Fue el rey de la risa en la Argentina. En el café concert, sobre el escenario o en la pantalla chica post dictadura, lo suyo siempre fue la creación de una vasta galería de personajes de gestos exagerados, sobregirados, que en su esencia subrayaban una parte de las distintas facetas del ser argentino. Antonio Gasalla, que hoy martes 18 falleció a los 84 años, fue uno de los últimos capocómicos argentinos. Maestro de la sátira, el absurdo y el grotesco, nunca abandonó la transgresión en sus programas o en sus personajes. Ni siquiera cuando, tras la popularidad que alcanzó su Mamá Cora en la película Esperando la carroza, el mainstream lo adaptó y la abuela se sentó en el confortable living de Susana Giménez para cobrar millones: nunca dejó de incomodar a la diva. Gasalla revolucionó el humor televisivo, pasando del under y el teatro concert al mainstream a fuerza de carcajadas y de una fina observación sobre la cotidiana existencia humana argentina.

Antonio Gasalla fue un artista, en el sentido más amplio de la palabra. Hizo de todo: fue guionista (junto a Enrique Pinti y Carlos Perciavalle), descolló como comediante con sus personajes y sus propios programas de sketch humorísticos, y hasta supo componer en la pantalla grande papeles dramáticos con sensible rigurosidad. Trabajó en los sótanos más mugrientos del under porteño de los '70 y los '80, triunfó en las grandes salas del teatro argentino en obras del café concert, o piezas tradicionales como actor y director, y alcanzó altos niveles de audiencia con ciclos que hicieron reír y pensar a los argentinos con personajes prototípicos pero siempre críticos. En todos los casos, en cualquier lugar en el que le tocara trabajar, nunca perdió su instinto de correr los límites de lo permitido, con una mirada ácida sobre la realidad argentina con la que expresaba su inconformidad permanente con lo convencional.

“Mi humor se fue perfilando con el paso del tiempo y acabó por emparentarse con el grotesco, con esa cosa esperpéntica”, reflexionó Gasalla hace tiempo. “Es un humor que se funda en la observación de la realidad, pero sometido a una vuelta de tuerca muy extensa, exagerada y muy cruel, seguramente. No todos mis personajes, pero sí algunos, tienen una actitud desaforada, son víctimas y victimarios a la vez, siempre en situaciones límite. Son parte de nosotros, me parece, de los argentinos.”

Como si fuera el creador de un espejo de la realidad nacional un poco deformado, un tanto brutal, pero que nunca llegaba al cinismo, Gasalla entendió que el humor era la mejor herramienta para reflexionar sobre el ser argentino, con sus pesares, traumas y taras. Inconformista con lo instituido desde el mismo momento que abandonó el tercer año de la carrera de Odontología para darle cabida a lo único que lo conmovía en su vida: la expresión artística. Pese a la resistencia de su propia familia (la leyenda cuenta que su padre lo desheredó al enterarse del camino que quería seguir), el joven Antonio se inscribió en el Conservatorio de Arte Dramático, estimulado por las películas que veía desde adolescente en los cines de Ramos Mejía natal, donde había nacido el 9 de marzo de 1941.

“Hay mucha gente diciendo cosas más o menos serias, pero por ahí a través del humor se puede decir lo mismo pero más profundamente -le contó a este diario hace años-. Aunque al humor generalmente se lo menosprecia, nunca se le prestó demasiada atención: durante el Proceso los humoristas seguimos trabajando. En general, se piensa que un mensaje dramático y serio es algo mucho más profundo. Yo creo que es al revés. Lo peor que le puede pasar a un poderoso es que se le rían.”

La trayectoria de Gasalla tuvo dos momentos bien definidos. En los '70, tras patear el off, el pop art y el Instituto Di Tella, formó parte del under porteño y fue una de las primeras figuras del teatro concert. Allí, descolló en su dupla con Carlos Perciavalle, en un dúo que brilló en el escenario y cuya amistad se resquebrajó años más tarde, hasta la reconciliación alcanzada en el último tiempo. Junto al actor uruguayo se consagraron en el teatro concert, con quien comenzó en 1966 con Help Valentino (junto a Edda Díaz), donde en un ático de un edificio cerca de Retiro comenzaban a mostrar esa clase de humor oscura e hilarante que luego llevaron a la calle Corrientes. La dupla hasta llegó a grabar un disco musical y de humor, Yo no…¿y usted?, que se puede escuchar en Spotify. También sufrieron la censura: su espectáculo El gen argentino en el Maipo fue prohibido por la última dictadura cívico-militar.

