“Era casi la medianoche cuando Edward entró en la estación de trenes de Mandalay. Llevaba un traje de novio, un ramo de flores tropicales en la mano y estaba completamente borracho. Soñó durante toda la noche, mientras el tren viajaba hacia Rangún, la capital de Birmania”. La voz en off que enmarca, describe y relata, una de las múltiples voces que acompañarán las acciones en la pantalla durante las dos horas siguientes, choca en franco anacronismo con las imágenes contemporáneas que registran el movimiento de una pequeña y artesanal noria en alguna plaza pública de la República de la Unión de Myanmar, actual nombre de la excolonia británica. Edward, en cambio, pertenece al pasado, más precisamente al año 1918, cuando los últimos refucilos de la Gran Guerra aún resonaban como un eco temible. Los jóvenes que hacen girar la rueda sólo podrían conocer el contexto del viaje de Edward a través de algún libro histórico. Más tarde, cuando Molly siga los pasos de su prometido por gran parte del Sudeste Asiático en aquel mismo comienzo del siglo XX, absolutamente descreída de la posibilidad de haber sido abandonada, será el tiempo de contar otra/s historia/s.

Pasado y presente, blanco y negro y color, relato romántico y registro documental. Algunas de las dualidades que forman parte del esqueleto de Grand Tour, el sexto largometraje del portugués Miguel Gomes, que se llevó el premio al Mejor Director en la competencia oficial del Festival de Cannes y llega este jueves 27 a las salas de cine argentinas, semanas antes de desembarcar en la plataforma Mubi. El director de Aquel querido mes de agosto, la trilogía Las mil y una noches y Tabú -con la cual Grand Tour mantiene varias líneas formales y temáticas de contacto-, tal vez el cineasta luso más importante de la actualidad junto con Pedro Costa, entrega otra magnífica travesía cinematográfica que descree de formatos preestablecidos y prefiere, en cambio, abrazar la verdadera magia del cine. Aquella que permite viajar a otros lugares y otros momentos de la historia sin obviar el mundo concreto que nos rodea, entrelazando el rodaje en estudio, a la manera tradicional de los años 20, 30 y 40 del siglo pasado, con las imágenes y sonidos robados a la más estricta realidad contemporánea, hasta hacerlas una única e indiscernible entidad. Lúdica, traviesa y sorprendente, pero también melancólica e incluso trágica, Grand Tour es una nueva declaración de amor al cine.

“Edward no ha visto a su prometida Molly por siete años. Intentó recordar su rostro pero no pudo. Le hubiese gustado desaparecer a través de uno de esos incontables agujeros que se multiplicaban en los tablones del muelle”. La voz, que ha cambiado de timbre y de idioma, relata, como si fuera un narrador omnisciente y decimonónico, el comienzo del escape de Edward (Gonçalo Waddington). La huida por tierra y mar que lo llevará de Tailandia a Filipinas, de Vietnam a Japón, de Singapur a China, sufriendo diversos percances y avalando la rúbrica de la aventura, al tiempo que los telegramas de Molly lo persiguen sin descanso. Ser miembro del servicio diplomático británico en tierras bajo su yugo tiene algunos beneficios, aunque la dureza de la naturaleza no entiende de cartas de presentación o nomenclaturas de estado. Las imágenes de una ciudad asiática moderna, con sus vehículos atiborrando calles y avenidas, se alternan con los trajes de época y los salones reconstruidos en estudio. De pronto, los blancos, negros y grises le ceden el lugar a los rojos y amarillos de una obra de títeres folclórica, con sus serpientes hambrientas y princesas en peligro. El gran tour ha comenzado.

 

“La estructura de la historia estuvo definida de antemano y sabíamos que los personajes harían el Grand Tour Asiático, que era un camino turístico establecido para los europeos a comienzo del siglo XX”. En conversación con la revista especializada Film Comment unos días antes de ganar el premio en Cannes, Gomes describió el poco convencional proceso creativo detrás de su última película. “El guion vino después: queríamos escribirlo luego de editar un poco las imágenes del rodaje, ver cómo esas imágenes podían resonar en el mundo interior de los personajes. Desde el principio supimos que también filmaríamos a los personajes en estudio, y que las imágenes del viaje real se sumarían a la película”. El cineasta ofrece un ejemplo claro, advirtiendo que parte del encanto de hacer Grand Tour fue simplemente divertirse. “En Myanmar existe esta noria sin motor a la que hacen girar un grupo de chicos, y la vimos el primer día de rodaje. Al filmarla me di cuenta de que podía resonar en el sentido de desorientación y los esfuerzos de Edward antes de escapar. El criterio fue filmar cosas que nos parecieran interesantes, y que hubiera una diversidad de materiales. Registramos las diversas clases de espectáculos de títeres en cada región”.

