social y el desarrollo económico.
Estos derechos están inseparablemente vinculados a la participación pacífica en el debate de ideas, en la posibilidad de organización con fines lícitos y sin ningún tipo de restricciones, todo lo cual incluye la libertad de opinión y de expresión, y el derecho al acceso a la información y el más amplio y completo derecho a la comunicación.
A la luz de estos principios generales resulta hoy imprescindible observar qué pasa en la comunicación, en particular en la comunicación pública en la Argentina. Y comunicar no puede limitarse ni siquiera al uso de los medios y de las redes sociales digitales. La comunicación comienza y se fundamenta en la libertad de expresión en diversidad en el espacio público, en las calles y en las plazas. Las manifestaciones ciudadanas son una de las mayores y más genuinas expresiones de la comunicación cuando transcurren en ámbitos pacíficos que el Estado tiene la responsabilidad de cuidar y garantizar. El funcionamiento autónomo de los tres poderes del Estado es parte también del basamento institucional de la democracia. El atropello de algunos de esos poderes sobre otro, pero también la incapacidad de cualquiera de ellos, es una grave falencia de la democracia.
Toda acción estatal que vaya en contra de lo antes mencionado es una afrenta al sistema democrático también cuando mediante el uso de la fuerza o través de artimañas formales se elude o se impide el intercambio libre de opiniones. En estas formas también se atenta contra el derecho a la comunicación y se afecta la democracia.
Pero yendo al sistema de medios en nuestro país: no se necesita demasiada investigación para dejar en evidencia la concentración del poder mediático en manos de grupos aliados a intereses políticos y económicos que anulan la diversidad. A eso se suman practicas profesionales reñidas con la verdad y los principios éticos. Hay más voces silenciadas y acalladas que las que se pueden escuchar hoy. En los llamados medios masivos y corporativos como en la redes sociales digitales. Ocurre por motivos económicos, tecnológicos y por razones claramente políticas.
Hay una cuantiosa cantidad de actores y protagonistas de la vida social que se encuentran incapacitados para hacer oír su voz, que son sus reclamos, deseos, aspiraciones y también protestas. Esta realidad empobrece la agenda cultural, la informativa y el debate político restringiéndolo a los modos y los temas que el poder elige e instala como prioritarios. También provoca la imposibilidad de mantener en agenda aquellos temas que son contrarios a los intereses dominantes.
Volvemos entonces a la pregunta inicial ¿Hay comunicación democrática en nuestro país? Es evidente que no. En consecuencia, sin esa comunicación democrática la democracia se distorsiona, pierde su razón de ser y se corre el riesgo del autoritarismo con el nombre que se lo quiera designar. Porque es avasallamiento de derechos, porque es una manera de cercenar la participación y porque la democracia queda dañada en sus bases. Sin comunicación democrática el gobierno legalmente elegido carece de legitimidad y, por lo tanto, de autoridad para ejercer las funciones que le asignan las instituciones.