Que Antonio Gasalla fue un artista extraordinario, que revolucionó el humor al punto de partir en dos la historia de la comedia argentina y que ocupará un lugar perdurable en la memoria colectiva argentina es una obviedad fuera de toda discusión.
Lo que suele soslayar es su inmensa contribución a las luchas de la militancia LBTBIQ+. Antonio Gasalla nunca salió del clóset, pero, en su caso, se puede decir que no hacía falta. No solo porque como decía el cantante mexicano “Lo que se ve, no se pregunta”, sino porque su sola presencia en el escenario era una permanente salida del clóset que alivianó la vida de incontables seres de la comunidad. Ya sea en el teatro, el café concert o la pantalla televisiva, solo o acompañado por esa otra gran marica llamada Carlos Perciavalle, Gasalla hizo visible lo invisible, lo que parecía no tener lugar en la historia. Esto es: la marica empoderada, la loca mala frecuentemente criticona, el gay a la que le encanta y le divierte travestirse.
Fue por primera vez en la historia de la cultura local, la marica que provoca la risa, se ríe a costa de los demás, pero de la cual nadie se ríe (a contrapelo de las maricas del cine que eran objeto de burla y de escarnio, blanco fácil para hacer reír). Pero también fue, inéditamente, pionero en presentar al homosexual como sujeto deseante. Tanto en sus espectáculos teatrales como televisivos -ya sea en sketch esporádicos o como parte del elenco estable- supo rodearse de chongos que explotaban de músculos, de muchachos sensuales, de jóvenes situados en la plenitud de la concupiscencia, muchos de los cuales, se presumía que eran sus amantes.
Con Antonio, lejos de los finales trágicos de los homosexuales en la pantalla cinematográfica, los gays visualizaban que podían desear y consumar su deseo, ser felices o infelices como cualquier ser humano.
Pero, ya que hablamos del séptimo arte, también en ese espacio fue pionero que, con sus personajes, contribuyó a las luchas LGTBiQ+. Más allá de la inolvidable Mamá Cora en la ya mitica Esperando la carroza (Doria, 1985), en “La tregua” (Renán, 1974), con su encarnación de Santilli no solo demostró sus dotes como actor trágico, sino que brindó la primera imagen cinematográfica argentina de la marica rebelde. Hay una escena, de las dos en que aparece Santilli-Gasalla que es corta, pero fundamental en términos narrativos. Santilli es un flamante compañero de oficina del personaje protagónico que interpreta Héctor Alterio, Santilli es tímido, callado, afeminado y sufre de claustrofobia.
Sus compañeros se burlan de él. En la escena en cuestión, está con papeles en la mano, inmóvil, contemplando ensoñado y ensimismado a un guapo compañero laboral. Cuando otro lo advierte, lo asusta y a Santilli se le caen al suelo los papeles, pero en lugar de reaccionar pasivamente como se esperaba, contesta con energía: “¿Por qué me cargan? ¿A ustedes les gusta esta vida? ¿Ustedes están contentos con esta rutina? ¿No se imaginan que uno podría estar en otra parte, viviendo otra vida, haciendo algo mejor que copiando números inútiles que nadie lee? ¡Idiotas! ¿A ustedes no les gustaría ser millonarios? ¿O artistas? ¿O hermosos? ¿Ustedes están contentos con esta vida miserable?
Ese monólogo -junto al de Marilina Ross en “La Raulito”- debiera formar parte de cualquier historia de la cultura y la militancia LGBIQ+. La subversión de Santilli no solo es su defensa metafórica del amor que no osa decir su nombre, sino el derecho a soñar que desprecia el sistema capitalista y reemplaza por el trabajo alienado. Con su alegato, Santilli no es objeto de burla, sino que hace callar la risa de sus compañeros laborales machirulos que se ven obligados a pedirle perdón.
No fueron sus únicas contribuciones. En “Almejas y mejillones” (Carnevale, 2000), Gasalla representa a Freddy, un gay maduro, sin complejos de su sexualidad que afirma a los cuatro vientos y que ostenta rodeados de amantes musculados. Tiene una amiga lesbiana y un novio rubio, de pelo largo y tan musculoso que parece salido de una revista porno.
Finalmente, su canto del cisne en el cine, fue su papel de Marcos Garmendier en “Dos hermanos” (Burman, 2010). Acá nuevamente hizo historia porque interpretó a Marcos, un gay maduro y asustadizo que finalmente se libera de las manipulaciones de una hermana pérfida (interpretada por Graciela Borges) y de los miedos y sometimientos de toda una vida sesgada por la prohibición de sus deseos sexuales. Marcos-Gasalla reivindica un derecho que parece negado o soslayado por las luchas vindicatorias de las diversidades sexuales: el del amor y la sexualidad en la vejez. A partir de una historia crepuscular junto a Mario (Osmar Nuñez), Marco niega que los únicos destinos posibles de las personas homosexuales sea el de ser “viejos, solos y putos”, recurrir patéticamente a las pelucas, los afeites y las cirugías en buscar de la juventud perdida, rogar la caridad de los muchachos o pagar por los chongos. Por el contrario, Marcos-Gasalla demuestra que se puede vivir el amor y la sexualidad entre personas mayores.
Ojalá que la entrada de Antonio Gasalla en la inmortalidad lo erija también como figura insoslayable de la militancia LGTBIQ+. Al menos, como comunidad, le debemos ese homenaje póstumo.