LA VUELTA AL MUNDO EN UNA PELÍCULA

La excusa, la chispa que enciende el motor, llegó como suele ocurrir: no con una explosión, sino con un susurro. Gomes leyó las páginas de la novela viajera El caballero en el salón, de W. Somerset Maugham, publicada en 1930, y apenas un puñado de párrafos lo llevaron a imaginar el primer boceto de lo que luego se convertiría en Grand Tour. “En realidad no se trata de una novela, sino de un cuaderno de viajes que describe su paso por Camboya, Tailandia y Birmania. Hay un momento en el cual recuerda el encuentro en Birmania con un británico que trabaja en la administración pública, y que ha estado comprometido con una mujer de Londres durante mucho tiempo, pero cuando ella llega a Birmania entra en pánico y huye. Y ella sale en su búsqueda. Cada vez que él llega a un nuevo país recibe un telegrama de ella. De alguna manera, ella logra adivinar hacia donde viajará, por lo que al llegar a un lugar siempre hay un telegrama esperándolo que, a su vez, le avisa que pronto ella le hará compañía. No creo que sea una historia real. Para mí es un chiste sobre la cobardía de los hombres”. Como fuere, esa es la piedra basal de Grand Tour. Gomes imagina un viaje en tren que termina en descarrilamiento, el paso por la fiesta de cumpleaños de un príncipe oriental y la estadía en Japón, durante unas semanas, junto a un grupo de monjes komuso, cuya característica física más destacable es el uso constante de unas canastas de paja que cubren por completo sus cabezas. Edward huye, pero también parece andar detrás de algo. Una búsqueda interior, tal vez. O no, quizá simplemente se trate de escapar hacia ninguna parte.

Miguel Gomes contó con la colaboración de dos personas indispensables. Por un lado, la colaboradora y coguionista Maureen Fazendeiro, con quien ya había dirigido a cuatro manos su largometraje anterior, Diarios de Otsoga. Por el otro, el gran director de fotografía Rui Pocas, con quien mantiene un vínculo creativo desde su ópera prima, A Cara que Mereces (2004), y que además fue el responsable de la fotografía de films como Zama, de Lucrecia Martel, Frankie, de Ira Zachs, y A Little Love Package, de Gastón Solnicki. Los otros dos camarógrafos, Sayombhu Mukdeeprom y Gui Liang, se encargaron del registro in situ durante el periplo asiático del realizador antes, durante y después de la pandemia. Junto a Poças, Gomes diseño el estilo visual del rodaje bajo techo, que remeda el artificio de la era de los grandes estudios de Hollywood y en el resto de los países con industria cinematográfica, aunque en 16mm, formato analógico que le aporta a la imagen un grano y una textura muy particulares.

El realizador tiene una razón, muy articulada, para haber optado por ese estilo, parte de una serie de convenciones formales que, en mayor o menor medida, continúan formando parte del cine y el audiovisual en general. Aunque hay un truco y una vuelta de tuerca. “Creo que el cine hace un enorme esfuerzo para convencer al público de que está viendo algo que pertenece a este mundo. Pero eso no es cierto: lo que vemos es el mundo paralelo del cine, que se rige por leyes diferentes. Ojalá sea un mundo que nos pone en mejores condiciones para conectar con el real, con nosotros y con otra gente, pero es un mundo diferente y quiero que se vea de otra manera. Todas mis películas son, de alguna forma, remakes de El mago de Oz. Esa es la base de mi cine. Dorothy sale de Kansas y se mete en el mundo del cine, y hay que crear alguna clase de relación entre ambos. Ese es mi trabajo. Hoy en día hay un deseo comprensible de arreglar el mundo a través del cine, lo cual valoro, pero creo que es algo imposible de lograr. No se puede arreglar el mundo con el cine, pero sí es posible abrir la mente de la gente. Y, entonces, tal vez esas personas puedan intentar arreglar el mundo”.

El último plano de Grand Tour revela el artificio: Gomes, Poças y un asistente observan desde las alturas a los actores y actrices en posición, con los trajes y peinados correspondientes. Alrededor suyo una pequeña selva creada especialmente por el diseño de arte los envuelve, iluminada por focos de luz ubicados meticulosamente en su posición. Pero la artificialidad no quita lo verosímil ni, mucho menos, lo posible. Ya transcurridos los primeros cinco o diez minutos de proyección el espectador ha caído en el embrujo de Gomes y, como el Rick’s Bar de Casablanca o el Xanadú de Charles Foster Kane, el tren desbarrancado se siente tan real como la noria que gira a pura fuerza muscular. Lo mismo ocurre con esa lluvia que, sin duda, cae desde un artilugio especialmente diseñado. O ese jardín de primorosas flores que rodea la casa de un magnate en la segunda parte de la película. De manera similar a como el clasicismo camina de la mano de la modernidad en el registro visual, la banda de sonido alterna rigurosamente los lenguajes –a cada cruce de frontera y visita a un nuevo país le corresponde un narrador que habla el idioma del lugar–, pero al mismo tiempo los personajes principales se comunican siempre en portugués, aunque se trate de auténticos gentlemen británicos. Es parte del juego de Grand Tour, ese “pasarla bien y divertirse” que mencionaba el realizador en la entrevista, más allá de que el tono general del film no sea el de una comedia. En palabras de Gomes: “Estaba un poco preocupado por el rodaje en estudio, porque me gusta perder el control. No me interesa crear una burbuja para filmar. Me gusta que la gente aparezca frente a la cámara de pronto y esto era todo lo contrario. Fue muy diferente al rodaje en locaciones, pero al final lo disfruté”.

