Había un VHS que me encantaba mirar. Era de cuando mis papás todavía estaban juntos, varios años antes de que yo naciera. Se veía el patio de la casa en la que vivían, la pileta y a mis hermanas jugando. Cinco chicas, de entre 8 y 15 años, tomando sol, salpicándose agua, intercambiando bikinis, escondiéndose entre las plantas. A veces se veían molestas. Se decían, unas a otras, ¡no me molestes!, pero yo no les creía. Para mí eso era la felicidad. ¿Por qué no nací antes?, pensaba. Para ese entonces mis hermanas ya tendrían entre veinte y treinta años y yo todavía seguía en la primaria. Tenía tantas ganas de crecer y ser como ellas que empecé a convencerme de que, si las miraba lo suficiente, si lograba entender su idioma, tal vez podría ser una más.
Cada Navidad, después de las doce, ellas salían de fiesta con sus amigos y yo me ponía el pijama y me quedaba mirando la puerta. Sólo podía hacer eso: mirar. Leía los diarios que habían escrito cuando eran adolescentes, me disfrazaba con los vestidos que habían usado para sus quince, me reía de sus chistes como si los entendiera, me hacía la dormida para escuchar sus conversaciones. Supongo que ese debió haber sido el comienzo. Que esa mezcla de admiración y tristeza y ganas de pertenecer fue lo que me hizo desarrollar esta mirada tan puntiaguda y, por momentos, invasiva.
El recuerdo que sigue es en el colegio. Tres veces por semana, mis compañeras atravesaban la puerta de salida y se iban todas juntas a la clase de catequesis. Yo moría por ir pero mis papás no querían que tomase la comunión, así que me subía al auto y me quedaba mirándolas por la ventana hasta que las perdía de vista. Al día siguiente se reían de chistes que yo no entendía y, cuando preguntaba, hablaban más bajo, como si no me quisieran explicar. Lo mismo en casa, cuando mi mamá hacía reuniones con amigos actores que hablaban fuerte y volcaban vino en la alfombra. Es hora de dormir, Manuela, decía ella, mientras yo luchaba contra los párpados pesados porque los quería seguir escuchando.
La historia es larga, pero lo que quiero decir es esto: para mirar hay que encontrar la distancia justa. Y la vida para mí se había convertido en una ventana. Yo estaba con la nariz pegada al vidrio y, del otro lado, todos esos lugares en los que quería pero no podía estar. La escritura, entonces, fue la consecuencia inevitable a una distancia que detestaba.
Algo parecido le pasa a la protagonista de Mistress América.
Tracy tiene dieciocho años y acaba de llegar a Nueva York a estudiar Letras. Está aburrida y desilusionada con la carrera, no la aceptan en la Sociedad Literaria de la universidad y el chico que le gusta está de novio. En ese contexto, conoce a Brooke: una chica de treinti que, dentro de poco, va a convertirse en su hermanastra (sus papás están a punto de casarse).
La primera vez que la ve, Brooke está en lo alto de las escaleras de Times Square, como si toda la ciudad fuese suya. La lleva a recorrer los lugares ocultos de Nueva York, le presenta a sus amigos y le cuenta de sus proyectos. Dice frases brillantes a cada rato y, sin pensarlo mucho, las twittea. Es una chica inteligente, fantasiosa, moderna, imprevisible. Tracy se fascina tanto que no puede dejar de mirarla. Pareciera que en ella encuentra, finalmente, algo que la interpela. Y es esa mezcla de amor y admiración, pero también la distancia, lo que la lleva a escribir.
La primera vez que me recomendaron esta película, por suerte, lo ignoré. Fue un movimiento raro en mí, porque la recomendación venía de alguien en quien confiaba mucho, así que sabía que la película me iba a gustar, pero seguí de largo y me senté a verla recién varios años después. Ahora puedo decir que haberla visto tarde fue lo mejor. Porque en ese tiempo que pasó en el medio viví lo mismo (o casi lo mismo) que el personaje principal. Así que ir conociendo a Tracy se sintió, por momentos, como ir conociéndome más a mí.
El problema, cuando empieza a escribir sobre esta chica, es que, como cada vez que miramos algo durante mucho tiempo, empiezan a aparecer los defectos. Entonces el mismo personaje que al principio de la película era fabuloso, de pronto se desarma. Vemos cómo a pesar de ser graciosa y brillante, no logra llevar a cabo sus ideas, es caótica e inadaptada y se queda en blanco cada vez que tiene que decir algo concreto sobre su futuro.
La bomba explota cuando, en una escena teatral y espectacularmente guionada, Brooke lee el material que está escribiendo Tracy. Están en la casa de un ex novio de la newyorkina, que ahora sale con su ex mejor amiga, y están también el chico que le gusta a Tracy, la novia del chico que le gusta a Tracy y un par de desconocidos. Todos leen el manuscrito a la vez, tiran caras o comentarios al aire y siguen pasando las páginas de a una. Ella los espera en silencio. Todavía me acuerdo de cómo le clavé las uñas al almohadón durante ese silencio. Yo había estado ahí. Conocía el final y sabía que la única salida posible era que todos se sintieran traicionados.
La literatura implica un acto de vampirismo. Miramos tanto que nos convertimos en parásitos, y entonces la destrucción es inevitable. Incluso si nuestras historias están llenas de inventos y de ficción, dar a conocer un texto propio es casi como desnudarse. Porque escribir sobre un tema que no nos conmueve es aburrido, y todo lo que nos interpela tiene su contracara en la vida real.
¡Es ficción!
¡Es mi vida! ¡Sos una chupasangre!
¿Y Tennessee Williams? ¿Qué hubiera pasado si no usaba a sus conocidos?
¡Me importa una mierda! ¡Yo no quiero ser amiga de Tennessee Williams!
Parecías una mujer tan increíble, nunca imaginé que sería posible lastimarte.
La película es interesante porque no todos opinan lo mismo. Ni los personajes, ni los espectadores. De hecho, creo que la mayoría no entiende a Tracy. Piensan que es mala, torpe y egoísta. Posiblemente tengan razón. Pero lo que quiero decir acá es que yo sí la entiendo.
La entiendo al principio, cuando se fascina con la idea de tener una hermana y ser como ella, entiendo lo que le pasa cuando empieza a escribir, cómo la vida y la mirada que tiene sobre sí misma cobran otro sentido, y la entiendo también cuando se harta de sus compañeros y decide abrir su propio club literario. Pero sobre todo la entiendo al final, cuando corre desesperada a buscar a Brooke para volver a ser su amiga después del escándalo. En cuanto llega, la otra quiere anticiparse y le dice algo así como “ya sé que estás arrepentida”, pero ella la frena. Brooke vuelve a mirarla toda confundida y le pregunta “¿no estás arrepentida?” y Tracy responde, más segura que nunca: “No”.
Manuela Martínez nació en Buenos Aires en 1995, y es escritora y actriz. Ganó el concurso Historias Breves del INCAA con su cortometraje Instrucciones para Adela (2020), y publicó la novela El último hombre perfecto (2021) y el libro de cuentos Días de estreno (2025).