Un antecedente, quizás remoto, de lo que sería el pintor consolidado de hoy, es la muestra ¿Cómo hacer ruido? (1980), título que, a modo de slogan, anticipa un lanzamiento.

Aquel ruido, fue el aspecto ostensible de su anhelo por ser conspicuo; irrumpió con obras de gran tamaño, con grafismos caprichosos, con un trabajo exquisito, casi virtuoso.

A partir de aquella muestra y hasta 1982, Kuitca busca intensamente la exactitud y la justeza de una voz propia, que andaba dando vueltas y que habrá de separar con cuidado de lo inarmónico. En algún lugar del proceso, la canción sonará transparente y sin interferencias.

El artista se percibe entonces como una multitud, una sociedad polifónica que quiere elegir, entre todas las voces, la suya. El problema era cómo y a quién interpretar, dónde situarse... el hallazgo de un estilo.

En la serie Nadie olvida nada (conocida también como los antiedipos), el modo de pintar está cerca de una economía del movimiento, una pobreza de la acción misma de pintar, que explora e insiste en la dificultad como procedimiento.

Esta serie inaugural contiene un espacio, en el que discurren las figuras y vuelan los objetos. Pero también hay, por primera vez, una marca de espacio a escala (en el cuadro rojo de la mujer en la cama, inspirado en El despertar de la sirvienta -1887- de Sívori), que como un giro copernicano remite todo a un principio, a un sistema donde el contínuum espacial va siendo trazado y escandido por los objetos que se disponen en sus coordenadas.

En la obra posterior el espacio es una categoría original, casi previa a la realización del cuadro, que a través del despliegue de un repertorio de figuras y objetos traerá consigo un tema y su resolución.

Esta instancia, que tiene el atributo de reunir, crea tensiones y desgarramientos, recupera lo trágico como destino. El dramatismo está en la base de la voz y en la profundidad del espacio.

En éste, como en cualquier otro alfabeto, el poder reside en la combinatoria de los elementos (que siempre tiene algo de azarosa y convencional al mismo tiempo) y no en su diversidad o infinitud. La ejercitación de este alfabeto simbólico presupone un pasado que los demás conocen y comparten.

Poco a poco, cada figura -cama, velador, mujer, silla, rama, niño, árbol, etc.- será la cifra y la reunión de un universo condensado, y la relación entre figuras se transforma en una sintaxis personal, un orden que por tratarse de imágenes reconocibles, centra el dramatismo en las tensiones y los matices.

Al presentar su obra en series, Kuitca indica cómo debe ser leído cada cuadro, en qué direcciones trazar líneas, semejanzas, diferencias, repeticiones. Esto también le permite cruzar series, armar su propia genealogía y circular por su pintura como si un cuadro fuera todos los cuadros y su pintura, toda la pintura.

Las redes que se tienden en la puesta en escena de los objetos constituyen, posiblemente, ese sistema: una clave de producción, la máquina polifacética de Guillermo Kuitca.

Sin duda, el revés de trama de una producción inquietante es una percepción privilegiada. Kuitca practica una figuración que tiene lazos y conexiones con áreas no pictóricas. La representación se convierte en la categoría general bajo la cual operan otros sistemas de signos: cine, teatro, música, literatura...

Kuitca desestima lo que hay de dado, de puesto-a-propósito, en el mundo del arte y recupera el dato perturbador.

En la pretensión de rastrear el origen de su repertorio, puede advertirse que toma el capital que necesita de los demás y lo pone a producir en su propia obra. Vale la cita, el robo, la expropiación y todo aquello que esté penalizado fuera del terreno del arte.

Kuitca arma y reordena su lista de elementos. El repertorio es una acumulación que nunca está definitivamente cerrada, una tradición portátil, en constante constitución, que al modo de la acumulación dineraria, también rinde dividendos, pero dividendos simbólicos. En este sentido, las series El mar dulce o Yo, como... son paradigmáticas de la plusvalía simbólica.

Esto reproduce el circuito extrapictórico, del contexto mayor, donde el acopio también alcanza a los objetos culturales y la posesión de ciertos objetos pasa a ser la marca personal, el sello de origen.

Pero Kuitca trama su pintura en base a la apropiación selectiva, teniendo en cuenta que siempre se roba donde hay riqueza, y el delito no se nota o es cubierto por el seguro. Pareciera, además, que sólo se saca de donde exista previamente una alta codificación, un sistema sólido y bien estructurado.

Citar, todos citan; pero Kuitca también es citado, y en el doble camino de citar y ser citado, se erige el reconocimiento entre pares, la presencia del afuera, y comienzan a funcionar los lazos sociales, en principio, entre colegas y críticos, en la micro-sociedad del arte.