EL DIRECTOR MIGUEL GOMES. FOTO DE PATRICIA NEVES GOMES
 
 

EL AMOR, SEGUNDA PARTE

El corte no se explicita pero es más que evidente: al llegar a la mitad exacta del metraje, el relato vuelve al comienzo y quien reemplaza a Edward como motor narrativo es Molly (Crista Alfaiate), la novia que espera hace siete años y que toma la decisión de perseguir a su hombre, no sea cosa que se le escape. Vivaz, alegre, decidida, Molly se sube a un barco de carga y comparte la mesa con el capitán y una serie de variopintos viajeros, entre ellos un empresario “americano” millonario dedicado a la cría y venta de ganado que, de entrada, intenta seducirla. Ella ríe, y lo hace con un gesto sonoro tan particular como irresistible, un pedorreo que se produce cuando junta los labios y sopla. Un pfffffff que la caracteriza y que bien podría haber sido pergeñado por Lubitsch en alguna de sus comedias clásicas. Según Gomes, “uno de los personajes, Edward, intenta esconderse en el mundo, disimularse en él, pero luego comienza a abrirse, o al menos a pensar más en Molly, la mujer a la que intenta evitar. Mientas lo hace, la imagen se convierte en algo más, otra cosa. Empieza a tener un modo diferente: más melancólico, más pacífico. En la segunda mitad de la película, con Molly, que es inteligente y se divierte a cada paso, cambia todavía más. Las imágenes son más divertidas, disfrutables, pero también se ponen algo oscuras”.

Viajar de la realidad a la ficción y viceversa, hasta que ambos universos se solapan de tal manera que es casi imposible, sino distinguirlos, al menos separarlos. “Todo lo que Molly vio en Rangún le pareció sorprendente”, afirma la misma voz en birmano que había iniciado el juego, mientras las imágenes documentales de un extraño juego fálico con frutas acompañan en pantalla las palabras. “Apenas si notaba el paso del tiempo. Dejó de pensar en Edward y, para el final de la tarde, se sentía exhausta pero feliz. Por la noche, Molly fue al club. Se sentó en una mesa y tomó una sopa de pescado. Estaba caliente, agria y deliciosa”. El viaje se reinicia y ahora es ella quien observa el mundo a su alrededor con ojos que todo lo devoran. Cuando finalmente llega al lugar del descarrilamiento algunos viajeros aún permanecen en el lugar. Edward no está entre ellos. Edward se internó en la selva y nadie sabe dónde puede llegar a estar.

“Cuando mostramos paisajes o acciones del mundo real”, afirmó el cineasta, “lo hacemos para poner al espectador en una posición en la que puede ubicar a los personajes en el espacio. La voz en off nos dice qué siente Molly o qué está haciendo Edward, pero nunca se corresponde exactamente con lo que vemos. Allí se asume la posición de alguien que escucha una historia, el principio básico de cualquier ficción: un niño que escucha un cuento a la hora de dormir, imaginando dragones y cosas imposibles en el mundo real. En la trilogía Las mil y una noches quise hacer un retrato de un momento puntual de mi país, y necesitaba filmar muchas cosas reales. Cosas que ocurrían realmente, no escenificadas. Pero eso es complementado por lo imaginario, un mundo paralelo que no es real, aunque sí lo es en nuestra mente, porque es algo que necesitamos imperiosamente: crear algo ficcional a partir de lo que vivimos”.

 

El futuro de Molly la espera, entre nuevas amistades y festividades desconocidas, paseos en medio de la naturaleza, un disco de Billy Murray de 1910 que Hollywood reciclaría cuatro décadas más tarde y una nueva promesa de amor. El mundo y el cine son para Miguel Gomes canteras inagotables de posibles historias. Un cosmos en el cual pueden convivir sin rencillas la reflexión ensayística de un Chris Marker y la recreación de las fantasías del melodrama, el cine de espías y la aventura. La posibilidad de sorprenderse a cada paso, a cada escena, a cada plano. Como ese viaje final, siguiendo los pasos de Edward, con mucho de demencial: Molly transmutada en una pariente de Fitzcarraldo, en medio de la naturaleza más salvaje del interior profundo de China. ¿A dónde quiere llegar realmente la heroína? ¿Qué fue del escurridizo Edward? Mientras un oso panda descansa panchamente sobre una rama y se escucha una añeja melodía, la aventura llega a su fin, marcada por la hechura del mundo real y las marcas inviolables de las leyes biológicas. Es el triunfo del cine, el rectángulo de la pantalla domando por un par de horas el mundo.