Hay un momento que marca para siempre la vida de todo hombre, un sello a fuego que nos acompaña hasta el último día y jamás se logra superar. A mí me pasó a los cinco años, en Mar de Ajó, el día que me perdí en la playa.
Estaba jugando en unos médanos de poca altura que para mí eran el Aconcagua. La diversión era recostarme en la cima y dejarme caer, rodando a una velocidad jamás alcanzada a mi edad. Para un niño de cinco años era adrenalina pura.
Cuando llegaba al llano y me incorporaba, los primeros segundos eran los mejores, toda la playa comenzaba a dar vueltas en mi cabeza y mientras transcurría ese trance, trataba de buscar a mi vieja, La Chiche, como todos le decían, que estaba a unos metros del médano tomando sol con los ojos cerrados.
Yo tenía la precaución, luego de incorporarme, de hacer un pantallazo de izquierda a derecha para encontrar a mi vieja. Ella era el Norte de mi brújula, por más que estuviera mareado, una vez que veía a La Chiche, encaraba de nuevo a esa inmensidad de médano que tenía a mi espalda a rodar nuevamente.
Jamás en la vida vi a una persona que le gustara tanto tomar sol como a mi vieja, era algo insoportable, se podía pasar horas recibiendo los rayos entregada como en un bautismo. Será por eso que cada vez que me pega el sol, lo primero que hago es buscar un metro cuadrado de sombra para refugiarme. Pero a La Chiche le encantaba, hace más de treinta y cinco años que no la tengo conmigo, pero si la tuviera que describir la recuerdo así, panza arriba bajo el sol, ese era su hábitat natural.
El problema ocurrió luego de uno de mis arriesgados aterrizajes. Me lancé con tal envión que me llevó unos metros más lejos de lo habitual. Cuando reaccioné después del mareo y del correspondiente paneo de izquierda a derecha, no encontré a La Chiche. Mi Norte no estaba.
Decidí hacer lo que todo niño hace cuando se pierde en la playa, caminar hacia delante, seguramente estaba caminando con el viento a favor, pero en ese momento yo sabía que cuando me levantaba luego de rodar, mi vieja tenía que estar delante de mí, por eso decidí caminar hacia el frente, por más que hiciera diez minutos que caminaba sin encontrarla.
Jamás sentí tanto miedo como en ese momento, por más que la playa estaba llena de gente, parecía una especie de Tom Hanks en la película Náufrago, no encuentro las palabras para describir semejante desamparo.
Pocas veces en la vida sentí algo similar. Recuerdo que cuando empecé la primaria tuve una sensación parecida, cambiar el guardapolvo a cuadrillé azul por el blanco y pasar de ser el más grande del jardín a ser alguien diminuto, insignificante en ese mar de niños que me ignoraban.
Habrá sido por mi cara de espanto, pero unas personas se me acercaron y me preguntaron si estaba perdido. Ante mi pasividad, dedujeron que sí. Me preguntaron cómo se llamaba mi madre, y no supe qué responder. No sabía si decirle María del Carmen o La Chiche como todo el mundo la conocía, pero me acuerdo muy bien que una de las personas me subió a sus hombros y comenzaron a caminar mientras aplaudían, a medida que avanzaban, toda la gente alrededor comenzó a aplaudir al compás de ellos, me sentía un campeón del mundo llevado en andas y el país aplaudiendo a mi alrededor. Tengo la certeza de que esa fue la única vez que me aplaudieron en toda mi vida.
No sabría decir con exactitud cuánto tiempo pasó, pero en mi cabeza duró una eternidad.
En un momento, a los lejos la vi a mi vieja levantar los brazos desesperada. Cuando estaba a escasos metros la observé detalladamente, estaba roja como un tomate, no sé si por vergüenza o por las horas que había estado bajo un sol calcinante, pero recuerdo que me dio un abrazo muy cálido. Fue lo más parecido a un perdón que pude percibir, pero juro por lo que más quiero, que aún hoy sigo extrañando ese abrazo.
Como dije antes, ese miedo nunca lo pude superar. Hoy que ya soy un tipo grande, cada vez que me siento inseguro y no tengo idea para dónde disparar, antes de caminar ciego hacia delante y sin rumbo, antes que me inunde el espanto, lo primero que hago es estirar bien el cuello y observar en todos los recovecos de mis recuerdos, tratando de hallar mi Norte y ver si encuentro a La Chiche, tumbada en la arena tomando sol.