En la repercusión y los ecos que a Kuitca le vuelven de su obra, su propio mundo se conjuga con el otro mundo. En la serie Nadie olvida nada, nace el espacio interior, acotado, escenario polifuncional, dimensionado respecto de su obra anterior. El espacio a escala de sus telas y la repercusión 'social' que ocasionan, van juntos en el adentro y el afuera de la producción kuitquiana.

Este libro muestra el nacimiento, el desarrollo y las variaciones que sufre el espacio en la obra del pintor. Obra que presenta una frontalidad y un horizonte a escala humana, un puente hacia la mirada. Interiores dramáticos, plantas de departamentos, mapas de ciudades... Espacios en perspectiva casi rítmica: lugares cerrados, planos, vistas aéreas.

Por otra parte, los grabadores, teléfonos, micrófonos, el fuego que arde azul o blanco, aluden a la presencia del sonido; a una musicalidad relacionada con el contacto, con la comunicación, la amplificación. Todos estos elementos aparecieron en las telas, contemporáneamente a las declaraciones, a los reportajes de esa época, a los viajes, a la transmisión y reproducción de una manera única de interpretar el mundo, dentro y fuera de la pintura.

Para Kuitca la pintura es algo inherente a sí mismo y está inevitablemente asociada a toda su vida. Por ser inseparable, justamente produce el efecto de lo familiar y lo extraño al mismo tiempo. Esto se ve en las enormes telas gemelas de la planta del taller, donde su lugar de trabajo se muestra en forma entre ascética y obscena. En los mismos elementos se verifican ambos extremos: en el despliegue simplísimo, en el verde desaforado y denso, en el recuadro central que convoca, como un agujero negro, toda la vacuidad y la fuerza.

La familia es, como la pintura, lo no elegido por naturaleza.

Difícilmente alguien haya decidido su ascendencia. Pero la pintura permite armar y urdir mundos posibles, reorganizar un linaje.

La familiaridad entre Kuitca y la pintura, esa interdependencia mutua, es lo que genera la reproducción del circuito microsocial en sus cuadros, donde las relaciones se complican hasta tensionarse al máximo.

El sueño y el sexo son promesas que no se cumplen en esta pintura, y la cama constante que lo acompaña, lugar habitual de estas promesas, está cercenada de sus usos corrientes, es el comando de operaciones, hipotético escritorio, y único lugar posible. Es el sitio de los intentos. Nunca habrá más dinamismo que el de la cama: pensar, organizar, confabular… En este universo ficcional, la cama es su centro y es el mascarón de proa de la conquista del mundo.

En su primer viaje a Europa (1981), una conjugación milagrosa provoca una reacción en cadena. Se superponen dos acontecimientos enormes para el joven Kuitca: el redescubrimiento de la pintura y, durante su estadía en Wuppertal, el contacto directo con la obra y la compañía teatral de Pina Bausch. Esta experiencia hace que confluyan dos eventos que lo sorprenden en una de sus etapas más críticas y receptivas, donde el acento estaba puesto, no tanto en la búsqueda de una palabra atenta, sino en una escucha atenta.

La suma del reencuentro con la pintura, más una estética teatral de enorme impacto y originalidad, pasan a ser el alfa y omega de la futura práctica del artista. Este cruce entre pintura y teatro, entre superficie y profundidad, lo marcarán indeleblemente.

Las marcas personales, el idiolecto de Kuitca, le permiten el acceso a una zona que es sólo prerrogativa de él, quien siempre se reserva el desciframiento último de sus cuadros o, tal vez, su completa divulgación.

Un lugar íntimo -como la cama-, y tan expuesto a la vez, es una 'novela personal que el pintor viene escribiendo desde sus obras adolescentes.

Esta zona privada de su obra es el sitio donde ofrece todo de sí, y que se reserva para el círculo de los afectos, los tics y los hábitos, dignísimos o vergonzantes, donde cobra fuerza lo inquietante y más o menos velado de la producción de Guillermo Kuitca, que es la relación entre el artista y su obra.

* Fragmentos de El joven Kuitca, de Fabián Lebenglik, publicado en 1989 por Julia Lublin ediciones (146 páginas), que obtuvo el “Premio al Libro del año en teoría y crítica”, otorgado por la Asociación de Críticos de Arte, con un jurado integrado por Jorge Glusberg, Carlos Espartaco y Rosa Brill, entre otros. 

La exposición de las obras de los años ochenta de Kuitca, curada por Nancy Rojas y Sonia Becce, se puede ver en el Malba -Av Figueroa Alcorta 3415- hasta el 16 de junio.