Fue en 1516 que algunos náufragos de la malograda expedición de Juan Díaz de Solís recalaron en lo que hoy conocemos como Florianópolis. Fueron recibidos por los indígenas de muy buen modo, y sin embargo, en vez de agradecer a Dios, o a la buena fortuna, por haber salvado el pellejo, por no haber sido almorzados como le pasó a su capitán mayor; en vez de gozar de una vida armoniosa, disfrutar de lo que este Nuevo Mundo les ofrecía como sociedad igualitaria, con las bondades del abacaxí y la banana, los cangrejos al limón y la potencial poligamia; en vez de todo eso ¿qué hicieron? ¿Se quedaron a disfrutar de la playa? No: organizaron una expedición para buscar plata. Al parecer, estos españoles se internaron en territorio inca, capitaneando una avanzada de dos mil indios guerreros. En el camino preguntaban y les confirmaban la existencia de un Rey Blanco lo que los incentivó a seguir hasta que encontraron las fronteras del imperio inca. No encontraron al Rey Blanco pero de regreso obligaron a sus compañeros anfitriones a cargar los metales producto de su expolio. Los indios de Florianópolis, para dejar en claro la cuestión de los modales mataron a los capitanejos y solicitaron a los sobrevivientes que se quitaran, por favor, el demonio del metal.

Fue por una de esas coincidencias de la historia que Sebastiano Caboto, piloto mayor al servicio de la corona española, diera en 1526 con algunos sobrevivientes de aquella aventura y se enterara de la posibilidad de aquel monarca níveo y de sus ingentes riquezas. Modificó su misión original –encontrar un corto camino hacia el Pacífico– por el cual sus capitalistas habían invertido en la empresa, y decidió partir en búsqueda de aquel reino metalúrgico. Para afianzar su posición ante la Casa de los Habsburgo modificó el nombre de Mar Dulce, o su epónimo, Río de Solís, por algo más prometedor. Así se afianzó la idea del Río de la Plata.

Caboto encontró en el estuario algo del metal precioso en posesión de unos guaraníes y se apresuró a llevar noticias de su hallazgo a la corte. Sin embargo, la plata que ratificó el nombre del lugar tenía una procedencia dudosa (algunos la adjudican al naufragio de una expedición portuguesa que los indígenas habían, a su vez, capturado). De todos modos, para ese entonces nada pudo frenar el rumor de la existencia de un Rey Blanco y una Sierra de Plata en el interior de las enormes vías fluviales. Uno de los exploradores que habla sobre la Sierra de Plata y el Rey Blanco por primera vez es Luis Ramírez. El 10 de julio de 1528 escribió a sus padres:

“Estos quirandíes son tan ligeros que alcanzan un venado por los pies; pelean con arcos y flechas y con unas pelotas de piedra redondas como una pelota y tan grandes como el puño, con una cuerda atada que la guía los cuales tiran tan certeros que no hierran a cosa que tiran. Estos nos dieron mucha relación de la sierra del [Rey] Blanco, […] el señor capitán general [Caboto] piensa que […] este descubrimiento […] de la Sierra de la Plata, [significa] el gran servicio que Su Majestad en ello recibirá.”

El rumor llevó a la organización de la expedición de adelantados más numerosa enviada alguna vez al sur del Nuevo Mundo, liderada por uno de los nobles más importantes del reino, don Pedro de Mendoza. La misma contó con 14 navíos y 1200 soldados. Si tenemos en cuenta que Pizarro llegó al Perú dos años antes con solo 165 hombres podemos darnos una idea de las expectativas que tenía España con esta expedición. Se dice, por otra parte, que Mendoza no estaba tan interesado en la fortuna como en encontrar una cura para su sífilis. Pero los hombres que lo acompañaron esperaban, sin duda, algo más que expandir sus conocimientos en medicina. La expedición, como se sabe, fue un desastre, en gran parte por una deficiencia en las relaciones públicas con los querandíes. Digamos que la intención de poblar Buenos Aires en 1536 llevó a la fundación de Asunción un año más tarde. Cómo si oliesen el metal, los españoles se acercaban a la fortuna.

