Maldita idea. Maldita idea, malditas palabras, malditas preguntas, malditas respuestas.

El Tío Pedro puteaba como cada vez que en la escuela primaria se le perdía una figurita o como cuando lo abandonaban dos novias a la vez. Maldita idea: ¿para qué se le había ocurrido hacer esa pregunta? Maldita pregunta la primera de sus preguntas, maldita pregunta, maldita pregunta:

–¿Le ganamos a Islandia?

–Fácil, muy fácil. Le hacemos tres-, le había contestado un señor de traje azul, corbata azul y ojos azules, en pleno Centro de Buenos Aires, abajo de un cielo más o menos azul.

–¿Le hacemos tres?-, repreguntó el Tío Pedro, que -maldita sea- agregó otra maldita pregunta:

–¿Pero es tan floja la defensa de Islandia?

–Por supuesto que le hacemos tres. En otro Mundial, me parece que el de 1956 o el de 1958, le hicimos tres goles. Bah, tres o cuatro-, especificó.

El Tío Pedro pretendió perseguirlo para apuntarle que el Mundial de 1956 no existía y que, hasta ahora, Islandia no había puesto su nombre ni en el de 1958 ni en ningún otro Mundial, pero le fue imposible porque el señor de tanto azul ya aceleraba raudo hacia más al Centro en medio de una multitud que no sólo abundaba en azul. 

Pobre Tío Pedro: maldita decisión la de interrumpir sus ratos de lecturas y sus excursiones con los nietos para salir a interrogar a los argentinos sobre qué sabían, qué pensaban, qué intuían de Islandia, el primer rival de la Argentina en el Mundial de Rusia. Ni él estaba seguro de por qué lo había hecho. Acaso por los mundiales, acaso porque pocas cosas son más humanas que la curiosidad, acaso, más sencillamente, porque pretendía enterarse del fútbol de Islandia.

Y eso que la maldita pregunta no era mala. Testimonio supremo: una parejita adolescente había frenado su festival de besos al pasar al lado del señor de azul, atraída no por el azul, no por el señor y sí por la pregunta, maldita pregunta:

–Perdemos–, aseguró el pibe de la parejita.

–Empatamos–, retrucó la piba de la parejita, que, enseguida, lo besó y lo besó.

Tan contundentes, además de tan enamorados, los vio el Tío Pedro que quiso ir por los argumentos. El pibe, simpático, generoso, se los ofrendó de inmediato: “El Mundial es en Rusia. En Rusia siempre hace frío. Los islandeses son de por ahí, están acostumbrados al frío. Cantadísimo: perdemos”. Un segundo después extendió su brazo derecho por encima de los hombros de la piba mientras ella desgranaba sus razones: “Empatamos: Argentina empató muchas veces en el primer partido en los mundiales”. Es posible que al Tío Pedro le haya costado bastante evocar algún estreno argentino con empate en los mundiales porque, en el instante en el que aspiró a avisarle al pibe que Argentina-Islandia no iba a jugarse con frío, la parejita se besaba mucho o más que mucho, olvidada de los mundiales, de Islandia y claramente del Tío Pedro.

El Tío Pedro evaluaba que la vida es una máquina de ofrecer casualidades y que le había tocado ser testigo de dos: una, que Islandia sería oponente de Argentina arriba del césped de Moscú; dos, que se había topado con unos interlocutores tan amables como imprecisos. Mentira, mentira. Maldita pregunta: la primera era una casualidad; la segunda, no.

Frustrarse es difícil y frustrarse seguido, más difícil. Para compensar, el Tío Pedro se concedió una apuesta con panorama certero: cruzando una avenida famosa, se rozó con dos muchachos que proyectaban su partido de la noche. Uno usaba la camiseta del Bayern Munich; el otro, una camperita del Manchester City. Dos garantías de fútbol entre las vísceras de Buenos Aires, calculó.

–¿Islandia, maestro? Yo qué usted andaría preocupado –enfatizó el de la camperita del City– porque los tipos crecieron cerca de los ingleses, que son los inventores del fútbol: algún mérito tendrán.

–Son islandeses, no irlandeses –replicó el del Bayern Munich, con un aire que al Tío Pedro le rememoró a la profesora de Geografía de tercer año–. Y obvio que no ganaron nada, si nunca fueron a un Mundial.

Al Tío Pedro le brillaron los ojos, le temblaron las mandíbulas y le importó nada que desde cuatro o cinco coches lo insultaran: esa firmeza y la conmoción de haber dado, por fin, con un experto lo habían hecho frenarse en plena avenida. Ahí, con el eco de la garganta de soprano de una dama que le gritaba “viejo pelotudo”, el Tío Pedro osó buscar más. Maldita idea, malditas palabras, malditas preguntas, malditas respuestas: un hombre con nietos ya debería entender en qué circunstancias no conviene buscar más.

–¿Y qué jugador lo impresiona de Islandia?–, inquirió expectante y de cara al muchacho del Bayern Munich.

–En la tele escuché que hay que cuidarse de Modric.