En esos años, a medida que su nombre se hacía más conocido, Gasalla empezó a mostrar su talento como capocómico en el teatro de revista, instalado en el Maipo como guionista, productor y director de sus propios espectáculos. Gasalla for export, Abajo Gasalla (con Cecilia Rosseto, Gabriela Acher, Nené Malbrán y Mirta Busnelli), Gasalla 77 (con Amelita Vargas), Gasalla y Corrientes y Maipo made in Gasalla fueron algunos de los títulos que encabezó con su apellido en la marquesina como marca registrada. No solo su veta como comediante supo mostrar por entonces: en la pantalla grande, un muy jovencito Gasalla tuvo su papel en La tregua, una de la grandes películas del cine argentino, interpretando al oficinista. Eran tiempos donde ya se destacaba por su enorme capacidad para interpretar todo tipo de personajes, y por una sensibilidad para la observación social y humana de los argentinos a la que no le temblaba el pulso a la hora de exponer su hipocresía. Por entonces, los guiones los escribía con Perciavalle y con otro que supo destacarse en la metier: un tal Enrique Pinti.

Tras la dictadura y la libertad cultural que trajo la democracia, Gasalla se consagró definitivamente como uno de los grandes humoristas del país. Su recordada interpretación de Mamá Cora en Esperando la carroza (1985), esa película que con el tiempo se iba a transformar en una foto de la familia argentina, le dio una popularidad de la que el actor se valió para hacer lo que siempre hizo pero con la penetración masiva que le iba a permitir la pantalla chica. Allí fue cuando alcanzó niveles de popularidad insospechados tiempo atrás, revolucionando el humor televisivo con programa propio y personajes desbordados que denotaban su fina y cruel mirada sobre las costumbres más arraigadas de los argentinos.

Tanto en El mundo de Antonio Gasalla, a fines de los '80, como en El Palacio de la risa, a comienzos de los '90, Gasalla supo aprovechar la bienvenida que le daban en el viejo Argentina Televisora Color (ATC) para continuar haciendo ese humor tan ácido como oscuro. Llevó a la pantalla chica parte de los personajes que hacía en el teatro y sumó otros nuevos, construyendo una galería de personalidades siempre femeninas que ya forman parte del ADN argentino. Flora, la empleada pública que estaba siempre de malhumor, fue una de sus creaciones que más se recuerda. Su grito de guerra “¡Atráaaaaaaaaaasss! ¡Se van para atrás! ¡Atráaaaaaaaaaaaassss!” es aún hoy un código generacional para los argentinos que vivieron y sufrieron las privatizaciones de las empresas estatales en los '90. Una empleada pública que recibía a los famosos en la recepción de la Casa Rosada acompañó la ola privatizadora, pero permitiéndose ser muy crítica del presidente y de la cultura de la pizza con champagne de aquellos años.

No fueron sus únicas creaciones. La insoportable y angustiada Soledad Dolores Solari, la periodista chimentera Bárbara Don't Worry, las hermanas Malabuena, la maestra Noelia y su desaliñado maquillaje, la millonaria Mecha, Matilde y sus desopilante familia, o su Inesita fueron algunos de los tantos personajes que construyó y que -aún en su gruesa caricatura- todos los argentinos alguna vez reconocieron en su vida real. “Trabajo los personajes desde un concepto. Si para cada personaje estuviera observando a alguien, tendría que volver a esperarlo todo el tiempo”, subrayó el humorista sobre la manera en que les daba forma a sus criaturas. “Me propuse en un momento que si hay democracia la voy a usar y decir lo que se me da la gana... con los límites del sentido común.”

–¿Qué cosas no se anima a decir?, le preguntó Página/12 a comienzos de los '90.

–Creo que nada. Hoy en día hay personajes que dan pie todo el tiempo para que uno les haga una broma. Hay cosas que van más allá de la ficción y que son difíciles de inventar. Tener a María Julia manejando el medio ambiente es una ironía que no se le ocurre ni a Woody Allen. Sin embargo ella está llena de visones hablando de ecología.