El imperio del Rey Blanco, la Sierra de la Plata, el lago donde dormía el Sol, la Fuente de la Eterna Juventud, las Siete Ciudades Doradas de Cíbola, Quivira, las Montañas de Plata, Paititi, Manoa, Enim, Jauja, la Ciudad de los Césares, Lilín, Talán, Trapalanda, El Dorado, todas las leyendas se materializaron en 1545 con el hallazgo del Cerro Rico del Potosí, en la actual Bolivia. El mismo dio fundamento no solo a nuestro nombre de argentinos sino también a la configuración política de nuestro país. Con el objeto de asentar bases de aprovisionamiento para las minas y una ruta al Atlántico como vía más directa hacia España se levantaron las villas de Santiago del Estero en 1553, Mendoza en 1561, San Juan en 1562, San Miguel de Tucumán en 1565, Santa Fe y Córdoba en 1573, insistieron con Buenos Aires en 1580, Salta en 1582, Corrientes en 1588, La Rioja en 1591, San Salvador de Jujuy en 1593, San Luis en 1594 y Catamarca en 1683.

En 1543 ya tenían asiento de minas algunos capitanes como Juan de Villarroel en Porco, a unos 30 kilómetros de Potosí. Este yacimiento había sido desde antiguo explotado por los incas y no fue difícil hacerlo cambiar de dueño. Se dice que un sirviente de Villarroel, llamado Huallpa, fue el responsable de encontrar por casualidad los ricos depósitos del cerro en el territorio de la Audiencia de Charcas. El suceso, ocurrido los primeros días del año 1545, dio inicio a la Villa Imperial.

“Era tal la fiebre para sacar sus riquezas –nos dice el historiador Vicente Quesada (1830-1913)– que á pesar del frígido clima vivían á la intemperie, pues ningún español quería distraer sus indios en la construcción de casas.” Cuando el invierno arreció ordenaron a los indios de Cantumarca, una aldea vecina, a que les construyeran casas. Los indios, con sentido común le hicieron observar a los mandones que no podían descuidar la cosecha sin exponerse a morir de hambre, ya que la aridez de la zona hacía difícil proveerse de otro alimento. “Esta observación tan racional –relata Quesada– tan equitativa y de conveniencia recíproca, irritó á soldados y señorones sin experiencia y vanidosos, los cuales se indignaron de no ser sumisa é inmediatamente obedecidos. Recurrieron entonces á la violencia, y á palos obligaron á los pacíficos moradores de Cantumarca á empezar la construcción de casas, preparando el adobe”.

Los historiadores nos dicen que los incas explotaban el oro y la plata no como moneda de cambio sino como emblema para adoración del sol. Al parecer, cuando los incas intentaron extraer la plata del Potosí –mucho antes de la llegada de los europeos– el cerro expresó por intermedio de un derrumbe sonoro y en lengua quichua que sus vetas estaban “destinadas a otros dueños”. Esta maravilla de la audiofonía tectónica sirvió más tarde para legitimar la propiedad del cerro para el emperador y la cristiandad.

Es de observar que Carlos V quiso ver en el Nuevo Mundo un espejo renovado de su propio reino peninsular. Dividió sus posesiones entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro, como para que no se peleen. Una medida que, hay que decir, no evitó la guerra civil. A Pizarro le otorgó parte de la actual Ecuador y Perú, denominando al territorio como Nueva Castilla. A Almagro le dio parte del Perú y Chile, a los que llamó Nueva Toledo. Otros ersatz alrededor fueron Nueva Granada, Nueva Galicia, Nuevo León, Nueva España. Finalmente, Nueva Andalucía (Argentina) se la ofreció a don Pedro de Mendoza. Como se puede observar, ninguno de tales nombres hizo mella en el presente, aunque si se mantuvo constante y flotante la idea de la plata.

Existió una ciudad de La Plata que fue fundada en 1538, unos siete años antes del descubrimiento del Cerro. Luego, con el Potosí a 150 kilómetros opacando su nombre con sus excesos de riqueza, modificó su título por Chuquisaca. En 1838, ya Bolivia separada definitivamente de las provincias argentinas, lo cambió nuevamente por Sucre, su libertador. Cuatro décadas más tarde –en 1880– se fundaba, en la Provincia de Buenos Aires, otra ciudad de La Plata, transportando con el nombre el remanente de aquel primer alarde de ilusiones. La antigua ciudad de La Plata, la original del Alto Perú, aparece registrada en los documentos de la época como Civitas Argentina, Civitas Argentea, Urbs Argentea, Argentopolis y Argyropolis. La cancillería local fue a su vez llamada Cancillería Argentina.