“De Modric hay que cuidarse”, coincidió el Tío Pedro, sin atreverse a detallarle que “de Modric hay que cuidarse” cuando el adversario sea Croacia, la segunda cita argentina en las canchas rusas, un país que queda afuera de Islandia. “De Modric hay que cuidarse y de la tele, también”, se agregó para sus adentros, recontrafrustrado de nuevo. De cualquier manera, el del Manchester City, buen amigo, esclarecido ya sobre la diferencia entre islandeses e irlandeses, se encargó de rectificar la información: “¡Modric!, el del Real Madrid, bestia, uno que es croata. Peligroso es Ibrahimovic, que suena a croata, pero juega para Islandia. Muy bueno”.

Durante una fugacidad, el Tío Pedro intentó imaginarse a Ibrahimovic despojado de su camiseta de Suecia y enfundado en la de Islandia. La imaginación a veces fracasa: a Ibrahimovic lo siguió evocando bien sueco y nada islandés, así que maldijo a la maldita pregunta y consideró regresar a la avenida pero para que lo pisaran.

Es que el Tío Pedro pertenecía a una especie en riesgo de extinción: amaba el conocimiento. Hay mil pruebas: lograba reconocer cuánto de Cruyff heredó Guardiola y cuánto de Freud perduraba en cada psicoanalista porteño, establecía los matices entre las teorías sobre las nubes de los meteorólogos de Nueva Orleans y los pronósticos infalibles de tormenta que hacía la Prima Chola en Lanús, olfateaba un asado y le alcanzaba el humo para reconocer desde qué rincón de la Pampa venían esas carnes. El Tío Pedro, además, se identificaba con los dos mejores Sócrates de la historia: del brasileño, artista de la pelota, militante de justicias, aprendió que, aunque demasiadas veces se pueble de mugre, el fútbol es una oportunidad repetida para ser mejores; del griego, el filósofo de más cuestiones que la filosofía, tomó el “sólo sé que no se nada”. Así que, doblemente socrático, opinaba poquito y sólo se atrevía a hacerlo, más aún si de fútbol se trataba, cuando los labios se le llenaban de fundamentos. Lo que no había estudiado era que mucha gente formaba parte de una especie distinta y distante de la suya y que esa gente, con frecuencia, hablaba por hablar.

Por eso se tentó con retornar a la avenida para que lo pisaran.

Sin embargo, algo lo amarró a la existencia. Complejo detectar qué: quizás recordó a sus nietos o fantaseó con las novias que lo abandonaban en simultáneo o, sobre todo, lo sedujo la perspectiva de que pronto habría un Mundial. O nada de eso y sí una mujer encantadora que se dispuso a oírlo con la gracia que aquellas dos novias jamás habían exhibido. Ella susurró:

–¿Islandia? Gran equipo: ataca bien y retrocede mejor. Y sus mediocampistas son de primer nivel.

–Tal cual –aceptó el Tío Pedro–, me gusta Sigurdsson.

La mujer, todo un sol, vaciló pero ni permaneció muda ni extravió el encanto:

–Tengo eso pendiente. Ya viajaré a conocer la Patagonia. De paso, lo consulto: ¿se acuerda si Sigurdsson es un pueblo de Neuquén o de Chubut?

El Tío Pedro no coqueteó con la mujer. Prefirió hacerlo con la muerte: cada respuesta de cada individuo le funcionaba como una invitación al abismo. Y en eso estaba cuando, entre los bocinazos del Centro, una garganta de hincha le partió la oreja.

–Excelente ese Sigurdsson–, avaló un taxista que, condenado a la inmovilidad por la saturación del tránsito, había registrado el diálogo.

–¿Diestro o zurdo?–, devolvió el Tío Pedro aferrándose a una esperanza en el fútbol y a otra esperanza en la humanidad.

–Cuentan que Islandia es un país más justo que el nuestro: entonces, lo suyo debe ser la izquierda.

Maldita idea, malditas preguntas, maldito instante en el que se le dio por charlar sobre Islandia. Maldito todo.

–Lo veo sufriendo. Y lo comprendo ¿Cómo no comprenderlo? Un Mundial es el único momento en el que todos tenemos algo que ver con todos. Siempre nos pone ansiosos. Pero le aconsejo esperar con confianza y con calma. Yo sé lo que le digo.

El que predicaba ya no era el taxista, quien, desplazado apenas media cuadra más adelante, bramaba en porteño, en mil idiomas, por ahí hasta en islandés. La voz, en cambio, salía de un kioskero simpático, que vendía caramelos y se protegía del sol que dominaba el cielo azul con una gorrita del Barcelona.

–¿Por qué me sugiere que espere con confianza y con calma?–, musitó el Tío Pedro, casi rezando para no verificar que su único destino consistía en maldecir y en maldecirse por esa idea, por esa pregunta, por todo.

–Está liquidado Islandia, mi amigo. Ya sabe: Dios es argentino. Y, además, con una mano en el corazón, ¿usted conoce un pueblo que sepa más de fútbol que el nuestro?