–¿Sus personajes son referencias públicas constantes?

–Los personajes me superan. No hay cola de empleados públicos en donde no se haga referencia a las empleadas de Gasalla. O como Soledad o La Vieja, siempre hay alguien que tiene una madre, una tía, una prima. Son prototipos. Yo trabajo más sobre una idea, sin que sean copiados de una sola persona. Uno es un pedazo de cada cosa de lo que hace.

Más allá de su indudable talento, el valor cultural de Gasalla trascendió a sus criaturas. Un aporte tan o más destacado que su interpretaciones fue la de haberle dado lugar en sus programas de ATC a una enorme cantidad de actores y actrices del off, que hasta es momento eran desconocidos para el gran público. Alejandro Urdapilleta, Humberto Tortonese, Atilio Veronelli (con quien escribía los guiones de los sketches), Verónica Llinás, Norma Pons, Juana Molina, Daniel Aráoz y Vivian El Jaber llegaron a la pantalla chica gracias a su convocatoria. Su padrinazgo fue clave para que las mentes más creativas y disruptivas de la escena del under porteño aterrizaran y sacudieran a la TV argentina. Y para que ese humor corrosivo, incómodo, sea aceptado por la por entonces pacata sociedad argentina. Gasalla no solo los visibilizó: su elección legitimó una manera de hacer humor y le dio popularidad.

Esa aceptación definitiva de la industria del espectáculo nacional iba alcanzar su punto máximo cuando con su Mamá Cora se sentó durante años en el living de Susana Giménez, el lugar más representativo del establishment local. La Abuela fue un personaje a partir del cual supo decir cosas que incomodaban a la conductora, en uno de los programas más vistos de la TV argentina, en el canal líder. Porque Gasalla nunca se arrodiló ante el mainstream: fue la industria televisiva la que se adaptó y se resignó ante ese humor que hacía reír pero también reflexionar. En su estilo, la crítica ideológica sobre algunos aspectos se volvía intrínseca a sus personajes, apuntando desde la burocracia hasta el buen decir televisivo.

Gasalla nunca hizo humor político. “Por cierto que opino a través de mis personajes, que me expongo -reconoció en una entrevista-. Pero comentar la política cotidiana exige leer todos los diarios, todos los días, y yo no soy capaz de recordar el elenco de ministros y secretarios. No podría, no me interesa. La política, las declaraciones del día, como recurso humorístico se agota rápidamente, al segundo. Lo escribís hoy, lo tenés que decir mañana y ya pasó. Y, de pronto, cuando hacés un humor tan enganchado con la coyuntura te supera la realidad. Hay cosas que uno lee que ya están redonditas, no hay que agregar ni quitar una palabra, y te hacen reír.”

El nuevo siglo lo encontró subido al escenario, con puestas como Gasalla y Perciavalle en el Broadway, Picadillo de carne, Monólogos de la endorfina, Cristina en el país de las maravillas y Gasalla Nacional, donde siempre se la ingeniaba para generar la carcajada y los aplausos de la platea, pese al cuestionamiento sobre el estado de cosas de los argentinos y el mundo. Tuvo, además, un recordado y destacado protagónico cinematográfico en Dos hermanos, la película de Daniel Burman y que coprotagonizó junto a Graciela Borges. Sin embargo, el último gran éxito de su carrera fue con Más respeto que soy tu madre, la obra que en 2009 Gasalla protagonizó y adaptó del blog del escritor Hernán Casciari. Una interpretación genial que le permitió colgar a diario el cartel de “no hay más localidades” durante casi cuatro años, en escenarios de Buenos Aires, Montevideo y Mar del Plata.

Tras ser diagnosticado hace unos años con demencia senil y un estado de salud que lo tuvo a maltraer, Gasalla partió de esta dimensión el mismo día en el que murió Niní Marshall, otro ícono del humor argentino. Con su muerte, se va un artista que desde el humor se pasó toda su vida averiguando cómo somos los argentinos. Nos examinó y nos expuso ante nuestras propias taras. No sin cierta crueldad, se rió mucho de nosotros. Y nos permitió reírnos a carcajadas de lo que reflejó ese espejo impuro al que nos expuso con sus criaturas. Tan lejanas y tan cerca de lo que somos.